Salud

Por qué comemos chocolate cuando estamos tristes

Consumir ultraprocesados en momentos de malestar psicológico es una respuesta natural del cuerpo para reducir los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Sin embargo, solo provocan un alivio momentáneo del estrés; un círculo vicioso que no responde únicamente a la biología, también a la cultura restrictiva.

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17
diciembre
2021

Estás de bajón, vas a la nevera y sacas una tarrina de helado tamaño XXL para comértela de una sentada. Ni siquiera lo piensas, es un hábito automatizado que te hace engullir lo que sientes a cucharadas. Tristeza, ansiedad y culpabilidad, sea cual sea la emoción desagradable, la digieres con comida, pero cuidado, porque puede desembocar en una mala digestión. No es que el chocolate o la crema de avellanas tengan poder ansiolítico, lo que ocurre es que los ultraprocesados son capaces de modificar nuestras hormonas para engañar a nuestro cerebro, pero ese efecto es pasajero y dependiente de otro factor: la cultura de la restricción.

Todo comienza en las glándulas suprarrenales, dos pequeñas zonas de nuestro cuerpo ubicadas encima de los riñones. Pese a su diminuto tamaño, estas glándulas son las encargadas de producir cortisol, coloquialmente conocido como ‘la hormona del estrés’. Tiene muchas funciones: aumenta el nivel de glucosa en sangre, inhibe al sistema inmunitario, disminuye la formación ósea y estimula la degradación de proteínas y grasas… Es decir, cuando nuestro cuerpo libera cortisol es más probable que tengamos el azúcar por las nubes, que los músculos se atrofien, que los huesos no crezcan y que las defensas se encuentren bajo mínimos.

Los ultraprocesados pueden modificar las hormonas para engañar al cerebro, pero este es un efecto pasajero

¿Por qué el cuerpo, si es tan inteligente, segrega una sustancia que prácticamente lo destruye? Para responder a esta pregunta debemos imaginar una escena: una gacela pasea tranquilamente por la sabana cuando, a lo lejos, descubre un guepardo al acecho. Su cerebro va a detectar un peligro e inmediatamente enviará una señal generalizada al resto del cuerpo. Sus pulmones funcionarán más rápido para que llegue más oxígeno a la sangre. Su corazón bombeará con más fuerza para que la sangre llegue a todos los músculos. Sus músculos se activarán para que pueda huir. Todos estos procesos no serían posibles sin el cortisol. 

Esta hormona es capaz de coordinar nuestra energía quitándola de donde no hace falta y colocándola allí donde es indispensable. En ese momento, la gacela asustada no necesita que su sistema inmune esté funcionando a la perfección o que sus huesos crezcan fuertes y sanos; necesita correr. Y para ello se debe aumentar la glucosa en sangre, puesto que es la gasolina del cuerpo. ¿Qué ocurre si no hay glucosa suficiente? Que se degradarán las proteínas y las grasas. ¿Y dónde se encuentran? En los músculos y el tejido adiposo. Ahora la pregunta anterior cobra un sentido diferente: el cuerpo segrega una sustancia que destruye lo mínimo para poder salvar lo máximo.

Los seres humanos no somos gacelas, pero sí que estamos expuestos a situaciones ansiógenas. Por ejemplo, una ruptura amorosa, sentirnos aislados en una sociedad individualista, la precariedad laboral, poder llegar a fin de mes, pagar el alquiler de un piso diminuto a un precio desorbitado o la incertidumbre sanitaria provocada por el coronavirus. Estamos expuestos a estresores que, si bien no suponen un peligro mortal, sí que amenazan nuestra calidad de vida y, lo peor de todo, son duraderos en el tiempo. Es en ese momento cuando el cortisol hace su entrada triunfal provocando unos altos niveles que, de cronificarse, se asociarían a una peor respuesta inmunológica, así como a pérdida de materia gris en el hipocampo, la zona del cerebro responsable de la memoria.

Los ultraprocesados y el cortisol, una relación complicada

El cuerpo sabe que los efectos del cortisol a largo plazo son dañinos y por eso genera estrategias que reduzcan su impacto. Por ejemplo, el consumo de ultraprocesados ricos en carbohidratos simples o grasas saturadas. Cuando nos comemos esa tarrina de helado, sus niveles bajan, pero ese efecto dura muy poco tiempo, produciéndose una subida repentina a posteriori que nos incita a comer todavía más.

Como si de un trabajo en equipo se tratase, entra también en juego el área tegmental ventral, un cúmulo de neuronas implicadas en los comportamientos adictivos. Efectivamente, los ultraprocesados provocan una respuesta similar a la de las drogas y nuestro cerebro nos incita a consumirlos de forma descontrolada. 

Para romper el círculo vicioso, el primer paso es dejar de demonizar estos alimentos: solo aumentará el ansia por consumirlos

Pero no todo es fisiología, y es que las influencias del contexto guardan un papel muy relevante en la relación entre la comida y el estado de ánimo. La cultura de la restricción en la que vivimos nos enseña desde niños que hay comidas buenas y comidas malas, pero también comidas que son un premio y comidas que son un castigo. Ese etiquetado paradójico genera una relación obsesiva basada en la culpa. Las golosinas, los bollicaos o las galletas son ‘guarrerías’ que solo podemos consumir ocasionalmente, sin embargo, se utilizan como premios cuando nos portamos bien o cuando otro niño celebra su cumpleaños.

Crecemos con esta creencia de que hay alimentos que son malos pero deseables, y cuando estamos tristes, ansiosos o frustrados aparece un pensamiento: «Estoy mal, y como estoy mal me merezco un pequeño premio». ¿El premio? Esos ultraprocesados que en la rutina diaria están vetados.

Romper este círculo vicioso de deseo y culpabilidad no es fácil. El primer paso implica dejar de demonizar a los ultraprocesados. No son los alimentos más nutritivos, es cierto, pero generar una actitud represiva frente a ellos solo aumentará el ansia por su consumo.

En el equilibrio está la virtud, y de cara a reducir los niveles de cortisol, los ultraprocesados no son la estrategia más recomendable. ¿La alternativa más eficaz? Priorizar las proteínas, grasas insaturadas y carbohidratos complejos en nuestra dieta y, más allá de la alimentación, tener una buena higiene del sueño, pasar más tiempo al aire libre, practicar técnicas de relajación y, sobre todo, cuidar nuestra salud mental, un desiderátum si nuestra rutina está marcada por la restricción.

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