Cultura

Los papeles de Franz Kafka

El autor checo pidió a su gran amigo y albacea literario, Max Brod, que quemase todo lo que había escrito. Por suerte, este se negó con la certeza de que su amigo era un genio de las letras, permitiendo a los lectores descubrir a uno de los autores más influyentes del siglo XX.

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23
agosto
2022

«Te pido que quemes todo lo antes posible», le escribía Franz Kafka a Max Brod en una de las dos cartas con sus últimas voluntades. Era principios de los años veinte, Kafka estaba ya muy enfermo –la tuberculosis que padecía había avanzado de forma notable– y le escribía a su amigo, que sería también su ejecutor literario. Lo publicado, publicado estaba, aunque había que dejar que «desapareciese completamente». De todo lo demás, debían recuperar los originales si no estaban ya entre los papeles del escritor y acabar destruyéndolo. Todo lo que Kafka había creado debía ser convertido en ceniza; al menos, así lo quería él.

Brod lo sabía –incluso cuando, tras la muerte de su amigo, se adentró en su estudio personal, invitado por la familia, para poner orden–, pero a la hora de la verdad no siguió sus últimos deseos: lo conocía desde que ambos eran estudiantes en la Praga del 1900 y, desde entonces, siempre había mantenido una fe absoluta en las capacidades literarias de su amigo. Estaba convencido de que lo que había escrito era una obra maestra, por mucho que las cosas que había publicado en vida hubiesen pasado sin pena ni gloria.

Así que, a pesar de todo lo prometido, Brod decidió tomar la gestión del patrimonio literario de su amigo en sus manos: no solo no quemó los papeles, sino que lo publicó todo y dedicó el resto de su vida a ser el albacea –y el propagandista– literario de Franz Kafka. En la maleta que lo acompañaba en el compartimento del tren en el que abandonó Praga a finales de los años treinta, huyendo del avance nazi, no llevaba sus papeles literarios, sino los de su amigo.  

Kafka quería convertir en ceniza todo aquello que había escrito hasta entonces

Aquella decisión quizás condenó para siempre a Max Brod, un prolífico escritor y un conocido intelectual en su tiempo, a convertirse simplemente en «el amigo de Kafka», pero consiguió ofrecer a los lectores uno de los escritores más determinantes del siglo XX. Irónicamente, todo lo que ocurrirá con sus papeles en las décadas siguientes tiene bastante de kafkiano, como cuenta Benjamin Balint en Kafka’s Last Trial, con complejas batallas judiciales que han llegado hasta el mismísimo siglo XXI acerca de una pregunta: ¿a quién pertenecen esos manuscritos con Brod muerto? Solo hasta finales de la década pasada se solucionó la cuestión: la Biblioteca Nacional de Israel se hizo con ese legado, con un intenso drama judicial de por medio. 

La biografía de Franz Kafka muestra una trayectoria un tanto banal. La suya es la vida de un trabajador de la industria de los seguros que vivió en una ciudad de provincias del Imperio austrohúngaro. Sin embargo, como en todo, la perspectiva reside en la lente con la que se mire: la ciudad de provincias era en realidad un activo foco cultural y hasta cabe preguntarse si se puede decir que una vida, la que sea, es banal por sus rutinas.

Kafka nació en Praga en 1883, en el seno de una familia judía (sus tres hermanas morirán posteriormente en el Holocausto). El padre de Kafka tenía un próspero negocio textil que daba a la familia una vida burguesa. Kakfa no fue un alumno especialmente brillante, llegando a empezar un par de carreras universitarias antes de decantarse por la de Derecho: era la que tenía más salidas laborales. Trabajó primero como asistente de un juez, pero luego lo abandonó para trabajar en una compañía de seguros italiana. Incluso llegó a empezar a estudiar italiano pensando en pedir un traslado a Trieste (también se planteó estudiar español para irse a vivir con su tío materno, directivo de los ferrocarriles en España), pero todo se quedó en nada porque dejó ese empleo por motivos de salud –o eso dijo a la empresa– y empezó a trabajar en una compañía semipública del mismo sector. Toda su vida vivirá en Praga en la casa familiar –su padre se desesperaba ante la falta de ambición de su hijo–, salvo una pequeña etapa en Berlín en la recta final de su vida y el tiempo que pasará en un sanatorio en las afueras de Viena, donde muere en 1924.

En la casa familiar, «un apartamento abarrotado», como apunta en Rituales cotidianos (Turner) Mason Currey, Kafka escribía a última hora de la noche, mientras la familia dormía. Era el momento en el que lograba concentrarse. Con suerte, a las 22:00 de la noche, si no a las 23:30, Kakfa se sentaba a escribir, «hasta la una, las dos o las tres de la mañana, y una vez incluso hasta las seis». Tras las sesiones de escritura, intentaba dormir antes de irse a la oficina por la mañana, aunque no lo lograba y padecía insomnio. Este ritmo no era bueno para su salud – a los problemas reales de salud que llegó a desarrollar, además, se sumaba una fuerte hipocondría– ni tampoco llegó a colmar la ambición literaria de Kafka. El autor más famoso del siglo XX murió seguro de una sola cosa: que lo que había escrito no valía mucho.

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