Opinión

Las dos Españas, ¿de nuevo enfrentadas?

La historia es maestra en enseñarnos la fragilidad de las construcciones humanas y lo fácil que resulta, agitados los más bajos instintos, echarlo todo a perder.

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12
abril
2019

A sus 63 años, agostadas las fuerzas y perdidas las esperanzas de ver una España mejor, Antonio Machado recorría con su madre moribunda el último trecho que le separaba de la frontera con Francia. Mientras, la fuerza aérea de los alzados bombardeaba los pasos fronterizos, atestados de civiles que huían de su patria. Enfermo del alma, más que del cuerpo, Machado moriría días después en Coilloure, recordando el jardín de su casa natal de Sevilla y mirando al Mediterráneo.

Él, junto con otros grandes de la literatura española, habían conformado la Generación del 98 y luchado con su pluma –como escribiera Laín Entralgo en un magnífico artículo titulado La Generación del 98 y el problema de España– por «aceptar y reclamar el principio de la libre discusión de todo lo discutible –esto es, de todo– y la tesis de una convivencia política basada en esa libre discusión».

Han pasado 80 años, 40 en dictadura y otros 40 en democracia. Muchos españoles no hemos conocido la guerra y otros muchos ni si quiera vivieron el franquismo. Sin embargo, en estos últimos tiempos, da la impresión de que, desde las posiciones más extremistas y demagógicas, se pretende revivir el atrabiliario enfrentamiento de las dos Españas que tanto hizo sufrir a aquella generación de escritores.

«La sociedad parece propensa a dejarse llevar por aquellos que se presentan como ufanos salvadores de la patria»

En los duros años de crisis económica, muchos han perdido el empleo, otros han sufrido en su carnes la ignominia del desahucio instado por las entidades bancarias –en buena medida, responsables de la crisis–, y muchos más han visto reducido su poder adquisitivo y han sentido el miedo a perder los más elementales derechos sociales. Han surgido, como inevitable reacción frente al miedo, movimientos ciudadanos que han dado lugar a partidos políticos –de corte supuestamente asambleario– que han pretendido no solo criticar los excesos del capitalismo y la corrupción galopante, sino arrumbar el modelo de estado de la Constitución del 78, deslegitimando sus propios fundamentos y su origen.

Como reacción frente a estos partidos y frente al reto constante al Estado de los partidos nacionalistas catalanes, se ha despertado la ultraderecha, apaciguada desde la muerte del dictador. Proponen la defensa de una España ya trasnochada que aún representando unos valores, tradiciones y propuestas anacrónicos –y, en algunos casos, contrapuestos frontalmente al respeto a la pluralidad ideológica, de culto y al libre desarrollo de la personalidad que recoge nuestra carta magna–, no dejan de tener predicamento en una sociedad descompuesta, desencantada y huérfana de ideales, parece propensa a dejarse llevar por aquellos que se presentan como ufanos salvadores de la patria.

Precisamente el renacimiento de la ultraderecha ha escorado a otros partidos de corte conservador a mirar más a su derecha, en un intento de recuperar los votantes perdidos. Ese giro ha sido a costa de dejar huérfano el centro-derecha y, con ello, la moderación y la capacidad de diálogo. Estas dos fueron precisamente dos de las notas que más caracterizaron a la transición democrática y la elaboración de la Constitución del 78, la Norma Suprema que más prosperidad y paz ha traído a España en toda su historia constitucional. Hoy parece de nuevo abierta una zanja infranqueable entre las dos Españas y, por desgracia, parecen actuales los versos de Machado:

Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

También Baroja, en su célebre discurso pronunciado en la Sorbona –recordado por Laín Entralgo en el artículo antes citado– nos habló, utilizando palabras que hoy serían igualmente apropiadas para referirnos a la gran mayoría de la clase política, de la inmoralidad, de la chabacanería y de la ramplonería de los políticos, y del egoísmo y mezquindad de los separatismos catalán y vasco, para concluir que «un hombre un poco digno no podía ser en este tiempo más que un solitario». Precisamente en soledad, tan solo acompañando por su madre anciana y moribunda, falleció Antonio Machado.

A raíz de las recientes conmemoraciones del 80 centenario de su muerte, hemos visto con satisfacción el reconocimiento del Gobierno de España –en el cementerio de ese bello pueblo francés donde murió y sigue enterrado el poeta–, a Machado y a todos los exiliados que tuvieron que huir de su patria forzadamente. Viendo las fotos de los campos de refugiados españoles (en realidad campos de concentración sin las mínimas condiciones higiénicas) establecidos por las autoridades francesas para confinar a más de 500.000 republicanos huidos, en Gurs, Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien o Saint-Cyprien y Le Barcarès, resulta inevitable comparar, para vergüenza de Europa, esa situación con la que hoy se vive en los campos de refugiados Sirios.

«Viendo a nuestros políticos en campaña, dan ganas de huir a las montañas a reflexionar sobre esta España nuestra»

Convendría no olvidar tan fácilmente nuestra historia y sacar lecciones de la misma, para evitar que se reproduzcan situaciones horrendas de un pasado no muy lejano. Como proclamara Azaña en el célebre discurso que pronunció desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938: «Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción. Que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón».

Escuchando también estos días a ese gran estudioso de nuestra historia contemporánea que es el irlandés, nacionalizado español, Ian Gibson –quien, coincidiendo con el triste aniversario, presentaba su último libro Los últimos caminos de Antonio Machado–, me he sentido impelido a releer la poesía del sobrio y romántico escritor. Como él y el resto de aquella Generación del 98, me siento enamorado, de la naturaleza, a la que él amó desde su niñez andaluza, y posteriormente allí donde vivió y disfrutó de ella, desde la Sierra del Guadarrama a las Sierras de Cazorla y de Segura que visitaba con frecuencia a los campos de Castilla y las cumbres del Moncayo a los que cantó desde su destino soriano.

Viendo a nuestros políticos en campaña electoral –más guiados en sus discursos por el tacticismo y los resultados de las encuestas que por un ideario y compromiso claro con unos valores; cuando no se muestran decididamente provocadores, con declaraciones y propuestas incendiarias, faltas de la mínima prudencia y rigor–, dan ganas de huir y refugiarse en los páramos y las montañas. Allí es donde uno puede encontrar la soledad necesaria para meditar y coger fuerza para intentar comprender esta España nuestra. Lejos del continuo ruido de los medios y las redes sociales y del peligro de las cada vez más frecuentes fake news, podemos pensar sosegada y racionalmente en cuál es la propuesta electoral que más interesa a España. También debemos reflexionar de qué manera cada uno puede contribuir, desde su posición más o menos humilde –pero necesaria– a que los ideales de aquella generación de escritores, muchos de los que se vieron reflejados en la Constitución del 78, no sean puestos en peligro. La historia es maestra en enseñarnos la fragilidad de las construcciones humanas y lo fácil que resulta, agitados los más bajos instintos, echarlo todo a perder.

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