Sociedad

La historia comienza aquí

Los deseos impulsan la acción, pero la satisfacción de los mismos no agota nuestra capacidad para anhelar. En ‘El deseo interminable’ (Ariel), José Antonio Marina intenta comprender la historia humana a partir de las esperanzas y los miedos que la impulsaron.

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24
noviembre
2022

Diez mil años antes de nuestra era, tres modos de vida distintos emergieron del modo de vivir cazador-recolector. En primer lugar, apareció la agricultura y, con ella, la vida campesina. Otros grupos, sobre todo de pastores, prefirieron la vida nómada. El tercer modo de vida fue la ciudadana. La vida de los humanos cambió. Aunque, sin duda, fue la agricultura, al proporcionar la intendencia básica, la que hizo posible el nacimiento de la ciudad, fue la ciudad la que determinó más profundamente la evolución de las culturas por su capacidad de producir novedades. La causa principal de esta creatividad fue la densidad de población y, por lo tanto, de las interacciones. Cuando los investigadores intentan explicar por qué algunos grupos humanos han permanecido viviendo en la Edad de Piedra hasta tiempos muy recientes, la respuesta es unánime: no habían rebasado el nivel de densidad que posibilita las innovaciones. El hecho es que, desde hace diez mil años, la ciudad ha dependido de la agricultura, al mismo tiempo que, de alguna manera, se olvidaba de esa dependencia, obnubilada por las posibilidades que ella misma creaba.

No todas las tribus se dedicaron a la agricultura. Algunas eligieron la vida nómada, el pastoreo. Se distinguían de los antiguos cazadores-recolectores, también nómadas, porque la domesticación de los animales había cambiado los hábitos al introducir la propiedad. El modo de vida nómada supuso un peligro permanente. Su felicidad estaba puesta en una vida más libre, combativa, salvaje a los ojos de los agricultores. Es posible que el relato bíblico en que Caín, agricultor, mata a Abel, pastor, sea un relato escrito por un pueblo nómada como el israelita. Yahvé no es un dios de agricultores; es un dios nómada, que acompaña a su pueblo por el desierto. Hasta que Salomón le construye un templo, viaja en un arca portátil.

Los pueblos nómadas de Eurasia se regían por una indulgencia moral que aprobaba los saqueos y la guerra

En tiempos del rey Jehú apareció una secta nómada, llamada «de los recabitas» y opuesta a la agricultura, como cuenta el profeta Jeremías: «No bebemos vino, porque nuestro padre Jonadab, hijo de Recab, nos dio este mandato: «No beberéis vino ni vosotros ni vuestros hijos nunca jamás, ni edificaréis casa, ni sembraréis semilla, ni plantaréis viñedo, ni poseeréis nada, sino que en tiendas pasaréis toda vuestra existencia, para que viváis muchos días sobre la faz del suelo, donde sois forasteros» (Jeremías 35, 6-9).

Los antiguos poetas irlandeses contaban gestas de ladrones de ganado. Los pueblos nómadas de Eurasia se regían por una indulgencia moral que aprobaba los saqueos y la guerra, y en su visión del mundo no cabían ni la paz ni la no violencia: «Si naces en una tienda, mueres en combate», decía una máxima de los nómadas kashgai. Y los beduinos del desierto de Arabia, otro pueblo que vivía sin murallas y que obligaba a sus vecinos a construirlas, se expresaban con el mismo descaro: «Los saqueos son nuestra agricultura». «Nos abalanzamos sobre todos ellos con el blanco acero afilado. Los cortamos en trocitos hasta destruirlos por completo y nos llevamos a sus mujeres sentadas a la grupa, con las mejillas sangrando, desgarradas por sus propias uñas a causa del espanto».

A finales del siglo iv, el historiador romano Amiano Marcelino (330-397) describió del siguiente modo al pueblo de los hunos, a los que calificaba de «bestias de dos pies» con rasgos «deformes», terribles guerreros que vivían «al otro lado de la pantanosa Meotis, junto a un helado océano», «sobrepasando todos los límites de la crueldad»: «Semejantes a animales irracionales, no distinguen en absoluto entre lo honesto y lo deshonesto. Sus palabras son ambiguas y enrevesadas, y jamás han respetado una creencia o religión». No obstante, «arden en deseos de conseguir oro».

Un ejemplo de expansión en la historia: el deseo de poseer

Jared Diamond, hablando del origen de la agricultura, hace una interesante observación: «Lo que en realidad sucedió no fue un descubrimiento ni una invención, como podríamos suponer en un principio. Con frecuencia no se trató ni siquiera de una elección consciente […] En realidad, en toda región del mundo, los primeros pueblos que adoptaron la producción alimentaria es evidente que no podían estar haciendo una elección consciente, estar esforzándose a propósito para alcanzar la agricultura como objetivo, dado que jamás habían conocido tal actividad y no tenían medio de saber a qué se parecía. La producción alimentaria evolucionó como deriva de decisiones tomadas sin tener conciencia de sus consecuencias». Algunos pueblos lo resolvieron con otras fuentes de aprovisionamiento. Entre el 7000 y el 5000 a. C., aparecen en Chile los asentamientos chinchorros, en Norte Chico, que no viven de la agricultura, sino de la pesca, una fuente inagotable que no los obliga a viajar. Lo mismo que sucedió con la agricultura debió de ocurrir en todos los terrenos: comieron algo nuevo, no les disgustó el sabor, no les produjo molestias, y quedó incluido en la dieta.

El estilo de vida de los cazadores recolectores no permitía guardar nada: vivían al día, moviéndose de un lado al otro

Una vez tomada la decisión de asentarse y cultivar la tierra, se desencadenaron una serie de cambios en el mundo emocional de nuestros antepasados. Al aparecer nuevos incentivos, aparecieron también nuevos deseos que pueden explicarse como modificaciones de los básicos. El estilo de vida de los cazadores recolectores no permitía guardar nada. Vivían al día, moviéndose de un lado al otro, vivaqueando. Con la domesticación de los animales o de las plantas aparece la posibilidad de acumular bienes. Comienza aquí una de las grandes motivaciones que van a impulsar la historia, pero que no es nada fácil de explicar. La historia de la propiedad va a permitirnos una vez más detallar nuestro proyecto. Hay una historia objetiva que muestra cómo se ha ido desarrollando la propiedad como institución, sus límites, los modos de adquisición, su legitimación. Pero, desde el punto de vista gamma, nos interesa el aspecto pasional, el desarrollo del deseo de poseer cosas.

Es comprensible el deseo de disponer de bienes que produzcan satisfacción o seguridad. Eso lo sienten también los animales cuando marcan su territorio o luchan por tener un harén mayor. Es comprensible asimismo la pulsión a guardar para el futuro. Las ardillas guardan sus nueces, y el humano moderno contrata fondos de pensiones. Pero el sapiens parece disfrutar del simple deseo de poseer. El avariento típico no gasta. Ahorra solo para tener más, no para hacer más. Laura Betzig, de la Universidad de Michigan, que ha estudiado la sexualidad a través de la historia, sostiene que, dondequiera que ha habido recursos que acumular y tierra que dominar, el varón ha luchado encarnizadamente por la supremacía y, a continuación, ha dedicado sus esfuerzos a acaparar el máximo número de mujeres. El rey Hammurabi tenía varios centenares de esposas esclavas; los reyes aztecas e incas más de cuatro mil; el emperador de China Fei-Ti llegó a tener diez mil, y el emperador Uduyama de la India tuvo más de dieciséis mil mujeres que vivían en edificaciones protegidas por eunucos. Es evidente que esos harenes no satisfacen el deseo sexual, sino el afán de poseer y la pasión del poder.

El afán de poseer es un buen ejemplo del carácter expansivo de las motivaciones del sapiens. Está relacionado con la seguridad, con el prestigio, con el deseo de dominar. Ha impulsado la invención del dinero, de la economía productiva y del comercio. En todas las culturas se ha experimentado la avaricia, que en el imaginario occidental es una falta moral con numerosa progenie. Tomás de Aquino la define como «inmoderado amor de riquezas» y a continuación enumera a sus hijos: la traición, el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza de corazón. Es una de las manifestaciones del «deseo interminable», porque, como escribió san Ambrosio, «no se calma con el beneficio, sino que se impacienta por tener más». «Lo mismo que el mar no se llena nunca por mucho que llueva –remacha Evagrio–, tampoco la avaricia se siente satisfecha nunca». Tucídides la relaciona con el poder: «En el origen de todos los males está el deseo de poder que inspira la codicia y la ambición personal».

Las ardillas guardan sus nueces y el humano contrata fondos de pensiones, pero el ‘sapiens’ parece disfrutar del simple deseo de poseer

Al estudiar la evolución del deseo de poseer, descubrimos un esquema que se repite en muchas otras torrenteras pulsionales. Un deseo intenta legitimarse socialmente y reclama ser protegido por un derecho. En el siglo XVIII, Jacobi se encrespaba contra la idea de que los deseos pudieran fundamentar derechos, porque desconfiaba profundamente del ser humano y sus pasiones. Este marco general, incluidas sus oposiciones, es el tema de este libro. El esquema se repite una y otra vez. Los seres humanos buscan la felicidad, quieren legitimar socialmente esa búsqueda y acaban reconociendo un derecho a la búsqueda de la felicidad. El deseo de acumular reproduce ese esquema. La pulsión de poseer evoluciona hasta convertirse en derecho de propiedad.

En el origen de la propiedad estaba la posesión, la capacidad de adueñarse de algo y mantenerlo. El símbolo de la propiedad —recuerda Ihering en El espíritu del derecho romano— era la lanza (hasta en latín). Todos los actos jurídicos que tenían que ver con la propiedad se celebraban después de haber clavado una lanza. La palabra subasta (sub hasta) procede de ahí. «Un guerrero (vir) ejerce su fuerza (vis) por medio de la lanza (hasta) y somete a las personas y las cosas a su poder (manus). La noción romana de propiedad se manifiesta por primera vez como derecho de conquista […]. La propiedad no es otra cosa en su origen que el derecho sobre el objeto apresado, y no nace sino con la captura del botín».

Es interesante observar que, mientras que en los sistemas jurídicos nacionales actuales la propiedad se ha protegido, en las relaciones internacionales ha seguido aceptándose el derecho de conquista, por eso sus relaciones siguen siendo tan primitivas. Cuando en la Conferencia de Berlín (1884-1885) las potencias europeas se repartieron África, se aceptó el principio uti possidetis iure, que autorizaba a los estados europeos a reclamar el derecho de soberanía si previamente habían ocupado un país y podían acreditar esa posesión.

La pulsión expansiva, que incluía el afán de poseer y el miedo a perder lo poseído, impulsó a muchas familias a unirse en grupos más amplios. La ciudad apareció como una gran solución. Introdujo cambios en todas las relaciones. Como ha estudiado Louis Gernet, en la Grecia de los siglos vii y vi a. C. aparece la fiebre del enriquecimiento. Advierte, creo que con razón, que es un proceso que se da en otras sociedades. El propio Solón declara haber comerciado «deseoso de riquezas». Pero todavía se mantiene una interpretación religiosa. Por una parte, están los bienes duraderos, las tierras, cuya conservación a lo largo de generaciones en manos del mismo grupo familiar es el testimonio de la benevolencia de la divinidad; y por otra parte, la riqueza sobrevenida, cuyo deseo es la esencia misma de la psicología comercial y que antes o después elimina algún tipo de diké, de «justicia». Esa ambición es una áte, una pasión enloquecedora, lo contrario de la eudaimonia, que es la felicidad entendida como prosperidad. Se manifiesta una oposición entre el orden tradicional de las cosas y el nuevo, entre la arete de los agathoi (la «virtud de los buenos») y el ploutos de los kakois (la «riqueza de los malos») (Théognis, 149-150).


Este es un fragmento de ‘El deseo interminable’ (Ariel), por José Antonio Marina.

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