Opinión

He aprendido a ser sucio

El mayor reproche que un escritor se encuentra en su carrera es ser él mismo: como los seleccionadores de fútbol de barra de bar, todos sabrían escribir tus libros mejor que tú. Pero con el paso del tiempo, se aprende a ser sucio y a sacar fuerza de soberbia para defenderse de los ataques de traductores y editores.

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07
febrero
2022

«El libro tiene demasiadas opiniones personales», me reprochó, iracunda, una señora en un club de lectura de una biblioteca pública de Madrid, hace años. Yo era aún medio pimpollo en eso de escribir libros y tenía el umbral de sorpresa bajísimo, por lo que no sabía cómo reaccionar cuando alguien me escupía esas cosas. Cogí el libro y se lo mostré a la señora, señalando mi nombre en la cubierta: «Es que lo he escrito yo y contiene un montón de opiniones, todas ellas personales, porque no conozco un solo caso de opinión impersonal, por eso lo firmo», le dije, conteniéndome las ganas de arrojarle el ejemplar a la cabeza y ponerme a dar gritos gorilescos, pues el reproche de la señora era el último de una docena de jaez idéntico. Todos ellos me culpaban de ser yo y de escribir siendo yo. Seguramente esperaban a otro autor, un Javier Marías, por ejemplo, pero la Comunidad de Madrid les había obligado a conformarse conmigo, que tenía un presupuesto más asequible, y no estaban dispuestos a perdonármelo.

Con los años he comprendido que la señora no decía idioteces ni estaba tan desinformada. O, al menos, no las decía más gordas que muchos críticos, editores y correctores, pues el mayor reproche que un escritor se encuentra en su carrera es ser él mismo. Como los seleccionadores de fútbol de barra de bar, todos sabrían escribir tus libros mejor que tú. Como los novios de antes, se proponen afearte los defectos para que te enmiendes y transites hasta el final un camino de perfección. Si no quieres que tu prosa acabe oliendo a Nenuco y parezca salida de una cadena de montaje, limpita, brillante, engrasada e idéntica a otras mil prosas, en algún momento tienes que abandonarles, como dejaste a esa novia insufrible que odiaba tantas cosas de ti. Juan Ramón tiene el aforismo perfecto para estas ocasiones: «He aprendido a ser sucio, y me parece bien».

«Lo que importa de los libros es que huelan a sus autores, que transmitan ese aroma, ese ‘tic’, esa manía»

Los libros serán mejores o peores, y no hay obra maestra que no pueda mejorarse en una penúltima revisión, pero lo que importa es que huelan a sus autores, que transmitan eso que algunos llaman voz, y otros, estilo, no siendo lo uno ni lo otro, sino un aroma, un tic, una manía. Cuando estoy en la ducha, reconozco si es mi hijo o mi mujer quien ha abierto la puerta del baño. No sé decir por qué lo sé: el ímpetu con el que accionan el picaporte o empujan la puerta, los pasos, la respiración… No sabría decirlo, porque es un reconocimiento inmediato: antes de que entren, sé si es uno u otra. A menudo, ese reconocimiento lo causa un defecto: una expresión recurrente, una forma de remover los hielos de una copa, una brusquedad o una torpeza despistada. Cuando nuestros amados mueren, añoramos esas imperfecciones y a veces creemos oírlas o verlas en otros, como un reflejo fantasma. Así me pasa con los libros de los autores que me gustan: los reconozco al abrirlos, en la primera línea. Podrán ser mejores o peores, pero son ellos, y por ellos los leo. A un amigo no se le piden perfecciones ni mejoras. No entiendo por qué a un escritor, cuya lectura es una forma de amistad, sí se las pedimos.

En su prólogo a la traducción del Ulises, José María Valverde dice algo hermoso e impropio de un traductor (pero propio de un poeta, que también lo era). Un crítico muy duro, Edmund Wilson, reprochó a Joyce su verbosidad extrema y cómo le perdía la hinchazón estilística. Valverde le da la razón y dice que le pasaba como a Shakespeare, que era capaz de echar a perder una escena por colocar «un juego sucio de palabras»: «Cabe imaginar cuánto mejor sería Ulises si se hubieran suprimido o reducido [esos] pasajes». Pero tras el punto y seguido, como un buen amigo, le perdona: «Al fin y al cabo, cada libro, como cada persona, tiene los defectos de sus virtudes». Es decir, que tal vez el libro mejoraría con una buena poda, pero dejaría de ser un libro de Joyce.

«Con el paso de los libros, un escritor tiene que sacar fuerzas de soberbia para defender sus defectos de los ataques de traductores y editores»

En el mundo anglosajón abundan más que en el hispano los editores que quieren convertir a sus autores en otra cosa. Intervienen intensamente sobre los textos, discuten cada frase y cada adverbio, cuestionan la estructura y rehacen personajes y tramas. El resultado, a veces, es tan magnífico como impersonal e insulso, como esas maquetas de Lego que reproducen a tamaño real una catedral, sin que den ganas de ponerse a rezar en ella.

Con el paso de los libros, un escritor aprende a ser sucio y a convivir con sus manías. Nos hacemos demasiado mayores para imaginarnos de otro modo y construimos nuestras casas y nuestras vidas a la medida de nuestros defectos. Los incorporamos con plena conciencia a los textos, y en algún momento tenemos que sacar fuerzas de soberbia para defenderlos de los ataques de traductores y editores. Sí, les decimos, esto se podría decir mejor de otra forma, pero yo lo digo así, no de esa otra forma. También podría tener opiniones más profundas y matizadas y un humor más fino y menos insolente, pero no me da la gana cambiarlo. La etiqueta «de autor» significa eso, y los libros no son obras colectivas ni asamblearias, sino una expresión radicalmente individual: si no huelen a su escritor, no sirven para nada. Quizá adornen una estantería o apañen una portada de suplemento cultural, pero no harán compañía a nadie.

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