Cultura
«No tenemos una cultura de la responsabilidad pública»
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COLABORA2022
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Dicen que escribir es bordear obsesiones, pero Juan Tallón (Ourense, 1975) también sostiene que el oficio implica un homenaje a la paciencia y la insistencia. El escritor gallego lleva 10 años macerando ‘Obra maestra‘ (Anagrama), su última novela, y admite que lo postergó tanto que se convirtió en una auténtica fijación. La historia plantea un misterio que sigue sin resolverse y se remonta al año 2005: ¿cómo pudo desaparecer sin dejar rastro del Museo Reina Sofía una escultura de 38 toneladas de hierro del artista norteamericano Richard Serra? Tallón lleva una década investigando el suceso: ha hablado con ministros, con galeristas de arte, con el equipo del museo, con la jueza que instruyó el caso, con policías, con chatarreros, con taxistas y hasta con el artista Juan Genovés. El resultado es un artefacto disparatado que mezcla realidad y ficción, una crónica novelada con 73 personajes en la que poco importan los límites de lo que es real o no.
Lleva una década persiguiendo esta obra. ¿Nunca tuvo miedo de que alguien le robase la idea?
Sí, era un miedo contante. Yo quería escribirla, pero no sabía cómo, por eso empecé a recoger datos, a hacer un trabajo de campo y a hablar con mucha gente. En cierto sentido, llevo 10 años escribiendo esta novela, pero sin teclear. El proceso de escritura no solo se limita a redactar, también hay que incluir el tiempo de investigación. A veces tenía miedo de que alguien me adelantara, pero me repetía que, si después de mucho tiempo a mí me había costado tanto acumular la información y perseguir la causa judicial, era difícil que otro fuera más rápido. Empecé a escribirla a finales de 2019 y entonces salió rodada.
Compara el proceso de escritura con el de un enamoramiento que decae. ¿Se planteó abandonar el proyecto?
Claro, porque te emocionas y luego la ilusión va decayendo de forma inevitable. Nunca me planteé tirar la toalla, pero ya había entrado en el juego paciente de pensar que, si no eran 10 años, serían 20. La posibilidad de crear la novela alcanzaba picos muy altos de entusiasmo en algunos momentos, como cuando conseguí entrevistar a uno de los policías que llevó la investigación o cuando logré que Carmen Jiménez me recibiera en su casa. Esos pequeños hitos fueron claves para afrontar el decaimiento próximo. Aún así, pese a todas las complicaciones, el temor de abandonar no existió; puedo aceptar morir en el intento, pero no rendirme.
La novela empieza con una escultura de 38 toneladas esfumándose. ¿Cómo se gestiona el arco narrativo empezando con un misterio tan potente?
Fue una de las mayores dificultades a las que me enfrenté. Suelo poner el ejemplo de Alfred Hitchcock con El naufragio de Mary Deare, una película que nunca filmó. Era la historia de un buque que descubren en medio del Atlántico: cuando suben a él ven que está abandonado, pero los motores están aún calientes y no hay señales de vida; los botes salvavidas, sin embargo, han desaparecido. Hitchcock no filmó esa película porque empezaba muy arriba, el misterio era demasiado potente. Yo sabía que solo podía empezar con el artículo de Natividad Pulido publicando la exclusiva de la desaparición de la escultura como por arte de magia. Ese comienzo es tan impactante que lo natural es que se produzca una caída de la trama y, por tanto, un aburrimiento del lector. Ahí es cuando me doy cuenta de que una sola persona no puede gobernar toda la novela, por lo que decido mezclar muchos testimonios. Quería que cada uno se aproximase a la vida de la escultura de un modo único para, así, agotar todos los ángulos desde los que se puede ver la obra.
«A veces, un comienzo es tan impactante que lo natural es que se produzca una caída de la trama y, por tanto, un aburrimiento del lector»
Usa concretamente 73 ángulos distintos. ¿No existe riesgo de repetirse con un crisol de personajes tan amplio?
Sí, pero eso va depurándose después. En la fase de reescritura elimino lo que no aporta nada con el manuscrito ya terminado. Cuando empiezo a escribir, lo que quiero es acabar cuanto antes por miedo a morir en mitad del proceso. Me pasa con todos los libros: una vez que los empiezo tengo que correr y llegar cuanto antes al final, aunque quede mal. Así, si me muero, alguien podrá venir detrás y editar, pero la investigación y el texto principal ya estarán listos.
Es una investigación novelada. ¿Cuáles son los límites entre realidad y ficción?
Mi novela es un proyecto periodístico echado a perder. Hay realidad y ficción a la vez, pero una vez mezcladas es como la teoría del árbol envenenado: en derecho, por pequeña que sea una fruta del árbol, si esta no se ajusta a la norma todo lo demás queda invalidado. Con mi obra ocurre lo mismo. Desde el momento en que hay un solo testimonio inventado pierde completamente la credibilidad periodística. Yo no quería escribir un libro periodístico, simplemente tuve que hacer periodismo para empujar el libro y poder contar el gran misterio de la escultura desaparecida.
¿La escultura es un personaje más?
La escultura está presente con su ausencia, es un elemento invasivo. Cuando se pierde la escultura original, el museo llega a un acuerdo para hacer una copia, lo que fomenta un debate interesante en el arte contemporáneo sobre la originalidad. Hay que recordar que Richard Serra es un artista conceptual que no ejecuta con sus manos. Él tiene una idea, la desarrolla en su cabeza o en maquetas y después colabora con matemáticos, ingenieros y un amplio abanico de técnicos hasta que un tercero construye la obra de arte. Lo que se hizo en la primera versión desaparecida es exactamente lo mismo que con la segunda, y ninguna la hizo Serra con sus manos. Yo, sin embargo, no tengo ningún afán en decir qué es lo que tiene valor artístico y qué no.
¿La aparición de Juan Genovés diciendo que España es un país tercermundista es una crítica a nuestro país y su relación con el arte?
La novela captura un momento concreto de España, que es cuando el país sale de la dictadura y sus creadores empiezan a promocionar el arte. En esa época las instituciones cometían muchas negligencias. La obra se construye en distintas direcciones, y una de ellas es la del funcionamiento de un país desde el punto de vista de la administración pública: la maquinaria lenta y burocrática puede ser muy nociva. Creo que [Juan Genovés] habla de la importancia que le da España al arte, pero también muestra que no tenemos una cultura de la responsabilidad pública. Cuando alguien gestiona lo común tiene la obligación de ser eficiente y, en caso de no serlo, de asumir su responsabilidad. Un cuadro puede desaparecer de cualquier museo, los errores humanos existen. Lo que no sucede en ningún lugar, excepto en España, es que nadie dimita por una dejación. No hubo ningún cese ni ninguna dimisión; todo el mundo se hizo el tonto, algo que aquí se nos da muy bien.
«En la obra se habla de la importancia que España le da al arte, pero también de que no tenemos una cultura de la responsabilidad pública»
Richard Serra no critica al museo por la desaparición. ¿Cómo definiría la postura del artista?
Es elegante, pero sobre todo es inaudita. Richard Serra es prácticamente el único que dice que el Museo Reina Sofía no tiene responsabilidad en la pérdida, llegando a un extraño acuerdo con el museo al aceptar crear una copia como si fuera el original. Quizás el artista estuviera en un momento de su vida en que podría ser generoso. El carácter de Serra va evolucionando a lo largo del tiempo: siempre ha sido alguien huraño, pero también es capaz de actuar con empatía.
¿Por qué incluyó el testimonio de una terrorista?
Ella pertenece a ETA, por lo que me pareció otra forma de aproximación al artista y a lo que vivió España durante aquellos años. Cuando se inaugura el Museo Guggenheim en Bilbao, en 1997, lo hace orbitando en torno a la obra de Richard Serra. Esa inauguración estuvo a punto de ser objeto de un ataque terrorista; todo estaba preparado, pero fracasaron. Mi propósito no era tanto tratar un tema a nivel histórico como agotar todos los ángulos posibles. Quería abarcar todas las posibilidades, decir cosas que no se hubieran dicho del arte de Serra. Para hacer verosímil un testimonio como este tienes que olvidar que eres el escritor. La clave está en asumir que debes pensar, reaccionar y expresarte como alguien que pertenece a una banda terrorista.
¿Qué crees que pasó con la escultura?
El abanico de opciones sigue completamente abierto. Es importante recordar el momento del suceso: a finales de los noventa, en Arganda del Rey, completamente abandonada en una nave de la que nadie había tomado posesión y en un polígono que todavía estaba creciendo. No había vigilancia y, por supuesto, tampoco cámaras. Cabe pensar que la obra fue destruida y fundida, pero por la vía de la mínima inversión. ¿Cómo se puede fundir una escultura sin invertir demasiado en ella? Con una lanza térmica, llevándotela a trocitos. Eso pudo pasar, no es descabellado si tenemos en cuenta el contexto en el que estaba la escultura.
¿No es decepcionante para los lectores encontrarse con un final abierto?
El libro está escrito para que el lector asuma que cada uno de los casi 80 episodios sea absolutamente real. En ese contexto, si dices que la escultura aparece, no encaja. El final tenía que ser así porque, de hecho, la escultura no ha aparecido; casi mejor que no aparezca nunca.
¿Mantener el misterio es más atractivo que resolverlo?
Claro, es mejor para todos: si aparece, la leyenda decae. La resolución del misterio nos puede dar una satisfacción inmediata, pero es como cuando te haces pis en los pantalones. Al principio estás muy calentito, pero después se va ensuciando todo y es incómodo. Además, se le plantearía un problema al museo y al artista en términos de toma de decisiones. ¿Qué tendría más valor, la copia o el original? No pueden convivir las dos obras. El arte es valioso porque es único, no puede haber dos cuadros de Las meninas.
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