Opinión

Se busca antídoto para la pandemia ambiental

La regeneración mundial necesita que los pactos verdes se apoyen en la inteligencia colectiva para poder evitar la catástrofe ambiental desde los valores y el bienestar común.

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13
mayo
2021

Recientemente hemos introducido el concepto de ‘pandemia ambiental’ con el primer objetivo de especificar el término ‘cambio climático’, perfilándolo bajo la idea de un planeta interconectado para analizarlo desde una perspectiva evolutiva. Posteriormente, abordamos la importancia estratégica de la cooperación y el multilateralismo de las Naciones Unidas para afrontar –al menos– la mitigación de la emergencia climática que vive el mundo, planteando su transmisión a ámbitos geográficos más reducidos y subrayando la necesidad de una política que vaya acompañada de un debate bien informado.

En un mundo que corre desorbitado, el calentamiento global, la pérdida de biodiversidad, la contaminación y, en definitiva, los elementos que constituyen esta pandemia ambiental se ven enfrentados a nuevos (e intensos) debates. Como sociedad, nos enfrentamos a dilemas acerca de cuáles son las consecuencias en el ámbito material (irreversibilidades), psicológico (incertidumbres) o de la transmisión de información; nos preguntamos si la transformación sociopolítica que provoca esta pandemia ambiental conduce o no a situaciones de enorme complejidad para debatir y decidir entre conocimientos, intereses y emociones. En resumen, tememos tener que enfrentamos a la pregunta de si esta pandemia ambiental es una catástrofe a corregir o una oportunidad económica.

«El Pacto Verde no es tanto una política ambiental como una necesidad económica y geopolítica»

Bajo estas premisas, parece que muchas instancias se muestran dispuestas a adoptar medidas y fijar objetivos de emisiones netas máximas de gases de efecto invernadero: el dióxido de carbono (CO2) y el metano (NH4), este último menos conocido y citado, pero cuya contribución al calentamiento global no es menos importante.

Al menos declaran sus intenciones de hacerlo. Las economías más desarrolladas están manifestando su apuesta de futuro (tanto unilateralmente como en el marco de organismos internacionales) en favor de la descarbonización de la energía y la consiguiente reducción de emisiones, así como de la adopción de soluciones ecotecnológicas, basadas en tecnologías limpias y en la utilización de fuentes energéticas renovables.

Las propuestas se plantean principalmente en el marco de los Pactos Verdes, término reminiscente del New Deal que Estados Unidos y su presidente Frank D. Roosevelt lanzaron tras la segunda Guerra Mundial y que ahora ha sido evocado bajo el rótulo Green New Deal. Quizá una de las imágenes más representativas de esta iniciativa es Jeremy Rifkin, autor de El Green New Deal Global, quien se ha posicionado recientemente a favor de la estrategia del Gobierno de Joe Biden.

Este nuevo pacto o contrato social, propuesto para regir la relación del ser humano con el planeta Tierra y con el resto de especies, busca una transición a una economía que, siendo más competitiva (a la vez que más justa y próspera), garantice un aprovechamiento responsable de los recursos. Así lo contemplan, por ejemplo, el Pacto Verde Europeo de 2019 y el Green New Deal en Estados Unidos.

¿Hay lugar para otros valores?

La lucha contra la pandemia ambiental proporciona múltiples perspectivas y retos sociales, ambientales y geopolíticos. Así como enormes oportunidades económicas, aunque obviamente sólo para los países y empresas que dispongan de los recursos y las tecnologías necesarias para aprovecharlas.

En esta línea, la Unión Europea ha anunciado su objetivo de convertirse en el primer continente climáticamente neutro en 2050, uno de los núcleos centrales plan de acción y hoja de ruta del Pacto Verde Europeo. Similares declaraciones han realizado Estados Unidos y otros países industrializados, aunque los costes y beneficios sean objeto de continuo debate.

«Europa ya está lista para invertir en una gran variedad de proyectos», es la declaración realizada por Ursula Von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea) y Werner Hoyer (presidente del Banco Europeo de Inversiones, BEI) para referirse a la posición de la Unión Europea en el ámbito de la electrificación verde, la descarbonización industrial y los sistemas de baterías, con respecto a África, Asia y América Latina.

Esta proclamación que podemos calificar de expresión de interés, está respaldada, como Von der Leyen y Hoyer señalan expresamente en su artículo, por la disponibilidad de experiencia y conocimiento, de tecnologías y de medios financieros. La Unión Europea, a través del BEI, manifiesta expresamente su voluntad de usar sus recursos para «facilitar el máximo aprovechamiento de la inversión privada en esta cuestión fundamental», y reafirma este concepto de oportunidad, al identificar la inversión en tecnologías verdes de avanzada como una enorme oportunidad para abrir mercados y convertir el liderazgo medioambiental en liderazgo de mercado.

Resulta revelador que Von der Leyen y Hoyer consideren a Europa como «la prueba viviente de que el Pacto Verde no es solo una política ambiental, sino también una necesidad económica y geopolítica». Subrayamos deliberadamente, para contrastarlas, las palabras ‘política’ y ‘necesidad’. El Pacto Verde queda así identificado como una política ambiental y no como una necesidad ambiental, pero sí como una necesidad económica y geopolítica. El mensaje que subyace es que «adoptamos una política ambiental por necesidad económica y geopolítica, no por necesidad ambiental’».

Conmueve que, en la Europa de los principios y valores y de la responsabilidad hacia los bienes comunes de la humanidad, el Pacto Verde Europeo pueda ser considerado como una mera oportunidad geopolítica y de negocio, en este caso para los socios europeos, en países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Y resulta preocupante que una visión económica-especulativa pueda eventualmente predominar, una vez más en la historia de la humanidad, sobre una economía y ecología sociales.

Preocupa que los resultados de este reto y oportunidad se midan con indicadores clásicos, como el PIB, que no tienen en cuenta la conservación del medio ambiente. Que la especulación acabe haciéndose con el control de los objetivos ambientales, al servicio de intereses espurios disfrazados de verde. Preocupación compartida por que los «recursos naturales» pasen a ser «mercancías ecológicas», mediante prácticas de mercantilización y consumo de la naturaleza, entre las que pueden considerarse los mercados de carbono.

Advertencias desde la historia y los valores

Suscribimos con Sonia Ramos Galdo que las fuentes de energía renovable «tienen potencial para que la tercera revolución industrial no sea una simple transición tecnológica sino que se convierta en una verdadera revolución económica y social y, de paso, en democratización de la energía». Pero esto supone confiar en que no habrá un intento de controlarlas por parte de quienes disponen de los medios y las tecnologías para hacerlo. Porque las fuentes de energía ciertamente se distribuyen de forma relativamente igualitaria en la Tierra (también lo hacen los alimentos, el agua, etc.) pero esto no significa que todos sus habitantes vayan a tener igual acceso a ellas en el futuro.

Kristina Spohr, en su brillante ensayo Las lecciones del fin de la Guerra Fría, rememora que aquello que se llamó Revolución Pacífica en 1989 fue notable en tanto que «a diferencia de lo que ocurrió ante el mundo salió de la Guerra Fría sin un conflicto abierto» y que ello fue posible gracias a la relación de colaboración establecida entre un grupo de hombres y mujeres de Estado que apostaron por ser aliados, con un liderazgo mayor que si hubieran apostado por la confrontación. Estos elogios de la profesora de Historia Universal en la London School of Economics a unos líderes cuyo «compromiso constructivo» permitió forjar «unos pactos que permitirían construir un mundo mejor», se nos vienen al suelo y levantan preocupaciones sobre el vacío de poder que resulta de cotejar la malhadada situación del orden internacional.

Eso hace presumir que va a ser muy problemática la gestión del evidente desorden mundial en el que vivimos debido a la complejidad del maridaje entre la crisis sanitaria y la climática que nos asolan y el importante cambio tecnológico que impulsa la masiva digitalización.

Por otro lado, en el terreno de los valores, el economista ambiental y ensayista Antxon Olabe reclama a Europa que, en aras a su importancia histórica y legado, no puede apostar sólo por desarrollar y consolidar el proyecto institucional y económico de la Europa comunitaria. Debería crear las bases para llevar a cabo «una transformación profunda de las relaciones entre la economía, la ecología y la sociedad». Como el título de su artículo señala, se trata de generar «una causa de alcance universal» que constituiría la «contribución más perdurable a la aventura humana». Estos objetivos por plausibles y sugerentes que sean parecen muy difíciles de alcanzar.

Antídotos: juntos ante el peligro

El mundo globalizado y pandémico de este inicio del tercer milenio está asistiendo a una reformulación de las relaciones entre las potencias mundiales tradicionales y las emergentes, así como a una reivindicación del papel de Naciones Unidas y sus distintos organismos. En este contexto, la humanidad se está viendo sometida a enormes desafíos sociales, económicos y políticos, que afectan a las verdades contrastadas que la población necesita: desde el efecto 2000, que amenazó con provocar un colapso global,, pasando por la crisis económica de 2008, hasta llegar a la pandemia de la covid-19, acompañados por la persistente pandemia ambiental que afecta al planeta.

A nuestro modesto entender, la posibilidad de actuar radica en dos elementos. En primer lugar, el multilateralismo, frente al populismo nacionalista y el neoimperialismo; y dentro de él, a las iniciativas que se han propuesto para reflexionar y analizar bajo perspectivas multidisciplinares, como son el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES).

Por otro lado, a escala nacional, hay que contar con el papel del Estado protector. Como señala José Juan Ruiz, «la necesidad de resituar el papel del Estado en la sociedad y en la economía va a ser otro de los legados disruptivos de la covid-19. Declaraciones ideológicas del tipo ‘la sociedad no existe’ o ‘el Gobierno es el problema, no la solución’ están tan fuera de lugar como mantener que la Tierra es plana».

Como cimiento, abogamos por una regeneración apoyada en una gobernanza y desempeño de las instituciones y de la ciudadanía, basada en valores, en el cuidado del interés y el bienestar común, y en el uso del aprendizaje y de nuestra inteligencia colectiva de especie. Y reivindicamos la importancia de las identidades sociopolíticas de la ciencia y la democracia como instrumentos para abordar estos conceptos. Porque unidos podremos afrontar con más esperanza el peligro de la catástrofe ambiental.

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