Psicoanálisis del lujo

¿Por qué la gente se empeña en gastar dinero en lujos, cuya satisfacción va a ser pasajera, y no en cosas que les harían más felices, como tener más tiempo libre o disfrutar de más vacaciones? La respuesta es más sencilla de lo que parece: porque el consumidor de lujo no se preocupa de la felicidad, sino del prestigio.

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23
mayo
2022

El lujo nos revela muchos secretos de la mente humana. Es el deseo de lo superfluo, y aunque parezca una pulsión egocéntrica, su última motivación es social. No busca un disfrute personal, sino el prestigio, un sentimiento de superioridad y, en muchas ocasiones, un claro deseo de despertar la envidia. El afán de distinguirse, el gusto por la desigualdad, apareció muy pronto en la historia tal como ha señalado Walter Scheidel, lo que parece sorprendente en una especie hipersocial como la nuestra. En la división que he hecho de los deseos humanos –hedonistas, sociales, expansivos del ‘yo’– el lujo ocupa un lugar intermedio. Busca el reconocimiento social, pero precisamente de una cierta superioridad. Forma parte de una pulsión expansiva que se manifiesta en el afán de poder, la ambición, la codicia, la exploración, la conquista científica, técnica o territorial, la fama, la seducción o la creación artística.

Frente a los que dicen que una vez satisfechas las necesidades básicas el dinero no puede comprar más felicidad, Scheidel sostiene que eso sucede porque no saben realmente dónde comprarla. ¿Por qué la gente se empeña en gastar dinero en lujos, cuya satisfacción va a ser pasajera, y no en cosas que les harían más felices, como tener más tiempo libre o disfrutar de más vacaciones? La explicación de Franz es simple: el consumo de lujo sigue sus propias reglas psicológicas. Se refiere a cosas que son visibles para otros y que se suelen tomar como manifestaciones del éxito relativo de otras personas. Por eso cada movimiento de una persona hacia el lujo devalúa la posición de los demás. Haidt lo resume en una frase: el consumidor de lujo no se preocupa de la felicidad, sino del prestigio.

Esta competitividad del lujo es lo que ha hecho que con frecuencia se desconfiara de él. En Roma, el antiguo código de las Doce Tablas prohibía los gastos excesivos en los funerales, lo que fue sistemáticamente incumplido. Posteriormente, la ley Opia prohibió a las señoras tener más de media onza de oro, llevar vestidos de color variado y servirse de carruajes, pero las mujeres consiguieron la abrogación de esa ley. Durante la Edad Media hubo muchos intentos de reprimir el lujo. Enrique II de Francia prohibió el uso de vestidos de seda a quien no fuera príncipe u obispo, y una ordenanza de 1577 reglamentó los banquetes. En España también hubo muchas leyes contra el lujo para evitar que las familias se arruinasen por la ostentación. Al final, los Estados siguieron el consejo que había dado el severo Catón y decidieron aprovechar esta poderosa pulsión para crear un nuevo impuesto sobre el lujo. Dos libros me han resultado muy útiles: Consumerism in World History: The Global Transformation of Desire y Empire of Things: How We Became a World of Consumers, from the Fifteenth Century to the Twenty-First.

«El consumidor de lujo no se preocupa de la felicidad, sino del prestigio»

En el siglo XVIII hubo una interesante polémica sobre el lujo. Un ilustrado de la época de Carlos III, Juan Sempere y Guarinos, trazó en Historia del luxo un esbozo histórico de los usos suntuarios y, a través de ellos, de las costumbres, deteniéndose en particular en su propio tiempo. El objetivo de su obra, una apología ilustrada del lujo, era la defensa y justificación en el orden moral y económico del consumo suntuario. Se trataba de presentar el lujo, por una parte, como un estímulo para la economía y un mecanismo de redistribución de la riqueza que los gobiernos no debían prohibir, sino en todo caso encauzar. Se oponía así a la postura tradicional de los moralistas, que relacionaban el lujo con la corrupción moral y denunciaban las costumbres de su tiempo, contraponiéndolas a la supuesta austeridad del pasado. Así, el obispo de Teruel advertía que con frecuencia el lujo hace que se «resfríe la caridad».

Para Fernández Navarrete, ardiente defensor de las leyes suntuarias, el lujo constituía la causa fundamental de la ruina moral y material de España, fuente tanto de delitos y deshonestidades como de empobrecimiento económico. Como era de rigor al hablar de peligros de la moralidad, acababa haciendo culpable a las mujeres: «Las mujeres inventaron excesivo gasto para su adorno, y así, la hacienda de la república sirve a su vanidad. Y su hermosura es tan costosa y de tanto daño a España, que sus galas nos han puesto necesidad de naciones extranjeras para comprar, a precio de oro y plata, galas y bujerías, a quien sola su locura y devaneo pone justo precio; de suerte que nos dejan los extranjeros el reino lleno de sartas e invenciones y cambray e hilos y dijes, y se llevan el dinero todo, que es el nervio y sustancia del reino. Y lo que más es de sentir es de la manera que los hombres las imitan en sus galas y lo afeminado, pues es de suerte que no es un hombre ahora más apetecible a una mujer que una mujer a otra. Y esto de suerte, que las galas en algunos parecen arrepentimiento de haber nacido hombres, y en otros pretenden enseñar a la naturaleza cómo sepa hacer de un hombre mujer».

Economía psicotrópica

Con independencia de ese afán ostentatorio, la sociedad consumista moderna aparece como una «imagen de la felicidad». En su interesante obra On Deep History and the Brain, Daniel Lord Smail sostiene que casi todo lo que hace el sapiens lo hace para mejorar su estado de ánimo. Por eso anima a hacer una interpretación psicotrópica de la historia. «Desde el paleolítico, los humanos incluyeron prácticas para alterar el estado de ánimo: canciones, danzas y sustancias psicotrópicas. Ahora, gracias a la «economía de consumo» estamos rodeados de muchas prácticas que estimulan la producción y la circulación de nuestros mensajeros químicos. Hasta el shopping se ha vuelto ligeramente adictivo. El conjunto de prácticas, conductas e instituciones alteradoras del estado de ánimo es lo que llamo mecanismos psicotrópicos. Los llamo así porque sus efectos no se diferencian mucho de los producidos por las drogas psicoactivas. Los móviles, la televisión, las novelas, la música, los deportes y las compras tienen efectos psicotrópicos».

Estoy de acuerdo con Smail cuando dice que la «historia profunda» tiene que estudiar la trayectoria de la «economía psicotrópica» para entender la modernidad. Lo tendré en cuenta.


Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.

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