Opinión

Contra el dogmatismo

Cuando dudamos menos, la sociedad se fragmenta y la razón deja de ser atractiva. Es entonces cuando se construyen posiciones fundamentalistas que ofrecen como algo nuevo ideas viejas, hoy con otros nombres y con una dialéctica y estrategia diferentes, pero divisorias y de final predecible.

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05
octubre
2021

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Vivimos tiempos de enfado, de grosería dogmática en la plaza pública digital y de voluntad destructiva de todo aquello que nos hizo más fuertes como sociedad. La pandemia global que hemos sufrido –y cuyos efectos aún permanecerán entre nosotros durante un tiempo– ha inflamado algunos de los males que ya padecíamos, como el cuestionamiento del sistema político liberal por parte de fuerzas de corte populista o la fragilidad de las opciones políticas convencionales que han difuminado su discurso ante el empuje de los enemigos de la libertad. También la velocidad parece haber aumentado; cada vez todo va más rápido y no hay tiempo para pensar ni lugar para la reflexión, la duda o la curiosidad. Más flagrante aún es la falta de acuerdo y generosidad para hacer reformas que nos permitan abordar los numerosos retos globales y locales a los que nos enfrentamos.

Nuestra convivencia se configura con una arquitectura que, desde sus cimientos, representa un orden lógico y sólido de las cosas. No, no somos herederos de una construcción casual ni hemos recibido graciosamente una suerte sin causa. Al contrario, con sus virtudes y defectos, el modelo de convivencia del que disfrutamos se ha ido forjando, perfeccionando y evolucionando, consciente de la complejidad de la sociedad plural a la que servía y siendo garante de las condiciones elementales para la justicia, el progreso y la libertad del individuo.

Por eso, el modelo político liberal no nos convoca en torno a una idea de pureza de sangre o raza, tampoco ideológica o territorial. Básicamente, su promesa es la de una convivencia en libertad que no nos haga renunciar a nuestra particular forma de entender el mundo, la vida o la política, y que establezca las reglas para un pacto de convivencia entre diferentes personas.

La historia nos demuestra –y no hace falta ser ningún experto para saberlo– cómo las sociedades que han tenido éxito, y una vida más o menos larga, son aquellas que han respetado y fortalecido sus instituciones. Aquellas que han prestigiado el debate y pactado en la discrepancia para seguir avanzando… hasta que dejaron de hacerlo.

«Conviene hacer apología de la impureza y de la exaltación de la duda»

Asomándonos a la actualidad, a los debates políticos y a su gruesa dialéctica, comprobamos que el discurso de constante confrontación gana cuota de mercado electoral y genera inestabilidad. El dogmatismo ideológico que polariza el debate público no se explica solo por el miedo y la incertidumbre laboral y económica, las crisis migratorias o las consecuencias identitarias de la globalización y la corrupción política. Al menos, no únicamente por ello. La curiosidad por la opinión del discrepante languidece en el mundo digital, que convoca adeptos de una nueva religión y no admite concesión alguna. Al contrario: cerca en cajas de resonancia a sus militantes, consciente de que la polarización se alimenta del dogmatismo y de la pérdida de prestigio de la duda.

Nos empobrecemos porque dudamos menos, porque se fragmenta la sociedad y la razón ya no es sexi. Cuando eso sucede, quienes triunfan son los que ofrecen certezas burdas. Si el pensamiento woke coloniza el discurso de la izquierda, el discurso alt-right lo hace en la derecha. Se trata de posiciones fundamentalistas que ofrecen como algo nuevo ideas viejas, hoy con otros nombres y con una dialéctica y estrategia diferentes, pero divisorias y de final predecible.

Nuestra democracia liberal presuponía su hegemonía en otro mundo, y ahora opera con serias dificultades en este nuevo escenario. La tentación de algunos, lo que a mi juicio es fruto de la contaminación que provoca el dogmatismo, es abandonar la moderación. Creen –o eso dicen– que no da resultado porque no se puede ser blando en un mundo de duros. La democracia en sociedades modernas y plurales es confrontación de ideas y argumentos. Pero eso no debe ser un fin en sí mismo, sino una herramienta para buscar el acuerdo y progresar. No se trata de renunciar a las ideas propias: la cuestión es entender que el de enfrente también tiene las suyas, y que, si operan dentro del marco democrático y de la razón, el acuerdo entre diferentes es lo único que nos permitirá ser mejores.

Conviene hacer apología de la impureza y de la exaltación de la duda, porque ante un mundo en constante cambio solo la deliberación y la generosidad nos darán respuestas eficaces. Cada generación busca su épica y, al contrario de lo que puede parecer hoy, la de nuestro tiempo no se halla en la victoria entre bloques enfrentados. En realidad, se encuentra en rechazar esos bloques y volver a recuperar la búsqueda de la razón entre quienes, aun siendo mayoría, parecen silenciados por el ruido de las nuevas clerecías, tan dogmáticas y seguras de sí mismas como nocivas y letales para nuestra convivencia. Aún estamos a tiempo de que no terminen destruyéndolo todo, pero no tenemos tiempo que perder.

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