Ucrania

¿Cancelar la cultura rusa?

El boicot descansa sobre la idea de identificar necesariamente un producto cultural con el propio instigador de la guerra, comparando así a pacifistas como León Tolstói con el propio Vladímir Putin.

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04
mayo
2022
Retrato de León Tolstói por Iliá Repin (1887).

La guerra comenzada por Rusia en Ucrania parece lucharse no solo en el frente militar, sino también en otros como el económico. No es accidental: la economía es esencial para determinar la victoria o derrota de un Estado en un conflicto armado. Sin embargo, en ocasiones hay quienes entablan, además, guerras que aspiran a boicotear la propia cultura del país infractor, incluso a pesar del escaso peso que esta tiene a la hora de decidir quién ha de ganar o perder una guerra. Es el caso del Reino Unido, desde donde se ha llegado a decir que «la cultura es el tercer frente de la guerra de Ucrania». Pero ¿es justo cancelar toda la obra de un país, como hoy ocurre con la cultura rusa?

En primer lugar, esta idea se basa en una distorsión generalizada: ¿hemos de comprender todo libro, película o pintura rusa como sometida a las políticas del gobierno de Vladímir Putin? El boicot descansa sobre la idea de identificar necesariamente un producto cultural con el propio instigador de la guerra. De acuerdo con esta lógica, la obra de Ramiro Ledesma, fundador de la Falange, obedecería a los mismos principios que las políticas del ex presidente Jose Luis Rodríguez Zapatero por el mero hecho de que ambos son españoles.

A ello se suma la imposibilidad de establecer un perímetro adecuado: cuando se censura la cultura ajena debemos tener en cuenta que se perjudica también la propia, puesto que la cultura no es verdaderamente propiedad de nadie, sino que opera siempre en el ámbito colectivo a modo de fertilizante, enriqueciendo culturas ajenas. La cultura es siempre mestiza y se propaga por sí misma al margen de cualquier bloqueo y censura. Al fin y al cabo, se halla en sintonía con nuestras necesidades más atávicas: somos animales culturales.

¿Hemos de comprender todo libro, película o pintura rusa como sometida a las políticas del gobierno de Putin?

Cancelar la cultura rusa, por tanto, parece un sinsentido, sobre todo si tenemos en cuenta la importancia y el peso que dicha cultura ha tenido en el mundo. Sorprende, por tanto, que hayan surgidos voces occidentales que traten de boicotear los productos culturales rusos. Es el caso del líder del PSOE en Málaga, que puso en vilo la continuidad del Museo Ruso de la ciudad, la retirada de películas rusas de carteleras o la ruptura de Francia con diversas instituciones culturales rusas. En Canadá se ha impedido, de hecho, la actuación del pianista ruso y niño prodigio Alexander Malofeev, incluso tras haber condenado este la propia invasión de Ucrania.

La cancelación de un curso acerca de Dostoyevski en la Universidad de Milano-Bicocca representa a la perfección el absurdo que puede representar este ataque a la cultura: «Si para procurar al hombre la paz y la tranquilidad fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello?», se preguntaba con el más profundo escepticismo en Los hermanos Karamázov.

Da la impresión de que los ataques a la cultura subrayan la gran importancia que se otorga hoy a lo simbólico; es decir, a la representación y al lenguaje, como si tales ámbitos jugasen un papel decisivo en los acontecimientos que tienen lugar a nuestro alrededor. La cultura es, en este sentido, el terreno privilegiado de lo simbólico y lo representacional, una elaboración creada artificialmente que, de algún modo, replica la vida sin corresponder la inmediatez de esta. La cultura es esencial para nuestra vida, pero cancelarla o modificarla nunca ha servido, hasta el momento, ni para vencer guerras ni para transformar nuestras vidas de un modo tan radical como algunos parecen esperar.

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