Cultura
Dostoyevski y la apasionada defensa de la libertad
Mientras las sociedades occidentales se debaten entre la elección de la seguridad y la libertad a causa de la pandemia, el bicentenario del nacimiento del genio ruso nos permite volver a su obra y a su defensa de la libertad como una cualidad inherentemente humana.
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En las postrimerías del 2021, a escasos días de que este irregular y extraño año fenezca y las 12 campanadas anuncien el inicio de un nuevo año más esperanzador, recordamos el alumbramiento de quien hace 200 años nacía para hacernos partícipes de los intrincados vericuetos del ser humano: de sus luces y sombras, de su fragilidad y magnanimidad.
Fiódor Dostoyevski ha sido, para muchos, el más grande escritor de todos los tiempos. Y lo es más allá de sus cualidades literarias, porque todas sus novelas y sus personajes, aunque ligados al alma y pueblo ruso, trascienden todo tiempo y espacio, enfrentando al lector a esa tarea tan personal de asumir los riesgos de su propia existencia y las responsabilidades derivadas de sus libres elecciones vitales.
Más allá del retrato de la sociedad del imperio zarista –de sus radicales injusticias, de su corrupción y vulgaridad–, cada novela de Dostoyevski pone en primer plano un dilema moral y una lucha psicológica entre el bien y el mal. Como el propio Dostoyevski escribiera en una reseña sobre la novela de Tolstoi, Anna Karenina, «el mal reside más profundamente en los seres humanos de lo que suponen nuestros médicos sociales; ninguna estructura social eliminará el mal; el alma humana seguirá siendo como siempre ha sido […] y, las leyes del alma humana son todavía tan poco conocidas, resultan tan recónditas y misteriosas para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales».
Dostoyevski descubre que lo que nos hace humanos por encima de todo es la facultad de elegir –cada uno en sus circunstancias– entre posibles conductas: es la facultad de debatir internamente en nuestra conciencia, de decidir entre obrar el bien y el mal, entre el egoísmo y la generosidad. Para Dostoyevski, la vida del ser humano es ante todo el marco donde se debate esa lucha de la cual no podemos huir.
Dostoyevski: «El hacer humano parece consistir solo en que la persona se demuestre así misma a cada instante que es una persona y no una clavija»
En esta pandemia, donde particularmente se enfrentan seguridad y libertad y parece racional sacrificar la segunda por conseguir la primera, leer a Dostoyevski nos invita a reflexionar sobre el valor de esta. «¿Qué me importan a mí las leyes de la naturaleza y la aritmética –escribe el ruso en Memorias del subsuelo– cuando por alguna razón desprecio esas leyes?». Más adelante se pregunta «¿Qué hacer con los millones de casos que atestiguan que la gente, a sabiendas, entendiendo perfectamente la naturaleza de sus verdaderos beneficios, los relegaron a un segundo plano para precipitarse por otra senda, una de riesgo, de incertidumbre, sin que nada ni nadie los forzase a ello, sin más razón aparente que la de no querer seguir el camino señalado, y terca, caprichosamente, se abrieron otro, duro y absurdo, buscándolo casi en la oscuridad? Dicen ustedes: la propia ciencia enseñará al hombre que en realidad carece de voluntad y de capricho y que nunca los tuvo, y que el mismo no es más que una especie de tecla de piano o de clavija de órgano. ¿Qué les parece, señores, si damos una buena patada a todas esta cordura, mandamos al diablo a todos estos logaritmos y volvemos a vivir según nuestro estúpido albedrío?».
La utopía comunista suponía que el hombre era, como ya había adelantado Rousseau, bueno por naturaleza y que el mal era resultado de un orden social injusto, de tal modo que solo un mundo igualitario conseguido por la revolución sería la antesala del paraíso. Dostoyevski rechaza de modo radical estas ideas. «La gente –escribe en Memorias del subsuelo–, vería de pronto que ya no tiene vida, que no tiene libertad de espíritu, ni voluntad, ni personalidad […] vería que su imagen humana ha desaparecido […] que sus vidas han sido arrebatadas en aras del pan, de las «piedras convertidas en pan»». Esta es la enseñanza del autor: «Yo creo en esto, respondo por ello, porque al fin y al cabo todo el hacer humano parece consistir solo en que la persona se demuestre así misma a cada instante que es una persona y no una clavija».
Hoy el mundo se enfrenta a retos muy distintos de aquellos a los que se enfrentaba hace 200 años. Ya no solo los Estados, sino también las grandes corporaciones tecnológicas pretenden conocernos para poder predecir nuestras acciones (e incluso predeterminarlas). En este escenario, cada vez más real, la obra del genio ruso nos recuerda que el bienestar no debe ser lo único a lo que aspire el hombre, máxime cuando ello es a costa de la libertad. Una tentación a la que hoy se nos expone constantemente, y de la que ya nos apercibió Dostoyevski: la libertad tiene un coste, y este, a veces alto, nos impulsa en ocasiones a querer librarnos de ella.
En El gran inquisidor, el relato incluido en la novela Los hermanos Karamazov, Dostoyevski relata una segunda venida de Cristo. No es la venida prometida al final de los siglos, sino de una simple visita para la que ha escogido la Sevilla de la Inquisición española y «el llamear de las hogueras». Cristo es enseguida reconocido por la multitud que le sigue. Hace ver a un ciego, resucita a una niña y el cardenal que le observa desde lejos ordena su detención. Ya de noche, el Gran Inquisidor visita al detenido en los calabozos del Santo Oficio. «¿Por qué has venido a molestarnos?», le pregunta. Tras recordarle las tres tentaciones del desierto, monologa sobre el supuesto fracaso de Cristo al hacer al hombre libre, «una libertad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!».
Su obra nos recuerda que el bienestar no debe ser lo único a lo que aspire el hombre, máxime cuando ello es a costa de la libertad
«Si hubieras consentido –echa en cara el Inquisidor a Jesús, mientras este escucha en silencio– en tornar en panes las piedras del desierto hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad. Le hubieras dado un amo, un ser ante quien inclinarse. Rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre. La rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad. […] Han pasado 15 siglos: ve y juzga», le inquiere el Gran Inquisidor. «¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas».
La actitud del Gran Inquisidor es la de quien se muestra decidido, dada la debilidad de la mayoría de los hombres, a constreñir la libertad de estos alegando como excusa su propio bien. «Hemos corregido tu obra. La hemos basado en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado», explica a Jesús.
Dostoyevski defiende apasionadamente la libertad a pesar de los riesgos más devastadores que pueden derivarse de una rechazable –e incluso repulsiva– elección. El modelo ético propuesto por Dostoyevski es el de la responsabilidad moral por las propias acciones decididas mediante la voluntad. Dostoyevski apuesta por la defensa a ultranza de la libertad individual a pesar de los lastres, sufrimientos e incluso perversas decisiones que la misma pueda generar. La libertad es lo que nos hace más específicamente humanos. Tal como escribió el escritor ruso en El Gran Inquisidor, «el misterio de la existencia humana no estriba sólo en el hecho de vivir, sino en decidir libremente para qué se vive».
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