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Los turcos pusieron poca pólvora en el Partenón

La Grecia clásica es un arma demasiado poderosa en manos de un cateto, y eso es precisamente lo que ha hecho el Estado moderno griego: empoderar a los más tontos de cada aldea (que suelen ser los nacionalistas), haciéndoles creer que descienden de Sócrates.

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27
junio
2025

Cenando al aire libre en una torrefacta aunque gratísima noche ateniense, hablábamos un grupo de escritores griegos y no griegos (yo, para mi desdicha, pertenecía al grupo de los no griegos) sobre el impacto que a un extranjero bien escolarizado le causa el contacto con la lengua griega moderna. Yo celebraba que aquella tarde, tras un acto literario, había dedicado ejemplares de mis libros a lectores con nombres tales como Eurípides, Ifigenia, Antígona, Aristóteles, Eurídice, Aquiles o Penélope. Media Ilíada, un cuarto de Aristófanes y dos tercios de la Odisea se habían puesto en fila ante mí y me pedían que les firmase mi novela, y yo intentaba cumplir la comisión sin hacer demasiados comentarios sobre el hecho de que allí florecían las Antígonas como en mi pueblo las Pilares, pero me salía mal el disimulo, y nuestros amigos griegos, en la cena, no entendían nuestra sorpresa.

Intentamos explicarles que viajar por Grecia supone para nosotros descubrir que todos los grandes conceptos, la metafísica, la mitología y el léxico científico, filosófico y filológico son para los griegos cosas concretas y banales. Nada más aterrizar en Atenas, busqué un baño donde aliviarme, y en la puerta ponía Anthropos. Yo solo iba a mear, pero de pronto me metí en un vórtice de meditaciones existenciales. Un camión de mudanzas se paró frente a mí en un semáforo y me anunció que se dedicaba a las metáforas, que significa «transportes» en griego. Los fornidos mozos que cargaban el camión de muebles se convertían así en poetas finísimos en plena creación. Más hermosa es salida, palabra omnipresente en todos los sitios públicos y en la autopista: éxodos. Έξοδος 24, decía la primera señal que vi en la carretera, y no pude evitar pensar en la Biblia. Por cierto, libro se dice biblio, claro.

La historia se remató en Salónica, desde cuyo paseo marítimo se divisa un monte ni alto ni bajo, ni bello ni feo, uno de esos montes a los que los urbanitas se escapan a merendar algunos domingos y presumen de haberlos trepado en su juventud. Es el monte Olimpo. Para nuestros amigos, un sitio vulgar y cotidiano, nada del otro jueves. Para nosotros… Pues eso, el Olimpo, ¿es que acaso hay que explicarlo? Caminábamos por nuestros exámenes de selectividad, por los cantos de la cólera de Aquiles, por los mismos sitios donde Eurídice y Orfeo se tomaban los gyros con patatas fritas.

Mientras intentábamos que nuestros amigos griegos se pusieran en nuestro lugar (con poca convicción: es muy difícil que alguien comprenda la dimensión epifánica de mear en un aeropuerto, cruzarse con un camión de mudanzas o tomar un desvío en la autopista), me di cuenta de que quien estaba a mi lado guardaba un silencio un poco enfurruñado. Le tiré de la lengua y me dijo que sí, que claro que las raíces léxicas del griego coinciden con las del griego clásico, sobre todo en las palabras vernáculas, y por eso nos suena todo tan familiar, pero que eso es un espejismo idiomático: «El griego moderno —dijo— tiene mucho del turco, que es el idioma con el que más ha estado en contacto, y de otras lenguas vivas, pero a los nacionalistas de mi país no les gusta subrayar esto».

Me interesó su punto de vista, y como en la autopista, tomé el éxodos, abandoné la conversación general y me engolfé en una charla paralela con él. Resultó ser un admirable antinacionalista que vive en un país hipernacionalista. Los otros amigos griegos se lamentaban de que sus compatriotas no apreciasen el peso del legado, que no conociesen a fondo la cultura clásica y se enorgullecieran de ella. Este buen hombre creía que se enorgullecían demasiado. Cualquier politiquillo de tres al cuarto saca a Pericles en los discursos, y hasta el último subsecretario provincial de la administración se cree Sócrates. Los griegos —me decía, y yo le rellenaba la copa de vino para que dijera más— nos creemos mejores que los demás pueblos, la cuna de la civilización, y con tanto chovinismo y tanto nacionalismo no hay manera de construir un país moderno. Cuando los españoles —remató con amargura sabia y gesto de Corto Maltés— os quejáis del nacionalismo, no tenéis ni idea, os quejáis de vicio, no sabéis lo que es de verdad una sociedad nacionalista.

Tan simpático me estaba cayendo que le provoqué con una boutade: entonces —le dije—, tú crees que los turcos pusieron poca pólvora en el Partenón, que lo destruyeron poco.

(Inciso para los de la Logse: en 1687, el Partenón de Atenas explotó, quedando como lo vemos hoy, después de que los turcos lo utilizaran como polvorín.)

Mi amigo hizo una pausa dramática, calibrando si podía decir algo que tal vez no se atrevía a decir en según qué sitios, y concluyó: a veces lo pienso, sí. A veces pienso que no deberían existir todas esas ruinas, que Grecia tiene derecho a empezar de cero, como todos los demás países.

El nacionalismo es la única pasión política que me subleva a lo bravo

Supe que hablaba en serio y le comprendí. Que nos perdone la Unesco, pero le comprendí. El nacionalismo es la única pasión política que me subleva a lo bravo. Tanto, que no podría intimar, querer o tener amistad verdadera con un nacionalista cerril. Entre mis afectos, como se dice ahora, hay gente de toda condición, incluyendo algún que otro bárbaro neoestalinista y algún fachilla que, a fuerza de bromear con serlo, ha acabado siéndolo, como Bela Lugosi y Drácula (cuidado con los disfraces y los carnavales), pero en mi vida no hay nacionalistas. No los soporto, me estomaga su hooliganismo, me parece patético que se emocionen con tonterías y me irrita que crean que su pueblo tiene virtudes y valores superiores a las del pueblo de al lado.

Mientras mi amigo griego soñaba con echar unos kilitos más de pólvora al Partenón, yo pensaba en algunos nacionalistas de mi tierra y en lo insufrible que se tornarían si tuvieran a su disposición, como un bufé libre de alusiones históricas, unas ruinas como las de la Acrópolis. Si ya son plastas, y solo tienen a mano un panteón de reyes aragoneses que no le importan a nadie y un parnasillo de poetas de cuarta fila, imagínate —me decía a mí mismo—, si cada vez que se plantea un debate sobre financiación autonómica o se disputa un partido de fútbol del siglo pudieran citar a Sófocles y a Parménides como colegas suyos o padres venerables. La Grecia clásica es un arma demasiado poderosa en manos de un cateto, y eso es precisamente lo que ha hecho el Estado moderno griego: empoderar a los más tontos de cada aldea (que suelen ser los nacionalistas), haciéndoles creer que descienden de Sócrates.

Imagínate —me seguía diciendo a mí mismo—, que en vez de presumir de nobleza baturra, de hablar con franqueza y de espíritu tenaz, los pregoneros de mi pueblo pudieran presumir de haber pasado del mito al logos o del teorema de Pitágoras. Imagínate que celebran el principio de Arquímedes como expresión folclórica. Su petulancia asfixiaría todo, no dejarían un lugar limpio para el sarcasmo, la conversación sana o la misma democracia. Contemplé a mi ya querido e incomprendido amigo griego y estuve por abrazarle y convidarle a vivir en España, donde tenemos nuestras cosicas, pero las ruinas son modestas, y la antigüedad, descafeinada.

Al volver a casa, ya no me hizo tanta gracia salir por el éxodos. Casi lo veía como ellos, como hay que ver siempre las cosas, con naturalidad, sin epifanías. Por cierto, epifanía: hermosísima palabra griega que significa «superficie». Y a nosotros nos suena tan profunda y misteriosa… Porque somos idiotas, claro.

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