Opinión

El narcisismo político contra la democracia

En la autocomplacencia de la propia identidad se diluye la empatía hacia los demás y se acrecienta la desconfianza hacia las instituciones comunes desapareciendo, en definitiva, las virtudes cívicas que constituyen el cemento de una democracia sana. 

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30
septiembre
2021

Convertir las ventanas en espejos autorreferenciales. Las conversaciones en ecos reverberantes y onanistas. La confianza en mesianismo y lealtad claudicante. Y los equipos en coros y público acrítico es parte de las muchas –y peligrosas– derivas que tiene el narcisismo cuando se convierte en identidad y característica del gobernante político. Todas ellas apuntan a un mismo foco: suplantar el liderazgo transformador por el hiperliderazgo personalista. Del nosotros, al yo. Del sujeto colectivo, al individual.

Pero seamos sinceros: el narcisismo político no es sino un aspecto más de una sociedad cada vez más narcisista. No cabe duda de que esta epidemia contribuye en gran medida al éxito preocupante y amenazante de los populismos. La aceptación social de personalidades políticas abiertamente narcisistas como Silvio Berlusconi, Beppe Grillo, Donald Trump o Boris Johnson, por citar solo algunos, no se entiende sino es en el contexto de una sociedad con acusados rasgos narcisistas.

Lo ha explicado con brillantez Víctor Lapuente en su libro más reciente, Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista (Península): «El egocentrismo narcisista propio de nuestra época es el resultado de un doble programa ideológico, el de la nueva derecha y la nueva izquierda que empezaron a surgir en los años setenta y se han consolidado en este siglo. Ambas ideologías pecan de lo mismo: fomentar un excesivo individualismo. La nueva derecha, un individualismo económico, y la nueva izquierda, un individualismo cultural. Como consecuencia, nos hemos entregado todos a un individualismo rampante, destructivo con la comunidad y con nosotros mismos».

«Las virtudes del individualismo mutan en vicios cuando aparece su lado oscuro, que no es otro que el narcisismo»

Pero políticos narcisistas han existido siempre, con casos verdaderamente patológicos. La psiquiatra y psicoanalista francesa, Marie-France Hirigoyen (1949), tras su rotundo éxito en los años 1990, cuando denunció el acoso moral en un best seller y consiguió que se tipificara como delito, vuelve hoy con Los narcisos (Paidós), un libro en el que pone el dedo en la llaga de todos los males que nos deja una sociedad que, individualista, competitiva en extremo e insegura, está liderada por narcisistas patológicos.

La exacerbación del narcisismo político supone un peligro para la democracia, causado por un individualismo hipertrofiado. Las virtudes del individualismo, como la autonomía y la responsabilidad personal que incentivan la iniciativa para actuar y representan un antídoto de la corrupción institucional, mutan en vicios cuando aparece su lado oscuro, que no es otro que el narcisismo. En la autocomplacencia de la propia identidad se diluye la empatía hacia los demás, se acrecienta la desconfianza hacia las instituciones comunes, desaparecen, en definitiva, las virtudes cívicas que constituyen el cemento de una democracia sana.

El narciso político no solo cree que es especial, sino único, elegido y llamado a dejar huella en la historia. Su obsesión por la visibilidad, el reconocimiento y la adulación le llevan a prácticas políticas efímeras, pero efectistas, o bien a gestos adanistas sin complejos ni mesura. El narciso hará cualquier cosa por alargar el encanto, hasta perder la noción de la realidad. Así, la huella —y su notoriedad— se convierte en el objetivo. El camino y sus consecuencias es casi irrelevante. Es la diferencia entre el destello y la luz. El destello, deslumbra. La luz, guía. 

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