Cultura

«Todos queremos aparentar más de lo que somos»

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09
marzo
2022

El talento es un concepto extraño, como la suerte: uno no sabe cómo lo adquirió, pero lo tiene y lo pasea por donde va, demostrándolo en lo que hace. Luis Landero (Alburquerque, 1948) despliega el suyo para presentarnos a Marcial Pérez, un soñador desencantado que opta por la impostura para conquistar a su amada Pepita. ‘Una historia ridícula’ (Tusquets) es el último trabajo del escritor extremeño, considerado ya un autor clave en la narrativa española. A través de un especial humor cervantino, Landero habla de amor y de odio, pero sobre todo del carnaval de apariencias que fomentamos todos.


El protagonista de Una historia ridícula es un impostor, pero despierta ternura. ¿Cómo le definiría?

Marcial es un resentido con causa, porque ha sido ofendido en la infancia. Cuando era pequeño se burlaban de él, no ha conocido nunca el amor. Ha aprendido a odiar y a desconfiar, pero no a querer. Si de niño no te aman, es probable que luego no sepas amar a los demás. Es un personaje quijotesco: vive a caballo entre la realidad y su ficción, se cree víctima de afrentas imaginarias, es acomplejado y le cuesta mantener relaciones normales con los demás.

Me ha recordado a Gregorio Olías, el personaje de su primera novela. Es como si hubiera un hilo conductor entre ambos.

Absolutamente. Suelo escribir sobre desclasados, gente que está en guerra con la realidad y huye de la vida cotidiana. Mis personajes le piden más a la vida de lo que esta puede darles; son como una flecha puesta en el arco, con la cuerda estirada y lista para partir. El problema es que siempre están con el arco tenso, y en esa tensión está el deseo por conseguir su gran objetivo, lo cual supone un castigo por un lado, porque les conduce a la frustración, y una bendición por otro, porque se mueven con ilusión por algo. Al final solo son soñadores que fracasan, pero ellos no se resignan: siempre quieren más. Montan una realidad paralela, fingen algo que no son.

«Mis personajes son desclasados, gente que está en guerra con la realidad y huye de la vida cotidiana»

El protagonista, Marcial, usa la mentira como herramienta para lograr lo que quiere. ¿Todo vale por amor?

La impostura me parece interesante, forma parte de la condición humana. Todos queremos aparentar más de lo que somos, por eso mostramos el escaparate y no la trastienda. En mis novelas aparece siempre ese deseo de intentar trascender, de llegar a ser alguien. En el caso de Marcial, además, está el motor del amor. Él está perdidamente enamorado de Pepita. Un personaje de Cervantes decía que con tal de conquistar a la amada, todo valía. Es como jugar al póker: uno empieza confiado aparentando tener una escalera de color, pero cuando llega el momento de enseñar las cartas, resulta que tienes una doble pareja y tienes que lidiar con eso. Marcial se rebela contra la realidad, idealiza a Pepita.

¿Como ocurre con Don Quijote y Dulcinea?

Claro, no puede ser de otro modo. Ya lo decía Machado: el amor es una invención, una distorsión del cerebro. Marcial no se enamora solo de Pepita, sino de la idea del amor. Por eso la ve como única, especial, irrepetible. La ve más guapa de lo que es. Los amores vistos desde dentro son muy grandilocuentes y serios, pero desde fuera son siempre ridículos. Tristemente, ese espejismo de idealización dura lo que dura. Esa cursilería estupenda del «te voy a querer siempre» se reajusta naturalmente, por lo que uno termina despertando y, a veces, con problemas para pagar esa factura.

Una historia ridícula es triste pero logra sacar carcajadas. 

Es una novela cómica, sin duda. La escribí en el confinamiento y salió sola. Habla de lo absurda que puede ser la existencia y de cómo alguien puede enredarse en minucias y creer que se le va la vida en ellas. Me recuerda al humor de Kafka, que siempre presenta personajes con grandes proyectos pero que terminan enredados en cosas diminutas. Al final todos lo hacemos, tenemos muchos sueños pero lo que nos angustia son tontunas del día a día. El protagonista es muy sensible, se toma todo muy en serio y se da mucha importancia. Esos ademanes de intelectual en un hombre a medio formar resulta ridículo, por eso terminas riéndote.

El humor también oculta un gran poso de drama. Marcial se debate entre el amor y el odio.

Son los dos grandes sentimientos recurrentes en la literatura universal. El odio es más opaco porque es más complejo, requiere argumentos y lleva un cortejo de acompañantes de cuidado, como la hipocresía, el rencor o la envidia. Hay flechazos de odio a primera vista. El amor es más transparente, no requiere explicaciones. Narrativamente son muy potentes. El desamor, por ejemplo, es un buen pretexto para sacar nuestro mundo interior. En mi adolescencia yo me enamoraba a diario porque leía mucha poesía. Me intoxicaba de lírica y cuando salía me enamoraba de la primera chica que pasaba porque la veía con los ojos de poetas como Bécquer, Neruda o Machado. La estaba reinventando, y todos eran amores únicos y para siempre, como se supone que tienen que ser esos amores románticos.

«Siempre hay algún tipo de insatisfacción para escribir: yo soy solitario, y de adolescente las chicas del barrio no me querían como yo deseaba»

¿Uno empieza a escribir por imitación?

Sobre todo por carencias. Siempre hay algún tipo de insatisfacción para escribir. Yo soy bastante solitario, ya lo era de adolescente, y las chicas del barrio no me querían como yo deseaba. En esos casos, uno se puede suicidar o puede escribir un poema, yo elegí lo segundo. Para mí la literatura es un refugio. Alguien que se encierra en su cuarto a escribir una novela necesita huir de la realidad, aunque sea un rato; si fuera feliz no haría eso: la gente feliz no le pide más a la vida, se conforma con lo que hay. Escribir también tiene que ver, al menos en mi caso, con sentirme desclasado. Yo me identifico con modelos como Julien Sorel [Rojo y Negro, de Stendhal] o Lucien de Rubempre [Las ilusiones perdidas, de Balzac]. Hay dosis de insatisfacción que me hacen buscar más allá, rebuscar en mis pensamientos.

En su obra se percibe la importancia de la memoria, de echar la vista atrás.

En nuestro pasado hay más cosas de las que creemos. Arrastramos muchas historias en las que apenas reparamos racionalmente y que sin embargo nos marcan. Hay que excarvar en la memoria, hacer arqueología para saber realmente qué es lo que llevamos dentro. Para escribir mis novelas he necesitado mirar atrás, esforzarme mucho por activar la memoria de los sentidos, remontarme a vivencias familiares y sentimentales. Para lograrlo hace falta concentrarse y estar solo, y sobre todo es imprescindible la lentitud. Sin ella, el pensamiento colapsa.

¿No descuadra el recogimiento con el ritmo de la época actual?

Estamos demasiado acelerados, queremos vivir al ritmo de Twitter, y así el pensamiento no puede desarrollarse correctamente. Estoy algo desencantado con esta época porque me parece todo muy trivial, de consumo rápido, y giramos en torno al dinero y la diversión. Todo tiene que ser superficial. Me da lástima que hayamos roto amarras con el pasado porque somos hijos de 2.000 años de civilización. Parece que ya no le interesa a nadie entender cómo hemos llegado hasta aquí. Incluso las humanidades se están descarnando en el sistema educativo. Noto que vivimos cautivos del presente; la inmediatez me desespera. También está presente un egoísmo general e impera cierto individualismo, y eso me desalienta a veces, pero será porque soy viejo y a todos los viejos nos cuesta ver los cambios generacionales inevitables. Vivimos en una época nueva que no inauguró la caída del muro de Berlín, como pensábamos, sino la aparición de internet. Yo creo que la era poscontemporánea nace con la aparición de internet.

«Utilizo una cuenta con nombre falso, porque un escritor no puede estar desconectado de su época»

Menciona las redes, pero no está presente en ninguna.

No intervengo en ninguna públicamente, pero estoy presente en todas. Utilizo una cuenta con nombre falso, porque un escritor no puede estar desconectado de su época. A mí siempre me interesa el paisaje humano, y parte de ese paisaje se ve en las redes. No soy pesimista con este momento, aunque esté algo desencantado. Me gusta mantener el contacto con la juventud, por eso de vez en cuando voy a dar clases a institutos. Para escribir hay que observar.

¿La literatura le aleja o le acerca a la vida?

Es mi eterna duda, llevo años cuestionándomelo. Sólo sé que la existencia es completamente absurda y que dentro de ese absurdo hay que buscar algún tipo de sentido, una barquita donde navegar tranquilo. Para mí esa barquita es la literatura. Yo he tenido una relación de feliz soltería con la escritura hasta que llegó el momento de casarme con ella. Tenía que saber si valía o no para ser novelista, y eso requiere recogimiento. A veces estoy escribiendo, como cada día, y entonces miro por la ventana y pienso: ¿qué hago aquí encerrado, si la vida está fuera? Pero cuando bajo a la calle me reafirmo en que realmente está en mi escritorio, en casa. La vida puede vivirse encerrado en una habitación escribiendo, pensando, leyendo un libro. Mis novelas me han dado mucha paz y tranquilidad.

Han pasado más de 30 años desde que publicó Juegos de la edad tardía, su primera (y exitosa) novela. ¿Qué ha cambiado en su escritura?

Sigo siendo muy inseguro, afortunadamente. Si no lo fuera, habría caído en la complacencia. Leo todos los días, escribo a diario, es importante mantener cierta disciplina. El éxito es haber hecho en la vida lo que he querido hacer, haber tenido el coraje y la tozudez para llevar a cabo mis proyectos. Con los años he ido dulcificando mi carácter. Con la vida te encuentras todos los días, así que no te queda más remedio que pactar con ella. Según se va haciendo uno mayor, ese pacto debe hacerse más necesario.

¿Con los años uno se hace más hábil para no darse tanta importancia?

Más que el tiempo, la literatura. Si no fuera por ella, sería como mi padre, un Landero sin objetivo. La escritura me ha permitido darles a mis demonios su acomodo, su lugar en el mundo. Hay dos tipos de personas, los que no le piden más a la vida de lo que esta les puede dar, como los Durán, mi familia materna, que son felices. Y luego los eternos insatisfechos, como los Landero, mi familia paterna. Cuando uno le pide a la vida tanto, entra inevitablemente en conflicto con ella y tiene que encontrar un modo de canalizarlo.

¿Qué influencia tiene su padre en sus novelas?

Mi padre me arrebató la infancia. Él era campesino y, aunque no estudió, tenía muchísimas ambiciones. Su gran pasión era que yo fuera alguien en la vida precisamente porque él no había podido lograrlo. Tenía un gran talento para la oratoria, pero no había conseguido encauzarlo y entonces lo proyectó en mí. Yo fui su proyecto de vida, pero chocamos porque él depositó todo su dinero, su empeño y sus ilusiones en mí, y yo no le devolví lo que esperaba. Esa culpa que me quedó ha sido un motor en mi literatura porque siempre me he sentido en deuda con él. Mi padre ha sido mi musa, muchos de mis personajes están inspirados en gente que tenía grandes sueños que no pudo llevar a cabo. En su lecho de muerte le prometí que sería un hombre de provecho y, de algún modo, la literatura me ha permitido cumplir parte de su deseo.

¿Escribir es bordear obsesiones?

Creo que sí. Tengo pocas obsesiones, pero son muy fuertes. Siempre estoy dándole vueltas a lo mismo, rodeo unos temas fijos de los que no puedo escaparme. A veces pienso que me he librado de esa fijación por mi padre, como cuando escribí Lluvia fina: ahí pensé que me había librado de la culpa que arrastro y del tema familiar, pero luego me doy cuenta de que no, de que lo llevo siempre conmigo.

Todo esto también conecta con la nostalgia.

Un escritor siempre está enredado en esa leonera que es la memoria, llena de cachivaches. Yo soy melancólico y nostálgico, aunque procuro defenderme de la nostalgia morbosa, que es paralizante. Los recuerdos pueden ser una trampa que nos destruye. Cuando el pasado invalida de algún modo el presente, nos pueden arrastrar y ahí hay que saber bajar el volumen y rebajar la intensidad para seguir viviendo. La nostalgia es como el whisky: hay que reservarla para determinados momentos del día.

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