Cultura
«Los humanos no necesitamos a ningún diablo para generar maldad en el mundo»
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‘Un largo tiempo’, el reciente disco de Miguel Ríos (Granada, 1944), decano del rock español, es un álbum de espíritu insumiso. Contiene canciones de ‘folk’, ‘blues’ y ‘rock’ crepuscular en formato esencial, interpretadas con la profundidad, el peso y el tempo que solo quedan reservados a los verdaderos expertos. Pionero en todo, Miguel Ríos lleva seis decenios abriendo caminos que no se habían explorado hasta que él decidió hacerlo. Es una figura fundamental en el desarrollo y profesionalización de nuestra industria musical y buena parte de su obra se ha instalado a perpetuidad en la memoria colectiva de España. ‘Ethic’ charla con él del día después de su 77 cumpleaños.
Su nuevo disco tiene un punto de reivindicación. De su oficio, pero también del rock and roll. En España a finales de cincuenta y primeros sesenta tenían un componente casi subversivo.
Sí, la intención de algunas de las canciones es rememorativa en cierta forma. Ahora, en el transcurso del tiempo, me di cuenta de que sé más de lo que sabía antes sobre lo que me gustaba; y ahora sé más por qué me gustaba. El rock and roll era una intuición, no sabía por qué me gustaba ni tenía más información que lo que venía de Estados Unidos. Siempre me ha intrigado mucho por qué algo que desconocía me emocionaba tanto. Ahora me doy cuenta, porque ya sé de dónde viene y es fantástico. Ahora mismo está la novelación de la historia, la libertad y rock and roll que por ejemplo está en mi canción Memphis-Granada. Pero era una libertad ahora adornada con el argumento de que, por entonces, se desconocía que había tanta libertad fuera. Todo este tipo de cosas han ido coincidiendo y el relato, en vez de desinflarse, se ha asentado y justificado tanto ideológica como emocionalmente.
Y menos mal, ¿no?
Claro, porque hay desilusiones terribles. Cuando saltas sin paracaídas y no conoces muy bien los mecanismos de apertura te puedes llevar una hostia muy significativa. Eso es así. Yo no lo hice por heroísmo, sino porque no tenía más remedio. Es que va más allá del deseo, está en la necesidad. Porque te encuentras de repente con una gramola donde suena una canción que no sabes por qué te pone eléctrico. Después todo el proceso es ahondar.
Esa canción, Memphis-Granada, alude a ese trabajo de dependiente en los Almacenes Olmedo que consigue siendo un chaval y que le pone sobre la pista del rock. ¿Todo eso pasó por casualidad?
Fue un cruce del destino. Los Almacenes Olmedo fueron la primera tienda que hubo en Granada de este tipo. No tenía discos al principio, pero luego hicieron un local a escasos 40 metros del local original. Yo llevaba un año y pico de aprendiz y ya había cantado con uno de los hermanos del dueño. Me puse ahí a abrir cajas de discos, de donde salieron maravillas. De pronto, abres una caja de RCA y ves Hound Dog de Elvis Presley. Y por otro lado el Dúo Dinámico, Los Teen Tops… gente que cantaba en tu idioma y hacían posible el sueño. Todo lo que se da alrededor de eso, porque uno de los vendedores que viene a traer las muestras de los discos me oye en la radio cantar con un grupo.
«Me ha gustado vivir bien, pero dentro de unos parámetros que tienen que ver con mi concepto de la decencia»
Además de este hilo de casualidades están las intuiciones de las que hablaba. Porque ya había comprobado que emocionaba a la gente al cantar cuando estaba en el coro de los Salesianos. Y se viene a Madrid a cantar subido en el camión de uno de sus cuñados.
Al pasar el tiempo, noté que en la tienda las cosas se habían puesto un poco raras porque dedicaba más atención a la música. El grupo con el que grabé la primera maqueta era profesional y con esos tíos ya acariciaba la certeza de que a los 18 años podría cantar con ellos. Me escriben una carta diciendo que tienen intención de contratarme y yo lo doy por un contrato hecho, cuando era un contrato de intenciones. Y así mi cuñado, que era delegado de una empresa de alimentación, le dijo a uno de los conductores que me llevara a Madrid. Y así fue empezó la aventura.
Otra canción que llama la atención es Cruce de caminos, con una reflexión sobre el precio a pagar para mantenerse en los escenarios durante medio siglo. ¿Mereció la pena?
He recibido muchísimo más de lo que podía esperar durante mucho más tiempo del que podía esperar. En cierta forma sí he tenido una seguridad. Cuando hicimos El río y Vuelvo a Granada (1968), vi en qué proporciones entraba el dinero (cuando entraba). Los discos anteriores no habían dado tanto y vivía a salto de mata. Me di cuenta de que, dependiendo de mi ambición o del aprecio al dinero, podría tener una carrera en largos términos, lo que me permitió aprender a hacer discos. Porque no tenía mucho conocimiento, pero sí intuición para coger compañeros de viaje. Los músicos, la gente con la que tocaba eran muy creativos y siempre me han ayudado mucho. La idea siempre la da por donde te estás moviendo con la música. El ambiente de la música crea una ensoñación lírica que viene dada por esa imaginería recurrente a los artistas de que hemos tenido que vender el alma al diablo. Sobre todo cuando corroboras que el diablo no existe, o que eres tú. Pero, a efectos de la maldad que se pueda generar en el mundo, no nos hace falta ningún diablo a los seres humanos para perpetrarla.
Ha hablado de ganar una gran cantidad de dinero cuando las cosas empezaron a ir bien. Pero también ha perdido dinero. Por ejemplo con la gira Rock en el ruedo (1985), que fue una cima escénica pero le dejó un gran boquete.
Artísticamente fue mi momento más brillante. Lo que pasa es que en los planteamientos siempre fallé en algo. Palmamos por no hacer bien las cuentas. Nos costaba más dar el concierto aunque llenáramos la plaza. Construimos tres escenarios y se fue un pastón de aquella época. Pero bueno, no soy muy pesetero. Me ha gustado vivir bien, como a todo el mundo, pero dentro de unos parámetros que tienen que ver con mi concepto de la decencia. Eso de ser rico hasta la indecencia no me ha gustado en la vida.
«Da pavor oír cómo se pueden cuestionar cosas incuestionables, con una indecencia absoluta»
Blues de la tercera edad tiene mucha actualidad, porque reivindica el oficio pero también haba de lo que supone envejecer y ser un anciano en tiempos de culto permanente a la juventud. Más aún después de todo lo que hemos visto durante la pandemia. Y nos recuerda también que parte de las libertades que disfrutamos ahora las pelearon otros.
Las peleamos nosotros, pero lo curioso es que ese culto a la juventud lo creamos, precisamente, nosotros. La juventud empieza a tener importancia en los 60 por el rock and roll y la contracultura. Antes no existía el término, sino que te decían «vivirás como vivía tu padre, te pondrás la chaqueta que deje tu padre, cogerás el trabajo que tuvo tu padre». De ahí ese reivindicativo de la generación. Por eso me gustaba ir a las manifestaciones de Recortes Cero contra los pensionazos. No por mí, porque estuve tres años de jubilado cuando me retiré y me dieron 800 euros al mes. Lo que tiene valor del tema es que somos nosotros los que tenemos que reivindicar el derecho a vivir toda la existencia. Hace tiempo me reuní junto a Luis García Montero con Francisco Ayala cuando estaba llegando su centenario porque queríamos hacer un disco con la música que le había interesado durante su vida. Cuando escuchábamos sus memorias, pensaba «cien años ha tenido este hombre para equivocarse». Y, sin embargo, ahí estaba, incólume, con una gran andadura. ¿Y quién va a defenderle? Pues su propia biografía. No sé explicarlo de otra forma: es la reivindicación del del derecho a ser tú todo el tiempo, desde que tenías 16 y luchabas por el reconocimiento a esa edad, hasta esta.
La estirpe de Caín tiene una imagen potente y actual. ¿Qué sensación te deja el uso de la palabra ‘libertad’ y el concepto que tienen algunas personas que probablemente no han tenido que luchar por ella?
Es la única canción que he hecho en la pandemia. La hice después de la segunda ola, cuando empezó la revolución de Barrio de Salamanca y ese tipo de rollos. La madre de ese verso es la imagen de un tío en un Mercedes descapotable con un megáfono, en el asiento de atrás, con chófer de librea, gritando libertad. Era muy impactante porque en la misma noticia dabas la vuelta a la cámara, te ibas tres kilómetros más allá y veías las colas del hambre. Me provocó muchísima angustia. El uso de la palabra libertad ha sido obsceno. Parece ser que nos toca vivir estereotipos así. Habla de una forma muy preocupante sobre quién compra ese discurso, al margen de la diatriba política en todos los sentidos, en todos los aspectos, en todas las ideologías. Es un mensaje chato, sin aristas. Da pavor oír cómo se pueden cuestionar cosas incuestionables, como la legitimidad del gobierno, con una indecencia absoluta. Se han dicho barbaridades acojonantes. Estamos –la humanidad– en una situación muy complicada y nos estamos dando cuenta de que no tenemos futuro, de que la gente se va a matar por tener agua y que eso lo pueden vivir las próximas generaciones –por ejemplo, mi hija o los hijos de mi hija–. Si yo no cierro el grifo a mí no me pasa nada, pero hay que cerrarlo. Todo ese ruido interesado del que hablo en la canción vuelve cuando se tiene más información que nunca, cuando se está más en la posibilidad de análisis real de los hechos, cuando se tiene más acceso a todo. Que pase ahora me da un poco de grima.
La última vez que le vi en directo fue hace tres años con la gira Symphonic Ríos, en el Teatro Real de Madrid. No pareció que aquello hubiera espantado a tu madre, a quien le tiraba para atrás que te pudieras hacer viejo sobre el escenario.
Es que ahí tengo yo mucha parte de culpa, porque la llevé a ver a Machín, que era un viejo de verdad. Arrugado como una pasa, una bellísima persona. Fragilidad absoluta. Cuando salió del camerino, mi madre me dijo: «Oye niño, no vayas a hacer tu eso». Sin embargo, mi padre murió cuando tenía 62 años, y era un anciano, como ahora los de 80 años. Incluso la senectud ya no es lo que era. Viene pisando fuerte.
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