Sociedad
El pragmatismo filosófico: profundamente norteamericano (y actual)
Aunque el pragmatismo nació en el siglo XIX en Estados Unidos y pareció morir allí mismo un siglo después, su influencia nunca ha desaparecido: aún puede explicar muchos de los comportamientos de la sociedad actual.
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El pragmatismo, la corriente filosófica nacida en Estados Unidos en el siglo XIX, cuenta con un objetivo principal y sencillo: sustituir la búsqueda de verdades absolutas típicamente filosófica por la necesidad de aplicar la ontología a la satisfacción de las necesidades humanas.
Charles Sanders Peirce, un filósofo y científico estadounidense nacido en 1839, es considerado el padre del pragmatismo, además de ser el de la semiótica o ciencia de signos moderna y haber desarrollado trabajos pioneros en campos como la astronomía, las matemáticas o la lingüística. Él estableció el pragmatismo como un método para resolver confusiones conceptuales pensando en las consecuencias prácticas de aplicar dichos conceptos. Para Peirce, la idea de algo que se conforman las personas es únicamente la idea de sus efectos sensibles.
El testigo de Peirce lo tomaría el psicólogo William James, que abundó en la aseveración de que las ideas solo son válidas en función de su utilidad. Hasta tal punto defendió la necesidad de que las ideas se formulasen en base a sus consecuencias prácticas que terminaría por defender que incluso la existencia de un Dios todopoderoso es cierta si creer en ello tiene un beneficio práctico para las personas.
Poco después, el pedagogo John Dewey se encargaría de ampliar las máximas del pragmatismo patentadas por James y Peirce. Dewey apelaba a la experiencia como base de toda formulación científica o filosófica: para él, las ideas no existen ni tienen valor alguno si no se reflejan en la experiencia.
Filósofos como Bertrand Russell la atacaron asegurando que solo es «el pensamiento puesto al servicio de la codicia del capitalista»
Sin ninguna duda, el pragmatismo puede considerarse la única corriente filosófica puramente norteamericana. Y al igual que cualquier otra corriente, no está exenta de críticas: numerosos filósofos como Bertrand Russell la atacaron asegurando que solo es «el pensamiento norteamericano puesto al servicio de la codicia del empresario capitalista». Y es que esta corriente de pensamiento, que se desentendía de la búsqueda de verdades absolutas para convertir en verdad todo aquello que logra resultados prácticos para la vida, derivó, con el paso de los años, en máxima para todos aquellos a quienes solo interesaba cosechar beneficios propios.
El capitalismo, entendido como un sistema económico en que prima el interés propio por encima de las condiciones económicas del resto de la sociedad, efectivamente, debe mucho al pragmatismo. Pero sería difícil dilucidar si las teorías pragmatistas de Peirce, James y Dewey nacieron para congraciarse con el capitalismo naciente en Estados Unidos o si este, en cambio, las adoptó para arrogarse un sustrato filosófico del que carecía.
Fue William James el que inició una crítica más profunda a cualquier tipo de dogmatismo y racionalismo –erigiendo la práctica en juez y parte de cualquier formulación teórica, filosófica o, incluso, científica–, pero John Dewey iría más lejos al asegurar que «los problemas reales surgen de los asuntos efectivos» e introducir el pragmatismo en el ámbito estrictamente político. No obstante, un análisis más profundo de su pensamiento nos haría dudar de su intención de proporcionar músculo filosófico al capitalismo. Al fin y al cabo, Dewey alababa el sistema democrático y aseguraba que el ideal de democracia es el de una vida comunal en que «todos comparten y todos contribuyen».
El hecho de que actualmente el pragmatismo no sea considerado como una escuela filosófica radica en su carácter localista y en el hecho de que comenzaría a diluirse en múltiples vertientes de pensamiento mediado el siglo pasado. Aún así, su influencia en la sociedad actual está fuera de toda duda. Para certificar la influencia del pragmatismo en la sociedad actual, solo tenemos que atender a nuevas corrientes de pensamiento que inciden en sus ideas primigenias, especialmente el «pensamiento débil» desarrollado por Gianni Vattimo y la «filosofía conversacional» propuesta por Richard Rorty. Ambos se acercan a un tipo de filosofía posmoderna que podríamos considerar incluso «pop», debido a su intención de popularizar una forma de pensamiento asequible para todas las personas y radicalmente alejada de las versiones anteriores –profundamente metafísicas– de la filosofía.
Nietzsche ya mató a Dios, pero Rorty va más allá: anima a matar la filosofía –como la entendíamos hasta ahora– para transformarla en una «conversación de la humanidad» que únicamente verse sobre las cuestiones que nos atañen por hacernos vivir mejor o peor. Los riesgos de extender este tipo de pensamiento son evidentes. Podríamos estar llegando a un punto peligroso: uno en que el pensamiento filosófico, con todos los beneficios que ha traído a la humanidad, quede desterrado en favor de un utilitarismo que no hará más que agrandar las diferencias sociales y el individualismo.
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