Economía

Pase, vea, mire y toque (pero no compre)

La llegada del ‘black friday’ coincide con el empuje cada vez mayor de la economía colaborativa. Movilidad compartida, ropa de segunda mano, prendas de alquiler… ¿Qué nos depara el futuro del consumo?

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24
noviembre
2022

La propiedad privada ya no es lo que era. Y no porque el cuestionado capitalismo de los excesos y las burbujas se haya cansado de reivindicarla como derecho inalienable del ser humano, ni porque al trasnochado comunismo le haya dado ahora por mirarla con mayor indulgencia; esa trifulca, en realidad, sigue librándose en distintos escenarios como el eco del gran duelo de modelos antagónicos que un día fue. No, la propiedad privada (y en cierto modo el consumo) se encuentra en periodo de reformulación por una razón: las mismas sociedades occidentales en las que esta tradicionalmente había prosperado a sus anchas han decidido cerrar sus puertas; al menos, en parte.

Así, y desde hace unos años, la presencia de unos inusuales adjetivos junto a la palabra «economía» están definiendo un nuevo tipo de relación entre los consumidores y los bienes de consumo. Son términos como «colaborativo», «compartido» o «circular», extraños apellidos que están vaciando de significado el concepto de «posesión» y poniendo el acento en el de «uso» o «disfrute». Un matiz que es clave para el éxito del cambio de modelo, ya que una cosa es la privación por razones ideológicas y otra la privación mediante el convencimiento de que hacerlo no solo es un absurdo derroche de dinero, tiempo y recursos, sino que, encima, no es nada cool. 

Las crisis, la inflación, el desempleo, la precariedad laboral, la subida de tipos o los disparatados precios de la vivienda contribuyen silenciosamente al éxito de esta tendencia, especialmente entre los jóvenes. Si hace tan solo unos años la adquisición de un primer coche en propiedad era un objetivo casi irrenunciable no bien se empezaba a trabajar y se ingresaba la primera nómina en el banco –quizás más por una mera cuestión de estatus que de verdadera necesidad–, hoy estar socialmente a la última –compartiendo piso, coche o incluso ropa– sale mucho más barato.

Las crisis, el desempleo, la precariedad laboral o los disparatados precios de la vivienda contribuyen al éxito de esta tendencia

La tecnología –en forma de todo tipo de apps– y el marketing han obrado el milagro de hacer que reflexiones como «para qué quieres tener un coche que apenas usas acumulando polvo y gastos en el garaje cuando puedes recurrir a uno compartido solo cuando lo necesites» hayan dejado de sonar como un soporífero sermón para lucir como un rompedor y atractivo eslogan de la nueva economía.

La movilidad compartida, ya sea en forma de micromovilidad, de carsharing, de carpooling o de cualquier otra de las muchas modalidades surgidas en estos años, es uno de los sectores que con mayor fuerza ha irrumpido en ese universo cuyo lema –no oficial– es «compartir es vivir». Y esta no es una industria pequeña: según un estudio de la Universidad de Berkeley, en California, los servicios de movilidad compartida generarán aproximadamente 660.000 millones de dólares en 2030.

Pero los coches ya no son el único bien que se niega a tener un solo dueño: alojamientos vacacionales, suscripciones, conocimientos, experiencias, habilidades o servicios profesionales son, entre otros muchos, campos en los que el intercambio triunfa en cuanto moneda. 

Entre las ventajas del sistema, las propias de las economías de escala, además del aprovechamiento de sinergias, el menor consumo de recursos naturales y el factor sostenibilidad. ¿Inconvenientes? Sobre el papel, no demasiados, salvo quizás un tráfico más caótico e imprevisible por efecto de la miríada de patinetes, bicicletas y motos eléctricas saliendo de la nada en los recovecos del asfalto de las grandes ciudades (y, por tanto, el requerimiento de una mayor atención por parte de conductores y peatones). Eso y, por supuesto, la creación de una nueva especie de trabajadores vinculados a la economía colaborativa, los cuales son empleados habitualmente en condiciones de semiprecariedad –o, al menos, de «indefinición legal»– como resultado de la uberización de la economía, la aportación del neoliberalismo más tech a esa costumbre hippie de compartirlo todo.

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