Opinión

De mayor quiero ser judío

El hecho de que no hagan proselitismo, no tengan sacerdotes y no tengan templos al uso demuestra el carácter particular del judaísmo. Hoy, los ateos del mundo líquido podemos llegar a encontrar en él cierto sentido y trascendencia.

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03
mayo
2022
Joseph Roth y Soma Morgenstern.

La última vez fui de noche, hacía frío y no había nadie por la calle. No soy dado a las liturgias, pero las poquitas que sigo me gusta representarlas a conciencia: no se puede recordar a Joseph Roth en una mañana de verano soleada, hay que hacerlo de noche y en invierno, con las solapas del abrigo subidas y la humedad royendo los huesos. Allí me planté, yo solo, ante la placa que le pusieron sus amigos austriacos: «Ici a résidé de 1937 à 1939 le célèbre écrivain autrichien Joseph Roth. Hommage de ses amis autrichiens» [Aquí residió de 1937 a 1939 el célebre escritor austriaco Joseph Roth. Homenaje de sus amigos austriacos]. Pienso que le disgustaría el verbo «residir». Sin duda, él habría escrito «ici habité» [aquí vivió], evitando el eufemismo burocrático de «residir». En cambio, le habría encantado verse reconocido como escritor austriaco por sus propios amigos austriacos. Adivino la mano de Soma Morgenstern en la redacción de esta sutileza: solo él sabía lo importante que era la nacionalidad austriaca para Joseph Roth, que toda su vida fue considerado un escritor judío. Él mismo se resignaba a esa identidad: soy un pobre judío de la Galitzia, decía. 

La placa está sobre el viejo Café Tournon de París, donde pasó sus últimos meses de cirrosis y santidad bebedora, desahuciado del vecino Hotel Foyot, que demolieron en 1937. El café sigue en su sitio, aunque la placa cada vez se lee peor. Me conmueve mucho imaginarme a Roth borracho, escribiendo con el estómago vacío y pagando la cuenta con el dinero prestado de los amigos, ignorando el naufragio hasta que el agua le encharcaba los pulmones. 

Congelarme un rato en la calle Tournon, casi esquina con Vaugirard, es un ritual íntimo, a tono con el judaísmo lírico y privado de Roth, el escritor que me abrió la curiosidad por lo judío. Murió en 1939, por lo que los judíos de sus libros no son supervivientes ni mastican sin digerirlo el trauma de la Shoah. Sin embargo, llevan el frío de la anticipación, desde su Job hasta los desgraciados aldeanos de los shetels polacos y rusos. Estiró tanto la heterodoxia de su religión que acabó convertido al catolicismo, como los marranos españoles del siglo XV, aunque a Roth no le perseguían los inquisidores, todo lo hizo en libertad. No es un camino tan descarriado para un judío: cada cual se pierde a su manera. 

Su literatura me abrió las puertas de la única religión donde podría acomodar mi ateísmo. Cuanto más la conozco, más afín me siento a sus ritos y a la forma de entender la tradición como una colección infinita de historias que se discuten. Me atraen las versiones más suaves, periféricas e intelectuales del judaísmo, claro, pero también me caen simpáticas algunas cosas más convencionales: que no hagan proselitismo –convertirse en judío, si se hace como se debe, es más duro que sacarse una ingeniería–, que no tengan sacerdotes –un rabino es un erudito, no un intermediario ante dios–, que no tengan templos –una sinagoga tampoco equivale a una iglesia, no hay nada que se haga en ella que no se pueda hacer en cualquier otro sitio– y que la mayoría de los ritos y fiestas sean domésticas, sin exaltaciones públicas ni dimensiones políticas, hacen del judaísmo una religión casi antirreligiosa para quienes crecimos en un mundo católico. Incluso entre creyentes que respetan en shabat y comen kosher, se parece más a un estilo de vida que a una sumisión al mandato de dios.

«Cuanto más conozco el judaísmo, más afín me siento a sus ritos y a la la tradición en cuanto colección infinita de historias que se discuten»

Ha sido el libro de Delphine Horvilleur, Vivir con nuestros muertos, el que me ha terminado de convencer de que los ateos del mundo líquido de hoy podemos reencontrar cierto sentido y trascendencia en la tradición judía. Horvilleur es la primera rabina de Francia, y tiene una visión tan abierta, laica y narrativa de su religión, que la convierte en el instrumento ideal para sujetarnos al suelo y reencontrar la cadena que nos ata a los antepasados. 

Uno de los rasgos principales de las sociedades de hoy es que ya no creemos ni en patrias ni en dioses, que han sido los dos pegamentos que han unido a las comunidades. Sin un sentido de la trascendencia, sin la convicción de que hay algo que desborda la vida de cada individuo, a los seres humanos se nos hace muy difícil encontrar un propósito para vivir y una razón para convivir. El descreimiento contemporáneo deshilacha los países y los desconecta de su pasado: nos cuesta reconocernos como el capítulo de una historia, de ahí que haya tantos que sientan que el mundo empieza con ellos.

El judaísmo es una religión obsesionada con la transmisión entre generaciones. En los ritos funerarios sobre los que piensa Horvilleur se dice que es obligación de los vivos dar sentido a la vida de los muertos. Cuando una vida se acaba, hay que contarla para que tenga sentido y se inserte en la vida de los que quedan. Eso nos ata de una manera tan sutil como irrompible, impidiendo que nos evaporemos en una nada banal. Toda vida tendrá un sentido al final no porque lo tenga en sí misma, sino porque los hijos se encargarán de dárselo con una narración. Dios pinta muy poco en todo esto. En esta versión de la religión, los judíos se las apañan solos.

No me haré judío, porque soy muy vago y tampoco me molesta tanto el estado líquido del mundo, pero me gusta que estén ahí, que haya intelectuales como Horvilleur iluminando esa parte de nosotros a la que prestamos tan poca atención, y que sigan leyéndose los libros del loco Roth, con sus judíos abandonados por dios. 

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