«El humor es una forma de escapar de los planteamientos derrotistas»
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A pesar del abrumador número de escritores conservadores, también hay una considerable cantidad de autores especialmente anárquicos. Javier Pérez Andújar (Sant Adrià de Besòs, 1965), que dice rechazar las normas convencionales, pertenece a los segundos. ‘El año del búfalo’ (Anagrama) es el último de los ejemplos: una novela en la que no hay capítulos, sino 60 psicofonías repartidas a lo largo de algo más de 200 páginas. La obra, ganadora del Premio Herralde de Novela, nos presenta la peculiar historia de cuatro amigos de barrio que, confinados en un garaje, se enfrentan a un monstruo que amenaza con devorarlos. Andújar cruza entonces numerosas voces, hitos históricos y referencias culturales para ofrecernos un artefacto literario lleno de bifurcaciones que nunca parecen terminar.
El año del búfalo abarca varios años históricos, pero destaca especialmente 1973. ¿Por qué esa prioridad?
Es el año de la crisis del petróleo. Me interesa porque es cuando entra en crisis un sistema de valores basado en el optimismo. Todo el entusiasmo de los años sesenta se transformó en desencanto y en rabia, y lo que vino a continuación fueron los años de plomo en Europa. Asistimos a un cambio de época oscuro: dejamos atrás el movimiento hippie, la ilusión que aún imperaba en mayo del 68 y nos encaminamos hacia los ochenta con personajes como Reagan o Thatcher. De algún modo, mi libro es una metáfora de una época en la que cambia radicalmente la manera de ver el mundo. El desencanto está presente en la novela, pero no es un desencanto cínico, sino melancólico.
Se ha descrito tu novela como desesperanzada, si bien en ella subyace también cierto poso sentimental. ¿Estamos ante una obra romántica?
En el romanticismo –lo diferencio de la cursilería– hay mucha decadencia y desesperanza, como demuestran los poetas del estilo de Baudelaire. Yo crecí con los movimientos románticos, y eso se nota. Creo en el artista conectado con las fuerzas de la naturaleza, el amor y la inspiración. Puedo parecer desencantado, pero confío en la intuición, en el compañerismo, en mantener la esperanza pese a todo y en luchar por los sueños de uno. En mi obra los personajes no solo son románticos, también ególatras: la pasión que tienen muchos de ellos por cambiar las cosas está envuelta en un discurso social, pero es una pulsión individual y romántica.
«Creo en el artista conectado con las fuerzas de la naturaleza, el amor y la inspiración»
¿Hay cierta crítica a las revueltas sociales y a esa voluntad por cambiar la sociedad?
De joven me marcó el libro Tintín y los pícaros, que trata de cómo un grupo de guerrilleros empiezan impulsando la revolución y finalmente se convierten en dictadores. La figura del revolucionario que se convierte en tirano es un patrón que suele repetirse; así lo avala la historia. En Breve historia de la barbarie en Occidente, Edgar Morin explica que por mucho progresismo que quiera transmitir, Europa es en realidad la generadora de la barbarie, si bien también genera antídotos gracias al internacionalismo, a los derechos humanos o a la defensa de la libertad y la igualdad. Todo infierno tiene su propio antídoto, y el motor de muchas relaciones políticas y sociales suele ser la revolución. No veo negativo ese afán por mejorar las cosas; tampoco podemos caer en el derrotismo. Que algo fracase no quiere decir que no se pueda volver a intentar, aunque confieso que estoy algo desencantado con el momento político actual.
La literatura también puede servir como vía de escape. ¿Sigue la actualidad o prefiere replegarse a escribir sus novelas?
Me interesa como espectador. La calle se ha vuelto de derechas, al igual que los medios de comunicación. La izquierda es muy residual, se ha vuelto conservadora porque su único objetivo es precisamente conservar lo poco que le queda. La reacción de la derecha es mucho más agresiva y radical: son una fábrica de mentiras, pero están más presentes. A veces tengo la impresión de que la izquierda solo existe burocráticamente, como un mueble viejo que ha quedado en casa sin saber bien qué espacio ocupa. Los votantes de izquierda, además, tienen muchos más prejuicios que los de derechas.
¿Puede la literatura ser un artefacto político?
La mía tiene un gran componente político. Me formé en los años setenta, cuando aún estaba presente el franquismo: en esa época, cuando encendías la tele, todo tenía una segunda lectura política. La sociedad estaba muy politizada y estaba en marcha la Guerra de Vietnam, que desde aquí se leía como un conflicto entre comunistas y capitalistas. Por eso sale Gregorio Morán, porque es un periodista político que me marcó a la hora de escribir. De todos modos, las grandes lecciones de la vida te las da la experiencia, no un libro. A veces los lectores intentan darle una solemnidad artificial a los libros. Leer una novela como si fuera un ensayo antropológico es un error. La literatura nos distrae, pero no cambia la sociedad.
Los personajes protagonistas están confinados, al igual que usted en el momento de escribir el libro. ¿Cómo condicionó la pandemia El año del búfalo?
Puede que no hubiera escrito este libro si no nos hubieran confinado. Hice un pacto conmigo mismo en el encierro y me reconcilié con el mundo: de pronto, tenía tiempo para todo. Me quedé muy solo y apenas hablaba con otra gente, pero la situación no me disgustó en absoluto. Cuando uno crece se va complicando la vida y crees que el tiempo pasa más rápido, pero no es verdad. Durante la pandemia recuperé el tiempo de la adolescencia, cuando uno tiene tiempo para todo y puede disfrutar de la lectura o de la música como si no hubiera otras preocupaciones. Esa tranquilidad también ayudó a la escritura. Me lo pasé muy bien redactando este libro y conociendo a sus personajes.
«La calle se ha vuelto de derechas, al igual que los medios de comunicación»
¿Hay cierta nostalgia en su obra?
No soy nostálgico, pero reconozco que la vida moderna no tiene nada que ver conmigo. He usado personajes de otro siglo porque trato un momento que ya ha pasado. Personalmente me siento huérfano de un tiempo que ya no existe. Creo que asistimos al fin de una era, que es lo que intento reflejar. Todo ha cambiado: la manera de relacionarnos, de ver el comercio, de comunicarse, de divertirse. Yo percibí ese cambio de época con la llegada del post-humor: la gente se reía con otras cosas, tenía otra sensibilidad.
Dice que no es nostálgico, pero en su discurso sobresale cierta añoranza. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?
Todo tiempo pasado fue distinto, pero no mejor. Sí creo que había unas mejores condiciones materiales que ahora, pero eso no quiere decir que otras épocas fueran maravillosas, sino que había condiciones básicas de bienestar que se han desmantelado. Los ochenta fue la década más asquerosa del siglo XX, pero comprendo el discurso de algunos jóvenes que dicen que van a vivir peor que sus padres. Antes los préstamos eran de 10 años, los adultos tenían un piso donde meterse y un horizonte vital. Esas son cosas que hoy parecen lujos.
Antes hablaba del humor. ¿Lo considera como una tapadera para quitarle peso a los temas trascendentales?
No lo hago conscientemente, es algo que me sale solo. Me gusta mucho el humor de Beckett y de Ionesco, con ese absurdo que es una forma de afrontar la vida, y también el de los hermanos Marx, que tenían un humor demoledor que no seguía ningún tipo de lógica. Siempre me ha gustado saltarme las reglas, me parece revolucionario. La existencia es absurda, el humor es una forma de escapar de los planteamientos solemnes o derrotistas. En la vida hay que gastar más tiempo riendo que dándole vueltas a la cabeza; si no, uno enloquece.
¿No es el humor, al menos en parte, una forma de huir de uno mismo?
Sí, esa pulsión está ahí, tanto en literatura como en la vida. No me gusta demasiado la solemnidad. Yo escribo movido por dos fuerzas: la centrípeta y la centrífuga. La centrífuga es la que me lleva a huir de mí, mientras que la centrípeta me lleva a rebuscar en mis pensamientos para conocerme. Dentro del caos, reírse de uno mismo y quitarse importancia es vital. En todo esto también hay un cambio de ciclo, porque ahora nos hemos vuelto más respetuosos. Un chiste que humilla a alguien pierde toda la gracia. En mi época soltábamos bromas de maricas, de cojos, de tuertos; ahora jamás me atrevería a decir esos chascarrillos en público. Con el humor y la escritura ocurre lo mismo, hay que pasarlo bien y entretenerse sin perder la elegancia.
«En la vida hay que gastar más tiempo riendo que dándole vueltas a la cabeza; si no, uno enloquece»
¿Por qué concibió una estructura tan anárquica para la novela?
Por un afán de saltarme las reglas convencionales, por pura rebeldía. Hace tiempo trabajé en una editorial haciendo pies de foto y lo cierto es que disfrutaba mucho con ello. Me pareció un buen homenaje a ese primer oficio: el cuerpo del texto funciona bien como ilustración y los pies de página sirven de motor narrativo. Es una inversión del orden típico de cualquier novela, pero es un tipo de estructura que también tiene sentido con mi forma de escribir, ya que escribo con material de derribo y mezclo muchas referencias culturales; al final, el texto es como un puzzle de 1.000 piezas que intentan encajar lo mejor posible.
¿Cree que es lícito hablar de alta y baja cultura?
Siempre me ha parecido absurdo hablar de alta y baja cultura. Claro que es diferente el esfuerzo a la hora de estudiar a los clásicos griegos que a la hora de analizar la factoría Disney, ya que tienen códigos distintos, pero no tiene sentido verlos como algo incompatible.
Trabajó mucho tiempo en medios de comunicación.
Estoy desencantado con la prensa, creo que se ha perdido mucha calidad. Agradezco la función social que tienen los periódicos de dar de comer al escritor para que no se muera de hambre, pero el periodismo ni me va ni me viene. Actualmente parece que solo interesa escribir un titular atractivo que genere clicks. La prensa tiene unas reglas que no son las mías, un tiempo distinto. La literatura no te exige tanto compromiso, te deja más libertad.
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