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Un Elon Musk bueno

Benjamin Constant ya advirtió hace siglos que el problema del poder absoluto no radica en quién lo ejerce sino en su carácter absoluto. Olvidamos con demasiada frecuencia que el poder de Elon Musk debería preocuparnos.

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10
junio
2025

Era cuestión de tiempo. La ruptura entre Donald Trump y Elon Musk marca el final de muchas cosas, pero será, sin duda, el comienzo de otras quizá imprevisibles. Los dos supervillanos han roto su alianza, y el intercambio de amenazas convierte la disputa entre estos titanes desquiciados en un espectáculo tan inquietante como adictivo. A veces, uno sabe dónde está el gato por cómo se mueven los ratones y, de pronto, hay quienes especulan con la posibilidad de que Musk vuelva a cambiar el rumbo de su vilipendiada red social. Si el enemigo de mi enemigo es mi amigo, como apunta el realismo político, ¿podríamos concebir la existencia de un Musk «bueno»?

Es altamente improbable, pero el experimento mental sirve, al menos, para calibrar nuestro talante democrático. Supongamos que Elon Musk decidiera transformar el viejo Twitter en una plataforma renovada destinada a visibilizar los abusos de Donald Trump. A la virtud, a veces, se llega por venganza. Imaginemos, como hipótesis, que la red social organizara la conversación pública para favorecer discursos críticos con el presidente, o que incluso promoviera los mensajes que promocionaran los valores democráticos. X podría recuperar aquella aura de ágora pública global con la que algunos soñaron hace años, y el modo de debatir en redes sociales podría encontrar una nueva oportunidad. Si Musk quisiera, el antiguo Twitter podría convertirse en una herramienta al servicio de la democracia, orientada a construir un marco deliberativo habermasiano. No se rían. Sé que es improbable, pero no del todo imposible.

Ningún hombre —sea justo o injusto— debería poder concentrar un poder sin contrapeso

Lo que olvidamos con demasiada frecuencia es que, incluso en ese escenario, el poder de Elon Musk debería preocuparnos. Benjamin Constant ya advirtió hace siglos que el problema del poder absoluto no radica en quién lo ejerce —sea un tirano, una mayoría o un parlamento legítimo—, sino en su carácter absoluto. Ningún hombre —sea justo o injusto— debería poder concentrar un poder sin contrapeso.

Desafortunadamente, somos ágiles vigilantes del poder cuando lo ostentan nuestros adversarios, pero toleramos la ausencia de límites cuando la influencia está en manos de quien defiende nuestras convicciones. A menudo olvidamos que la premisa esencial de la democracia liberal es, precisamente, el acotamiento del poder: venga de donde venga. Dice mucho de nosotros que solo nos alarmáramos con Musk cuando su mensaje nos pareció despreciable. Pero el problema era previo y más genuino: la palabra o la voluntad de una única persona nunca debería haber pesado tanto.

 

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