Cómo bebimos, bailamos y tropezamos en el camino a la civilización
El gusto por beber no es un error evolutivo: a lo largo de la historia lo hemos utilizado de forma muy consciente. En ‘Borrachos’ (Deusto), Edward Slingerland investiga los motivos detrás de nuestro (¿peligroso?) afán por el alcohol.
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A la gente le encanta beber. Como señala el antropólogo Michael Dietler, «el alcohol es, con creces, el agente psicoactivo más extendido y consumido en mayor cantidad en el mundo. Según los cálculos actuales, hay más de 2.400 millones de consumidores activos en todo el mundo (alrededor de un tercio de la población del planeta)». Y no es un fenómeno reciente: los humanos llevamos emborrachándonos muchísimo tiempo. Las imágenes de gente bebiendo y de fiesta son tan abundantes en los registros arqueológicos más antiguos como ahora, en el siglo XXI, en Instagram. En una talla de 20.000 años de antigüedad hallada en el sudoeste de Francia, por ejemplo, se ve a una mujer –posiblemente una diosa de la fecundidad– llevándose un cuerno a la boca. Cabría pensar que lo está utilizando como instrumento musical, soplándolo para emitir un sonido, si no fuera porque es la parte ancha la que está más cerca de su boca. Está bebiendo algo, y es difícil creer que sea sólo agua.
El primer rastro directo de la existencia de las bebidas alcohólicas producidas ex profeso por humanos data de alrededor del 7.000 a. C., en el valle del río Amarillo de China, donde se encontraron fragmentos de vasijas de una aldea del Neolítico temprano con restos químicos de una especie de vino –que seguramente no sabría muy bien, según los estándares modernos– elaborado a base de uvas silvestres y otras frutas, arroz y miel. Se tienen indicios de domesticación de la uva en la actual Georgia que se remontan al período 7.000-6.000 a. C. Unos fragmentos de cerámica hallados en la misma región, con representaciones de figuras humanas con los brazos levantados a modo de celebración, hacen pensar que el destino de esas uvas era la copa, no el plato. Se han hallado restos de vino de uva, conservados con resina de pino –como se sigue haciendo hoy con los vinos griegos y otros–, en el actual Irán, en cerámicas del período 5.000-5.500 a. C.; llegado el año 4000 a. C., la producción de vino ya se había convertido en una importante tarea colectiva. Una enorme cueva en Armenia pudo haberse utilizado como antigua gran bodega, con cuencas para pisar y prensar uvas, cubas de fermentación, vasijas de almacenamiento y varios recipientes para beber.
Los pueblos neolíticos también fueron creativos a la hora de echarle cosas a la bebida: en las islas Orcadas, en el norte de Gran Bretaña, los arqueólogos han descubierto unas enormes tinajas de cerámica que datan del Neolítico y que al parecer contuvieron alcohol de avena y cebada, al que se le añadieron varios condimentos y alucinógenos suaves. El impulso humano de producir alcohol es impresionante por su inventiva y su antigüedad. Los habitantes de Tasmania golpeteaban una especie de árbol del caucho, cavaban un agujero en su base y dejaban que la savia acumulada fermentara y se convirtiera en bebida alcohólica; el pueblo koori, en lo que hoy es Victoria, en el sudeste de Australia, fermentaba una mezcla de flores, miel y resina para elaborar un embriagador licor.
En la actualidad hay más de 2.400 millones de consumidores activos en todo el mundo
Como sugiere la existencia de antiguas cervezas alucinógenas –aunque el alcohol sigue siendo la droga preferida en la mayoría de las grandes culturas del mundo– , los humanos han sido muy promiscuos a la hora de elegir su veneno y han añadido al alcohol otras sustancias intoxicantes o han encontrado sustitutos en los lugares donde no había alcohol. Los alucinógenos– que se suelen extraer de enredaderas, hongos y cactus– están entre los favoritos, y a veces se les otorga un estatus especial, superior al del alcohol. El pueblo védico de la India antigua, por ejemplo, tenía alcohol, pero le provocaba cierto recelo, ya que cuestionaba la moralidad de esa forma de intoxicación. El mayor prestigio cultural y religioso se le confería al estado psicológico, el mada, producido por el soma, una droga alucinógena. Mada tiene la misma raíz que la palabra inglesa madness [locura], pero en sánscrito significa más bien «arrobamiento» o «dicha», un estado privilegiado de éxtasis religioso.
Se han encontrado botones de peyote y frijoles con mescalina del 3.700 a. C., según su fecha de carbono 14, en moradas en cuevas del norte de México. Hay enormes tallas en piedra de rostros humanos o animales que incluyen setas con psilocibina y cerámicas donde aparecen cactus de mescalina encima de animales chamánicos, como el jaguar, de hasta el año 3.000 a. C., lo que hace pensar que los alucinógenos fueron un factor central en los rituales religiosos de América Central y del Sur. Se han encontrado más de un centenar de especies de alucinógenos en el Nuevo Mundo, y todas han sido utilizadas por los seres humanos desde hace milenios. El alucinógeno más extraño no puede ser otro que la secreción cutánea de ciertos sapos venenosos de América Central, la cual se puede disfrutar secando la piel y fumándola o añadiéndola a algún brebaje; si vas con prisa, también puedes sujetar al sapo y lamerlo sin más.
En el Pacífico, culturas que nunca adoptaron el consumo de alcohol –posiblemente por la interacción negativa entre el alcohol y las toxinas adquiridas al ingerir el marisco del lugar– acabaron decantándose por la kava como intoxicante preferido. La kava se elabora con la raíz procedente de un cultivo sometido a la domesticación intensiva, y que los humanos empezaron a dominar posiblemente en la isla de Vanuatu; los humanos llevan cultivándola tanto tiempo que ya no puede reproducirse por sí sola. Tiene efectos narcóticos e hipnóticos y es un eficaz relajante muscular. La kava –que tradicionalmente se mascaba y se escupía en un cuenco que después se pasaban unos a otros siguiendo un estricto ritual– induce un estado de satisfacción y sociabilidad, y provoca un colocón más suave que el alcohol.
La kava induce un estado de satisfacción y sociabilidad con un efecto más suave que el alcohol
Y, hablando de colocones, seríamos muy descuidados si no citásemos el cannabis, originario de Asia Central. Al parecer, los humanos de Eurasia llevan al menos 8.000 años fumando y «desconectando» y, en el 2000 a. C., el cannabis se convirtió en una droga recreativa muy comercializada y consumida. Para hacernos una idea de lo antigua que es nuestra afición a la marihuana baste con saber que, en un lugar de enterramiento en Eurasia Central del primer milenio a. C., se encontró a un ocupante masculino envuelto en un sudario confeccionado con más de una decena de plantas de cannabis. En el siglo V a. C., el historiador griego Heródoto habló de unos aterradores guerreros escitas (nómadas a caballo de Asia Central) que, para relajarse, levantaban carpas con armazones de madera, disponían una enorme estufa de bronce en el centro a la que echaban un puñado de cannabis y procedían a agarrarse un colocón. Esta práctica la han corroborado otros hallazgos arqueológicos recientes, y se cree que la tradición de fumar marihuana en Asia Central podría remontarse a 5.000 o 6.000 años atrás. El Nota [de la película El gran Lebowski] estaría orgulloso.
Otros pueblos de Eurasia que no disponían de cannabis se conformaron con fumar y mascar otras cosas. Los indígenas de Australia llevan milenios produciendo pituri, una mezcla de narcóticos, estimulantes y ceniza de madera que se consume como el tabaco de mascar, dejándose un montoncito en la cara interna de la mejilla. Sus principios activos son distintas variedades de tabaco local y un arbusto narcótico al que a menudo también se lo llama pituri. Es significativo que, en América del Norte, uno de los pocos lugares del mundo donde las poblaciones nativas no producían ni consumían alcohol, existiera un sistema muy sofisticado de cultivo y comercio regional del tabaco, y que los arqueólogos hayan recuperado allí varias pipas que datan del período 3.000-1.000 a. C. Aunque no tendemos a pensar en el tabaco como un intoxicante, las variedades cultivadas por los indígenas americanos eran mucho más fuertes e intoxicantes de lo que hoy se puede comprar en el estanco de la esquina. Cuando se mezcla con ingredientes alucinógenos, como era lo típico, pega muchísimo. El opio es otra droga que los humanos disfrutan desde que nuestros antepasados lejanos descubrieron sus efectos sobre el cerebro. Restos hallados en Gran Bretaña y otras partes de Europa indican que 30.000 años atrás la gente ya consumía amapolas opiáceas, y otros rastros arqueológicos muestran que en el Mediterráneo se adoraba a las diosas de las amapolas en el segundo milenio a. C.
De modo que la gente lleva intoxicándose –emborrachándose, emporrándose o flipando con psicodélicos– muchísimo tiempo, en todo el mundo. No faltan libros amenos que documentan el gusto de nuestra especie por los intoxicantes y nuestras muy diversas formas de satisfacer el deseo de alterar la conciencia. Como observa el gurú de la medicina alternativa, Andrew Weil: «La ubicuidad del consumo de drogas es tan sorprendente que debe de constituir un apetito humano básico». En su repaso general de la impresionante variedad de tecnologías de intoxicación empleadas en todo el mundo, el arqueólogo Andrew Sherratt sostiene asimismo que «la búsqueda deliberada de la experiencia psicoactiva es probablemente tan antigua como, al menos, los seres humanos modernos, en términos anatómicos (y conductuales): es una de las características del Homo sapiens sapiens».
Este es un fragmento de ‘Borrachos: cómo bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización‘ (Deusto), por Edward Slingerland.
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