Cultura

‘La leyenda del santo bebedor’, testamento y legado de Joseph Roth

En ‘La leyenda del santo bebedor, legado y testamento de Joseph Roth’ (Acantilado), la investigadora Berta Ares Yáñez analiza la obra del escritor judío. En especial su última obra, que resume sus días finales de vida: los de un escritor brillante, alcoholizado y profundamente endeudado.

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24
octubre
2022
Ilustración original de ‘La leyenda del santo bebedor’ entre 1939 y 1945.

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Durante el último año de vida, cuando la temperatura era suave, Joseph Roth escribía sentado en una de las mesas del hotel de la Poste que desde el interior miraban a la terraza sobre la rue de Tournon. Desde ahí podía ver las ruinas y el vacío dejado por el derribo del Hotel Foyot, su «hogar» anterior. Contaba entonces con el apoyo fundamental de tres mujeres: su amiga Friderike Zweig, la hotelera Germaine Alazard y su traductora al francés y buena amiga Blanche Gidon. Gracias a ellas se salvaron importantes manuscritos.

Alazard, propietaria de ese hotel donde Roth se alojó los últimos meses de vida, y donde había adquirido costumbre de trabajar incluso cuando era huésped del cercano Hotel Foyot, describe los hábitos creativos del poeta y aspectos importantes de su vida en la época de redacción de La leyenda del santo bebedor:

[Primero] Roth vivía enfrente, en el Hotel Foyot. Cuando fue derribado quiso mudarse aquí, pero no tenía una habitación disponible. Entonces se mudó por un mes al bulevar Haussmann. Incluso cuando vivía en el Foyot venía a mi café todas las noches. Por fin un día le conseguí un cuarto y se mudó. Le gustaba escribir en la terraza cuando hacía buen tiempo y si no lo hacía adentro, en el mismo rincón. No escribía nunca en su habitación, para hacerlo necesitaba el ambiente de un café. En su habitación, en soledad, lo pensaba y estructuraba; y luego lo podía escribir en público de una tirada. Yo solía conservar el manuscrito sobre el que trabajaba. Lo guardaba junto a la caja registradora y se lo daba por la mañana cuando bajaba, para que continuara escribiendo. Desde la primera línea me decía que cada página que escribía necesitaba un Pernod. Todas las tardes venían a verlo del orden de 10 a 15 amigos. Se entretenía con cada uno y continuaba escribiendo, rodeado de sus amigos.

Siempre me enviaba «noticas» cuando quería beber. Tenía un lado infantil, al comienzo de cada nota me decía que le gustaría un Pernod. Su afición al Pernod le afectó la vista. Decía que se estaba suicidando. Le prohibí seguir bebiendo. Me ocupé de él cuando tuvo problemas con los ojos. Tenía que ponerle gotas dos o tres veces al día. Hacía todo lo posible para que no bebiera. Pero me hacía trampa. Se iba a otro café de los alrededores. Al lado de la librería Flammarion. Decía que iba a comprar unos cuadernos. Iba hasta allí y luego cruzaba la calle para entrar en el otro café. Todo el mundo lo conocía. Me dijeron que iba al Au Petit Suisse (en la esquina de Vaugirard y Corneille, frente al teatro Odeón) a beber. Un día, cuando regresaba de allí le dije: «¿Cómo estaba su Pernod?». Y me respondió: «¿Cómo lo ha sabido?», de lo más impresionado. Una vez me enfadé con él y le dije: «¡Se acabó, ya no me ocupo más de usted!». Me dio todo tipo de excusas y me envió unas flores.

Yo siempre estaba junto a la caja registradora, era como una jaula, por eso me llamaba «l’Oiselle». No se llevaba el manuscrito a su cuarto. Yo se lo guardaba y me decía: «¿Ve?, tengo una buena secretaria», refiriéndose a mí. Nunca escribía dedicatorias, decía que lo que querían es que sus libros subieran de precio después de muerto. Nunca se refería a su pasado, uno no sabía si su esposa estaba viva o muerta. El episodio con su esposa ensombreció su vida. Su manera de pensar siempre fue clara. Hablaba buen francés. Sus dificultades para caminar (por el edema de sus pies) lo acompañaron hasta el final. Predijo su propia muerte. La describió en La leyenda del santo bebedor. Allí cuenta cómo alguien muere de una caída mientras está bebiendo. La primera vez que colapsó, el 23 de mayo de 1939, lo llevaron a su habitación. Llamé a su amigo [Soma] Morgenstern, que también vivía en el hotel. Bajé para llamar por teléfono al doctor. Mientras lo hacía, Roth volvió a bajar y se sentó a la mesa. No quería moverse de allí ni abandonar el lugar. Por fin llegó el médico con una ambulancia para llevarlo al hospital. Mme. Gidon, a quien también llamé, llegó en ese momento. Ella y yo nos queríamos hacer a un lado, pero Roth, siempre un caballero, nos dijo con un gesto de su brazo: «Las damas primero». Lo visité esa noche en el hospital y al día siguiente. Estaba en una pequeña habitación individual.

Roth trabajó en su última obra, su canto del cisne, aproximadamente durante cinco meses, desde el otoño de 1938 a la primavera de 1939. Según Hermann Kesten, finalizó el libro 10 días antes de su muerte. Durante esta época también escribió un ensayo sobre Georges Clemenceau, el político francés que exigió una participación contundente contra Alemania en la Primera Guerra Mundial. En este período mantenía relaciones con tres editoriales a las que de un modo u otro debía algún texto por haber cobrado anticipos: Allert de Lange, Querido y De Gemeenschap. En abril de 1939 viajó a Ámsterdam para firmar el contrato de la publicación de su ensayo político sobre Clemenceau con Allert de Lange. Sus editores Walter Landauer y Hermann Kesten prefirieron quedarse con La leyenda del santo bebedor. Durante su estancia en esta capital de la edición alemana en el exilio, Joseph Roth creyó haber extraviado el manuscrito de su novela y tuvo un ataque de pánico; al encontrarlo expresó su deseo de dejar de escribir después de su publicación.

Como el protagonista de su último libro, Roth acarreaba deudas y vivía del milagro, de lo que le deparaba el destino cada día

De no morir, ¿habría cumplido su palabra? No parece probable, ya que arrastraba abultadas deudas con amigos y editores. Por otra parte, sufría las enormes dificultades que la crisis económica y el ascenso del nazismo acarrearon al mundo editorial, contexto al que había que sumar una merma significativa de público lector, por diversos motivos: por ser un autor prohibido por el nazismo, por haber perdido lectores donde más tuvo durante la década de 1920, que era precisamente en Rusia (totalmente volcada en el proyecto soviético) y por alejarse de los intereses del público estadounidense al que criticaba, el más importante en ese momento. Todo ello lo había obligado durante los últimos meses a trabajar sin descanso, fundamentalmente en piezas para periódicos y conferencias, y en un estado de salud deplorable. Estaba mal de los ojos y escribir lo fatigaba. Sin embargo, todavía encontraba tiempo y se ocupaba de lo que él llamaba los «asuntos austríacos» para restablecer la monarquía y del comité de refugiados para ayudar a los exiliados.

Apenas tenía sustento emocional. Si leemos atentamente a David Bronsen, todo en Joseph Roth estaba orientado por la necesidad de encontrar apoyo en lo que fuera. Las últimas semanas apenas podía caminar, tenía los pies hinchados, se limitaba a dar paseos por lo que él llamaba «la república del Tournon», desde el parque de Luxemburgo al Sena, cerca del puente donde se sitúa la escena que abre La leyenda (probablemente el pont Saint-Michel) y junto a la rue des Quatre Vents, donde él ubica en su relato el último refugio de Andreas Kartak: la taberna Tari-Bari. Como el protagonista de su último libro, acarrea deudas y vive del milagro, de lo que le depara el destino cada día.

En La cripta de los capuchinos, Roth pone en boca del narrador y protagonista de esta novela, de nombre Francisco Fernando, último de la estirpe Trotta, versos de muerte, que modula –a lo largo del relato y en diferentes lugares del texto– como una salmodia:

Sobre las copas que apurábamos alegres, la muerte invisible cruzaba ya sus huesudas manos […]

La muerte cruzaba ya sus manos huesudas sobre las copas que apurábamos alegre e infantilmente; no las sentíamos, no sentíamos a la muerte, porque no sentíamos a Dios […]

¡Qué tiempos aquellos, tan felices! La muerte cruzaba ya sus manos huesudas sobre los cubiletes que apurábamos. No la veíamos, ni veíamos sus manos […]

Sobre las copas que apurábamos cruzaba ya la muerte invisible sus huesudas manos, pero nosotros no la vislumbrábamos aún […]

La muerte cruzaba sus manos huesudas, no sólo sobre las copas que apurábamos, sino también sobre los lechos donde dormíamos con las mujeres.

«No sentíamos la muerte, porque no sentíamos a Dios», escribe, en alusión a esa idea según la cual nadie puede ver a la divinidad sin morir, porque ante la presencia de lo sagrado no puede el ser humano subsistir. Es el tiempo de la vida en el acecho de la muerte, un tiempo que Joseph Roth tematiza bajo unos auspicios que, como señalara Sebald, no son Historia, sino curso del mundo. Sin embargo, para él la muerte siempre es presentida: podríamos inferir de ello que hay una presencia de lo sagrado en sus escritos. Y en la primavera de 1939, cuando termina de escribir La leyenda del santo bebedor, está sentada junto a él, en la mesa del café de Tournon. A través de la escritura y el alcohol, Roth se prepara para recibirla.


Este es un fragmento de ‘La leyenda del santo bebedor, legado y testamento de Joseph Roth‘ (Acantilado), por Berta Ares Yáñez.

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