«Estamos siendo los cooperadores necesarios de nuestra propia manipulación»
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COLABORA2022
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Como filósofo, Roberto Aramayo (Madrid, 1958) hace honor a su disciplina académica: calmado, con la voluntad de sembrar el diálogo y provisto de una peculiar mirada reflexiva y crítica, hilvana cada respuesta con la lucidez de quien busca la verdad sin necesidad de poseer todas las respuestas; es decir, con un sincero espíritu crítico. Conversamos con el profesor madrileño, investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC, sobre los aspectos esenciales de la democracia, la importancia que la Ilustración sigue teniendo en nuestros días y hacia dónde nos dirigimos como sociedad en medio de un torbellino causado por la tecnología y el ensimismamiento.
Usted, como filósofo, ha dedicado su vida académica al estudio de la Ilustración en cuanto movimiento filosófico, así como a sus consecuencias éticas, estéticas y epistémicas. ¿Considera que su legado sigue vivo en nuestros días o, por el contrario, se apaga poco a poco?
Me temo que, por desgracia, el programa del movimiento ilustrado conserva toda su vigencia, porque los problemas combatidos por sus integrantes continúan afectando severamente a múltiples facetas de nuestra vida cotidiana. La superstición y el fanatismo siguen complicándonos mucho las cosas, aunque por supuesto hayan cobrado rostros distintos y sus foros también sean diferentes. El dogmatismo viene a expandirse ahora por otros cauces. Los púlpitos religiosos han pasado el testigo y las homilías llegan a sus destinatarios a través de sus dispositivos digitales, con mensajes personalizados que se ajustan al perfil revelado por nuestras navegaciones a través de internet; somos cooperadores necesarios de nuestra propia manipulación. Además, cedemos con suma facilidad a la tentación de transferir nuestras responsabilidades, delegando la fastidiosa labor de pensar por nosotros mismos o tomar cualquier decisión merced a los cálculos elaborados por sofisticados algoritmos. Los ilustrados creían que las ideas podían modificar el mundo, tal como sucedió al inspirar la Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos, que no habrían tenido lugar sin la Enciclopedia de Diderot, El contrato social de Rousseau o el criticismo kantiano. Convendría recuperar ese modo de ver las cosas y adoptar el adagio leibniciano de theoria cum praxi que Kant hizo suyo en Teoria y práctica.
«Como señaló Rousseau, el pacto social no resulta eficaz cuando prevalece una desigualdad extrema»
¿Por qué Kant sigue siendo tan importante en nuestros días? ¿Qué tienen que aportar pensadores como él (y como Voltaire, Rousseau o Hume) a la construcción de nuestras democracias?
Hace un siglo, Ortega describió a Kant como el pensador en cuya obra «están contenidos los secretos de la época moderna, sus virtudes y limitaciones». Un siglo después podríamos revalidar este dictamen orteguiano. Las preguntas formuladas por Kant, al mostrarnos los resortes que han actuado en la modernidad a partir del Renacimiento, siguen interpelándonos. Para definir al ser humano, sugería plantearse tres cuestiones capitales. ¿Hasta dónde llegan los confines de nuestro conocimiento? ¿Cómo nos corresponde obrar para convivir de una manera más pacífica y menos dañina? ¿Y cuál es nuestro horizonte de legítimas expectativas? La teoría ralwsiana de la justicia o la ética discursiva de Habermas nacen del diálogo con Kant, pero las filiaciones kantianas nos rodean por doquier. Véanse, por ejemplo, sus nociones de autonomía moral y republicanismo político: son aportaciones que mantienen su plena vigencia junto a un cosmopolitismo totalmente adverso a la globalización, porque se trataría de configurar una confederación de pueblos y no de dar lugar a Estados gigantescos que disuelvan las identidades nacionales. Tal como enfatizaba Javier Muguerza, si renunciamos a ser agentes morales que intentan causar el menor daño ajeno al perseguir su propio interés, abdicamos con ello de nuestra condición humana. Pero el carácter moral requiere un contexto socio-político adecuado que favorezca cierta igualdad en las oportunidades de prosperar merced al propio esfuerzo. Como señaló Rousseau, el pacto social no resulta eficaz cuando prevalece una desigualdad extrema, donde opulencia y miseria no dejan espacio a la clase media. Siempre debe primar el interés de la voluntad general sobre los intereses particulares. Con una de sus últimas obras teatrales, Juan Mayorga nos ha mostrado que Voltaire sigue siendo un paradigma para recordarnos el uso de la ironía contra los dogmas fanáticos en aras del pluralismo. En esta misma dirección Diderot enarbola un sano escepticismo metodológico a no confundir con aquel escepticismo que abanderan los negacionismos de todo tipo. Y el escepticismo de Hume fue lo que despertó a Kant del sueño dogmático. Cuando Cassirer quiso combatir el totalitarismo nacionalsocialista desde la historia de las ideas, lo hizo releyendo a Kant y Rousseau, sabedor de que nuestras democracias liberales lo deben todo a unas ideas con las cuales defendió la República de Weimar.
En su artículo ‘Joker’ o las máscaras del descontento, usted analiza la película desde un punto de vista crítico y humanista. Destaca, por ejemplo, la confusión generalizada que existe en la gente entre realidad y mundo virtual. ¿En qué consiste esa confusión y cuáles son sus consecuencias más inmediatas?
La confusión entre realidad y mundo virtual es un fenómeno inquietante, porque podría estar dando lugar a una extraordinaria banalización del mal. Hannah Arendt se horrorizó al comprender que los artífices del holocausto también habían contado con gente como Eichmann, que llegó a invocar el imperativo categórico kantiano para justificar su obediencia para con las ordenes dictadas por la jerarquía. De ahí que Javier Muguerza decidiese hablar del imperativo de la disidencia justamente como instrumento para neutralizar las injusticias existentes con arreglo a los dictados de nuestra conciencia moral, dado que «siempre nos cabe soñar con un mundo mejor». El pensamiento neoliberal no es muy partidario de la empatía, y más bien fomenta una competitividad que nos hace ignorar a los demás cuando, en realidad, el altruismo nos hace ganar a todos, situándose detrás de nuestro éxito evolutivo. A esta mentalidad hegemónica se suma el fenómeno de confundir la vida real con un videojuego que siempre pude resetearse. Hay violencias que parecen motivadas por los vídeos grabados al cometerlas, como si fueran el episodio de una serie de televisión. Y para colmo, se generan realidades paralelas configuradas por hechos alternativos, bulos y patrañas. Ya no aspiramos a explorar el universo, sino a colonizar el metaverso con unas gafas de realidad virtual.
Usted también expone el creciente éxito del antihéroe. ¿Se trata de un fenómeno moderno o considera que nos acompaña desde antaño?
Cuando escribí el artículo sobre Joker acababa de ver la película en el festival cinematográfico donostiarra y era noticia el descontento de la sociedad chilena. De ahí las máscaras del descontento, acordándome de aquella popularizada por V de Vendetta, convertida en un símbolo para manifestar las más variopintas reivindicaciones antisistema. Lo mismo ocurre en La casa de papel, cuya trama hacer ver cuán popular es la figura del antihéroe hasta el punto de captar a sus perseguidores para su causa y hacerlos engrosar sus filas. No se trata ni mucho menos de un fenómeno nuevo. Ahí está Robin Hood, robando al rico para repartir el botín entre los pobres. El mito puebla nuestro imaginario colectivo desde siempre y va cambiando su rostro.
«Tenemos que acostumbrarnos a convivir con la incertidumbre, dejándonos acicatear por el miedo sin ser presa del pánico»
En la era del clickbait, ¿cómo nos afectan los ritmos acelerados que parecen imponer las dinámicas de los medios de comunicación digitales? ¿Es la reflexión esencial para la convivencia democrática?
Sin un debate sereno y respetuoso respecto a la opinión de aquel que piense diferente no resulta viable una democracia deliberativa. El noble arte de la política se ve sustituido por una campaña electoral permanente donde las descalificaciones ocupan el sitio de los argumentos. La propaganda nos bombardea cansina e infatigablemente con eslóganes hueros, y a veces incluso contradictorios consigo mismos. Pero tan solo cuenta que cale la eficacia emocional del mensaje, pese a que se trate de burdas ocurrencias pueriles. En lugar de resolver los problemas, algunos políticos entienden que deben ser los protagonistas, anteponiendo de este modo sus intereses partidistas a toda costa. Consultar las cosas en Google y comunicarnos por WhatsApp y Twitter fomenta un vertiginoso ritmo frenético poco dado a la más mínima reflexión. Las aplicaciones van colonizando todas nuestras esferas de acción y se difuminan las relaciones interpersonales; además de segregar a los más ancianos del mundo digital, la juventud padece una insoportable precariedad laboral. Triunfa un conformismo que impide conjugar un imprescindible cuestionamiento de algunos aspectos manifiestamente mejorables. Canjeamos amistades por likes y tendemos a creer que podemos conseguirlo todo en un instante. Los planes a largo plazo pierden interés y ni siquiera se plantean. Los nuevos medios tecnológicos nos hacen rendir culto a lo instantáneo y a no apreciar la credibilidad. De igual modo, nos hacen acariciar una prepotencia que nos hace despreciar esa incertidumbre que resulta consustancial a la naturaleza humana, sin dejarnos apreciar que nuestros mejores logros en cualquier ámbito se deben a nuestra fragilidad e interdependencia. Incluso las certezas científicas deben ser siempre provisionales y revisables, a la espera de que puedan surgir confirmaciones o desmentidos ulteriores. Tenemos que acostumbrarnos a convivir con la incertidumbre, dejándonos acicatear por el miedo sin ser presa del pánico.
¿A qué responde la erosión y la amenaza de las democracias?
Basta recordar el trágico asalto al Capitolio de hace un año para ver que la democracia está seriamente amenazada. El trumpismo ha demostrado lo que se puede hacer sin escrúpulos, reprochando al adversario político sus propios tejemanejes. ¿Cómo se le puede ocurrir a un presidente que alguien pueda robar unas elecciones? Quizás creyendo que son de su propia condición, al haber protagonizado ese robo en primera persona ganándolas con todo tipo de artimañas propagandísticas cibernéticas. En realidad, la pandemia sanitaria ha puesto de relieve otras crisis que abonan el terreno a liderazgos indeseables, dispuestos a ejercer un paternalismo despótico absolutamente contrario al espíritu de las reglas del juego democrático.
El acto de creer ha servido históricamente para impulsar la filosofía y la ciencia, si bien también ha servido para presentar la propia creencia como su adversaria. ¿Es la credulidad una necesidad humana? ¿Necesitamos creer como compensación al peso de la razón o se trata de un fenómeno transitorio?
Antonio Machado hace decir a su Juan de Mairena que «si alguien intentase algún día, para continuar consecuentemente a Kant, una cuarta Crítica, que sería la de la Pura creencia, llegaría en su Dialéctica transcendental a descubrirnos acaso el carácter antinómico no ya de la razón, sino de la fe; a revelarnos el gran problema del sí y el no como objetos no de conocimiento, sino de creencia». En su primera Crítica, Kant dijo que debió suprimir el saber para hacer sitio al creer. Esto significa que hay cosas más allá de nuestro conocimiento. Creer en una u otra divinidad es una opción personal íntima, pero es muy bueno que no podamos conocer la existencia de un creador omnipotente y omnisciente, porque tal circunstancia nos haría obrar por premios o castigos. El héroe moral kantiano es el ateo Spinoza, que decide obrar moralmente pese a no sentirse respaldado por un ser divino, únicamente por tener consideración hacia los demás y al margen de lo que pueda deparar una fortuna totalmente adversa. Diderot comparte sin duda este parecer, afirmando que la posteridad era su «otro mundo» del hombre religioso. Kant entiende que debemos creernos libres y pensar que nuestras intenciones pueden modificar la cadena de causas eficientes introduciendo nuevos eslabones. El auténtico credo kantiano es confiar en que nuestras intenciones morales puedan prosperar gracias al concurso de todos.
Usted ha llegado a afirmar que la demagogia vertebra toda supremacía. Aristóteles, en su Política, nos recuerda que incluso la mejor de las democracias corre el riesgo de convertirse en un sistema político diferente: la demagogia, degeneración que comparte con Platón. ¿Puede la expansión de la hipocresía social ser el caldo de cultivo para la demagogia?
Para inmunizar a la población contra las patrañas tóxicas que inoculan los demagogos de turno contamos con antídotos contrastados a lo largo del devenir histórico durante siglos, como son la reflexión ética y el espíritu crítico propio de la filosofía. Necesitamos dispensar grandes dosis de pedagogía social, deontología profesional y ejemplaridad institucional, para inspirar la confianza que genere responsabilidad colectiva e individual.
«El auténtico credo kantiano es confiar en que nuestras intenciones morales puedan prosperar gracias al concurso de todos»
Somos hoy especialmente sensibles al efecto de la demagogia y el populismo? ¿Qué le preocupa especialmente de la política en España?
Nuestro escenario político no es una excepción dentro del panorama internacional, aunque tal cosa no suponga consuelo alguno. La polarización y el maniqueísmo, la consideración del adversario como enemigo a batir en lugar de alguien a quien convencer tras escucharlo atentamente, desvirtúa una de las actividades más nobles que nadie pueda ejercer: la política, la dedicación –no vitalicia– a lo público. Kant distinguía entre los políticos morales y los moralistas políticos. Estos últimos utilizan la ética como barniz de sus tropelías, mientras los primeros intentan conjugar convicciones y responsabilidades.
La educación es otro de los aspectos que más preocupaba a los filósofos ilustrados. ¿Considera que los planes y reformas educativas que se están emprendiendo en España y en Europa van por el buen camino? ¿Qué significa educar para usted?
Rousseau escribe un tratado de pedagogía –Emilio o de la educación– cuya lectura convierte a Kant en paladín de los derechos humanos. La educación es fundamental para hacer aflorar nuestras mejores disposiciones y alentar un progreso moral que no siempre va en paralelo a los avances tecnológicos. Es uno de nuestros mayores desafíos, así como el umbral de una sociedad más igualitaria. La mayoría de los ciudadanos tienen vedado el acceso a los bienes materiales más primarios, pero también a los culturales, lo que les predispone a verse manipulados con mayor facilidad. En definitiva, sin oportunidades igualitarias no cabe una libertad que sea digna de llamarse así. Hay que reivindicar la esfera pública en lugar de privatizarla abiertamente y hay que tener muy claro que el Estado del bienestar apuntala el Estado de derecho: sin un sistema sanitario, educativo y asistencial las democracias liberales no pueden sobrevivir. Nuestra naturaleza simbólica, por decirlo con Cassirer, nos hace indisociables de nuestros logros culturales. Relegar la cultura no sólo es un pésimo negocio a largo plazo; es como abjurar de nuestra humanidad.
Cree que el imparable auge de las nuevas tecnologías y sus realidades artificiales nos ofrecerán nuevas posibilidades para el conocimiento o todo lo contrario?
No me tengo por un tecnófobo, pero creo conveniente atemperar las expectativas puestas en cosas tales como la inteligencia artificial. Parece que sería poco menos que nuestra panacea, pues su arte combinatoria sabría resolver todos nuestros problemas, incluidos los dilemas morales, que serían cribados por un cedazo presuntamente objetivo. Estos ingenios humanoides podrán aprender a engrosar sus conocimientos, pero nunca podrán tener lo que nos hace realmente humanos: emociones como el miedo y la empatía. Es imposible que sepan plantearse una reflexión ética. Su presunta infalibilidad es una invitación a la desconfianza. Nuestro destino es intersubjetivizar las verdades que compartimos. Unas verdades que debemos revisar constantemente, sin pretender imponer a los demás nuestros puntos de vista. Hay que saber escuchar para dialogar aprendiendo.
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