Siglo XXI

¿Se puede medir con datos la felicidad?

El producto interior bruto (PIB) se ha convertido en un parámetro insuficiente para medir el bienestar social de la población, motivo por el cual han surgido nuevos indicadores que valoran aspectos distintos: la salud mental, la pobreza, el apoyo social o el grado de libertad de los Estados.

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27
noviembre
2022

Decía Aristóteles que la felicidad (traducción del término griego eudaimonía) es un fin que buscan todas las personas en su vida, aunque sea difícil ponerse de acuerdo sobre su definición. La filósofa Simone de Beauvoir llegó a afirmar al respecto que «las personas felices no tienen historia», dando a entender que los problemas y dificultades son inherentes a la existencia y le dan consistencia a lo que somos. Hannah Arendt, por su parte, consideraba que no se podía separar el bienestar de la participación social: «Nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública, nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública y, finalmente, nadie puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político». Sea como sea, y entendiendo que las visiones son heterogéneas, parece que existe un amplio consenso: para la mayoría de las personas, la felicidad se alza como un objetivo deseable.

Teniendo en cuenta la trascendencia de este sentimiento de plenitud, los organismos, gobiernos y entidades mundiales vienen trabajando desde hace tiempo para cuantificar este parámetro y mejorar sus niveles. Este 2022, de hecho, se cumple el décimo aniversario del Informe Mundial de la Felicidad (WHR, en sus siglas en inglés), creado por Naciones Unidas. En este documento, donde se elabora un clasificación de 150 países, se mide la felicidad utilizando seis variables: esperanza de vida saludable, ingresos, libertad, confianza en el gobierno, apoyo social y generosidad. Finlandia, Dinamarca, Islandia, Suiza y Países Bajos están en los primeros puestos, mientras que Afganistán, Líbano, Zimbabue, Ruanda y Botsuana se encuentran en los últimos. España, por otro lado, se sitúa en el puesto número 29.

Hace años desde que empezó a cuestionarse la validez del producto interior bruto (PIB) para medir el progreso de las naciones y el bienestar social. Al fin y al cabo, ¿quién decide que estos son los indicadores –parámetros que responden a un cúmulo de intereses económicos– que revelan un mayor grado de satisfacción con la propia vida? En cualquier caso, hay muchos países que de un tiempo a esta parte han comenzado a centrar sus políticas en el bienestar. El más conocido es Bután, que cuenta con una escala de Felicidad Interior Bruta como medida de progreso. Su gobierno, en el que existe un Ministerio de la Felicidad, pregunta a la población cómo se siente y qué cosas hacen que merezca la pena su vida.  En Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern presentó en 2019 unos presupuestos basados en el bienestar y la felicidad, con objetivos como una reducción de la pobreza infantil, una mejora en la salud mental, una defensa de los derechos de los pueblos indígenas, una búsqueda de una economía libre de combustibles fósiles y un logro de medidas de higiene tecnológica. No parece que les haya ido mal: este país ocupa el décimo puesto del WHR.

El WHR mide la felicidad a través de factores como la esperanza de vida, ingresos, libertad, confianza en el gobierno, apoyo social y generosidad

En su libro En defensa de la infelicidad (Destino), Alejandro Cencerrado, físico y analista del Instituto de la Felicidad de Copenhague, hace un recorrido diario de su felicidad durante los últimos 16 años, estableciendo una nota de cero a diez dependiendo de los acontecimientos ocurridos y sus sentimientos al respecto. La clave es sencilla: pasa por preguntarse al final de la jornada si nos gustaría que el día de hoy se repitiera mañana. Si la respuesta es afirmativa, el físico estimaría una puntuación mayor de cinco; si es negativa, menor. La lectura esconde una conclusión clara: ser infeliz es inevitable y necesario, y no debemos intentar «estar bien» todo el tiempo. Las emociones negativas también son importantes, ya que nos hacen evolucionar a otros estados.

Cencerrado también considera que el progreso no se puede medir teniendo en cuenta tan solo parámetros como el PIB, la productividad o el desempleo, ya que se trata de factores con los que no se puede saber qué afecta al bienestar de la gente. La soledad se situaría, a su juicio, en el factor más influyente en la felicidad de las personas y de la sociedad en su conjunto. Precisamente, una de las medidas para conocer el grado de soledad de alguien es bastante sencilla. Consistiría en hacerle una pregunta: en una situación problemática, ¿tendría esa persona a alguien que pueda ayudarle? Para reducir los niveles de soledad ya existen iniciativas. Es el caso de Dinamarca, donde se construyen cada vez más edificios con grandes zonas comunes donde poder interactuar.

En cualquier caso, tampoco conviene olvidar que en la sociedad actual la industria de la felicidad obtiene millones de euros cada año: la psicología positiva, enfocada en que todo lo que pensamos y sentimos podemos moldearlo a nuestro interés, y con la insistencia de erradicar los sentimientos negativos de nuestras vidas, genera ganancias a un pequeño sector, pero frustración, impotencia y desasosiego a otro. El individualismo exacerbado, así, se convierte en el principal vencedor de unas teorías reduccionistas que no tienen en cuenta la relevancia de las condiciones sociales en la construcción del bienestar.

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