Siglo XXI
¿El fin de la abundancia?
Aquella frase lanzada por Macron hace unos meses alimentó el miedo de los ciudadanos a un invierno encrudecido por la crisis energética, la guerra en Ucrania y el aumento del coste de vida. La gran cuestión es si el presidente francés estaba haciendo un certero pronóstico o tan solo se trataba de un titular efectista.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2022
Artículo
Thorstein Bunde Veblen no fue un economista muy apreciado por sus coetáneos, al menos por una parte. En un momento en el que la economía se inflaba a pasos agigantados durante lo que podría definirse como la Gran Euforia –ese periodo de entreguerras a inicios del siglo XX que alimentó el American way of life, pronto adoptado en Europa como modelo de vida cimentado en el consumo individual de bienes–, las ideas de este padre de la corriente institucionalista no corrían en paralelo al crecimiento económico: el profesor, hosco, desdeñó las teorías de Adam Smith para insistir en que la pulsión económica de las sociedades solo buscaba la acumulación de riqueza y el derroche.
La caricatura de la sociedad norteamericana –y la del resto de países de Occidente– en su Teoría de la clase ociosa fue la razón de parte de esa mala reputación. En este texto, Veblen afirmaba que el ser humano seguía siendo un animal guiado por instintos, ahora enfocados hacia el consumo sin límites y la abundancia exacerbada, una meta que inevitablemente acabaría llevando a perderlo todo. Así ocurrió: en 1929 –el mismo año en el que moría el propio Veblen– llegaría esa Gran Depresión que pulverizaría la bolsa estadounidense y generaría una ola expansiva en el resto del globo.
Casi un siglo después, el pasado 24 de agosto de 2022, un sobrio Emmanuel Macron aprovechó el primer Consejo de Ministros francés tras las vacaciones estivales para hacer una declaración que haría explotar de nuevo el debate entre la salud de la economía y el consumo desmesurado: «Asistimos a una gran convulsión, un cambio radical. En el fondo, lo que estamos viviendo es el fin de la abundancia, de la liquidez sin coste». La ausencia del característico optimismo del presidente francés llamó la atención de la política internacional. Era el fin de la abundancia, pero también el «fin de la despreocupación». «Si alguien pensaba que era el destino del orden internacional, los últimos años han hecho saltar por los aires algunas pruebas», añadía.
Veblen afirmaba que el ser humano seguía siendo un animal guiado por instintos, ahora enfocados hacia el consumo sin límites
Sus declaraciones alimentaron el miedo al invierno de los ciudadanos. Para algunos politólogos, el discurso de Macron es un lenguaje político maquillado de derrotismo. Para otros, una antesala al colapso –medioambiental, económico y social– donde la guerra en Ucrania, la resaca de la pandemia, un posible ataque nuclear, la crisis climática, la subida de precios de la energía y la inflación amenazan con poner patas arriba el mundo tal y como lo conocemos. «Hablar del fin de la abundancia es una apuesta algo contraproducente, porque la escasez saca lo peor que llevamos dentro: la lucha por la supervivencia», puntualiza Emilio Santiago, antropólogo climático del Centro de Investigaciones Sociológicas del CSIC. «Las palabras de Macron en realidad son una advertencia de coyuntura ante la crisis energética y económica que comparte toda Europa, y lo que intenta es que la población asuma que vienen tiempos difíciles, especialmente para los propios franceses», apunta.
El invierno duro en Francia, explica el experto, se debe en gran parte a «su fracaso histórico en la apuesta por ser un Estado nuclear» –el 70% de la energía proviene de esta fuente pero, en septiembre de este año, más de la mitad de sus reactores estaban parados, lo que llevó al país a importar energía justo en uno de los peores momentos del sector europeo–, aunque también hay que sumar a la lista las constantes divisiones para impulsar el green deal (incluyendo los conflictos con el MidCat), la reciente huelga de los trabajadores de refinerías que ha puesto a las gasolineras en serio riesgo de desabastecimiento y los desorbitados precios de la energía. Según Eurostat, a fecha de 30 de septiembre, la luz francesa costaba en el mercado mayorista 345,97 €/MWh frente a los 118,39 €/MWh españoles. «Lo que presenciamos es el fin de una época de energía barata», puntualiza Santiago. «El fin de la comodidad para algunas cosas, sí, pero hay otras formas de hacerlo. Estamos en un cambio de época y este verano ha sido la frontera simbólica: necesitamos transformar nuestros hábitos», añade.
Para algunos politólogos, el discurso de Macron es un lenguaje político maquillado de derrotismo
Precisamente, este año arrancó con la noticia de que la humanidad ya había sobrepasado otro de los límites planetarios, el de la cantidad de plásticos y otros contaminantes presentes en el medio ambiente, lo que se sumó al cambio climático, los contaminantes químicos, la alteración de los ciclos de fósforo y nitrógeno, el uso de la tierra, el agua y la destrucción de la biosfera. Es el resultado de un uso indiscriminado de recursos en pos de la prosperidad económica, lo que ha reducido cada vez más el tiempo en que el planeta es capaz de regenerar lo que la humanidad ha consumido. «Si traspasamos estas fronteras estamos poniendo en riesgo la capacidad de resiliencia del globo y ya hemos visto algunas de las consecuencias: la megasequía de Estados Unidos, las inundaciones en Pakistán o las temperaturas de más de 50ºC en India», analiza David Collste, investigador del Centro de Resiliencia de Estocolmo, institución que definió en 2009 estas fronteras límite para generar conciencia sobre hasta dónde puede llegar el planeta.
El científico opina que en el mensaje de Macron subyace esa necesidad de poner fin a la abundancia en un sentido de crecimiento estrictamente lineal: «La ciencia ya ha advertido de las consecuencias de la abundancia. Lo contrario a ella es la redundancia, es decir, constatar nuestra dependencia del mundo vivo y cuidar de la salud de los sistemas ecológicos. Yo modificaría la afirmación de Macron añadiendo que esta redundancia tiene que llegar limitando la abundancia». En otras palabras: el cambio de paradigma pasa por realizar cinco giros clave hacia un sistema más sostenible desde la electrificación masiva, la agricultura regenerativa, la igualdad de género, la reducción de la pobreza en el sur global y la lucha contra la desigualdad mediante una fiscalidad más progresiva.
Intentando entender el progreso
Del discurso de Macron hay tantas interpretaciones como oyentes. Sin embargo, la discusión sobre lo que es –o no es– la abundancia recala en un único punto: lo que la humanidad ha entendido como progreso. Si se concibe desde un punto de vista puramente numérico, lo cierto es que el ser humano está viviendo la mejor de sus épocas: según el economista Johan Norberg –que estudió datos sociales y económicos en su libro Progreso para demostrar que, pese a la ansiedad generalizada, realmente vivimos mejor que nunca–, estamos disfrutando del periodo con mayor esperanza de vida, riqueza, educación y oportunidades de la historia. Sin embargo, el análisis entre líneas evidencia que, si bien vivimos mejor que hace dos siglos, también lo hemos logrado generando importantes brechas, precisamente porque la idea del progreso no ha dejado de transformarse.
Sánchez: «Hace más de 20 años ya se señaló que no se debería apostar por un mercado impulsado por el beneficio a corto plazo, sino por uno con rostro humano»
Así lo explicó el sociólogo Robert Nisbet en 1986, tal y como recoge el Instituto Universitario ESEADE: «Se cree que la idea del progreso es absolutamente moderna, que fue ignorada por civilizaciones tan antiguas como la griega y la romana, cuando fueron estas las que interpretaron el avance desde los ideales de perfeccionamiento moral y virtud; solo en la civilización occidental existe la idea de que el avance de la humanidad es su lucha por perfeccionarse, paso a paso, a través de fuerzas inmanentes». En este sentido, fue en la Ilustración cuando se entendió el progreso como una ley necesaria que conducía a la historia humana a la felicidad eterna. Y algo más tarde, durante la Revolución Industrial, la invención de nuevas máquinas que permitieron optimizar la producción con menos mano de obra humana reorganizó el trabajo y, en líneas generales, disparó el desarrollo de las sociedades hasta convertirse en las actuales.
«Hace escasos dos siglos, el progreso tenía un componente de compromiso científico, una promesa de mayor bienestar –más derechos humanos, más democracia–. Sin embargo, esto coincidió con el ascenso de la sociedad capitalista y entró en crisis cuando llegaron las guerras mundiales», explica Santiago. En ese momento, se reinterpretó el progreso «de forma muy problemática»: «Pasa a medirse con el PIB, que tiene en cuenta, por ejemplo, la producción de armas, pero no el bienestar social; por tanto, progresar queda reducido a un término puramente monetario». Algo similar sostiene Cristina Sánchez, directora del Pacto Mundial de las Naciones Unidas: «No se ha gestionado bien la abundancia. Hace más de 20 años ya se señaló que no se debería apostar por un mercado mundial impulsado por el cálculo y el beneficio a corto plazo, sino por uno que tenga un rostro humano. Está claro que hemos despilfarrado recursos naturales y el progreso, como lo hemos querido entender, ha marginado a millones de personas. Pero estamos a tiempo de hacer otro tipo de liderazgo en los mimbres de la Agenda 2030».
Entonces, ¿a qué se refiere realmente ese temido fin de la abundancia? «Una nueva era en la que el consumo desmesurado pase a un consumo limitado, con una mayor conciencia sostenible y un incremento de precios que nos obligue a enfocarnos de una manera diferente», explica Sánchez. Un simulacro de cómo debemos actuar para evitar la escasez de ciertas materias primas o de recursos tan fundamentales como, por ejemplo, el agua. «Siempre hablamos de la transformación del sistema económico porque es el que tiene mayor impacto, pero el cambio ha de darse en todas las esferas: necesitamos que el desarrollo sostenible sea conciencia universal».
Ferràs: «El progreso ha llegado a un punto que nos permitiría vivir a todos bien. Tenemos por primera vez los medios para que todo el mundo tenga de todo»
Esto implica también reorganizar las prioridades. Para Xavier Ferràs, profesor y director de Dirección de Empresas e Inteligencia Artificial de Esade, a nivel económico, geopolítico y social, la humanidad va a ser testigo de un punto de inflexión, pero desde un escenario en el que la tecnología genere una nueva forma de abundancia. «El progreso ha llegado a un punto que nos permitiría vivir a todos bien. Tenemos por primera vez los medios para que todo el mundo tenga de todo, para redistribuir la riqueza adecuadamente», afirma. Durante la conversación, Ferràs insiste en que existe una solución tecnológica para cada problema: frente a la inseguridad alimentaria, «técnicas para generar alimentos de forma artificial»; frente a los mares llenos de plásticos, «se están desarrollando microorganismos para digerirlos». Y, también, aunque no lo parezca, vivimos en la era de la abundancia energética: «Las células solares están llegando a niveles de eficiencia considerados imposibles hasta hace poco; además de la energía nuclear, que puede ser infinita».
«La abundancia del conocimiento ahora mismo es enorme, de ahí encontraremos solución a todo lo demás», añade. El problema
es puramente organizativo: «No podemos ponernos de acuerdo porque el gran reto está en establecer un nuevo pacto social que parta de que podríamos tener de todo para todos». Algo en lo que concuerda Collste, del Centro de Resiliencia de Estocolmo, aunque él propone «reinterpretar el progreso desde el énfasis en el bienestar social, alejándonos de los procesos de producción instantáneos».
No obstante, la transformación del modelo de consumo debe venir acompañada de un cambio de mentalidad que deje de perpetuar la interpretación del progreso como sinónimo de abundancia descontrolada. En palabras de Sánchez, la transición hacia modelos más responsables solo será posible así. «Una sociedad que hace un uso razonable de los recursos demuestra más progreso que una que los despilfarra», explica. «Es el momento de desacoplar conceptos que dábamos por sentados: por ejemplo, el progreso no tiene que ver con el derroche ni la abundancia con el despilfarro. Se garantiza únicamente mirando a largo plazo», añade.
Gestionar la abundancia de recursos de una forma más justa es garantizar también el bienestar económico y evitar –o, al menos, minimizar– futuras crisis, puesto que actualmente el mundo funciona basado en el gradiente de valor según la escasez, lo que implica que, si hay menos oferta de algo, su precio subirá de forma casi automática. Desconectar el concepto de abundancia del despilfarro es un movimiento clave para evitar convertir los recursos naturales –el agua, el aire, los espacios verdes– en auténticos diamantes: tan improbables de encontrar que muy pocos podrán permitírselos.
COMENTARIOS