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Opinión

Un mar movible

No se puede ceder todo al amor, aunque sea el amor a la humanidad: para superar los problemas globales no será suficiente con autoproclamarnos ciudadanos del mundo, y no bastará con sostener que no creemos en las patrias ni las fronteras.

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14
diciembre
2020

Ha pasado un año desde que se estrenó Historia de un matrimonio. Hacía tiempo que una película no me hacía sufrir tanto que tuviera que partirla en varias sesiones para poder acabarla. La tensión que recorre toda la cinta se sustenta en una sencilla pero trágica contradicción: se quieren… pero se separan. Y desde la primera escena hasta la última va construyendo variaciones de ese mismo conflicto: se admiran, pero no pueden trabajar juntos; no quieren hacerse daño, pero siguen el juego a los abogados. La sensación es cada vez más angustiosa. ¿Cómo puede ser que dos personas que se aman se separen de ese modo tan cruel? A lo mejor no es el amor lo que mantiene unida a la pareja, sino el acuerdo: un espacio y metas comunes donde encajan las de las dos partes. Como aquellas palabras que Khalil Gibran le dedica al matrimonio en El Profeta: «Amaos el uno al otro, pero no hagáis del amor una atadura. Que sea, más bien, un mar movible entre las costas de vuestras almas. Llenaos uno al otro vuestras copas, pero no bebáis de una sola copa».

No creo que la pasión y el amor se acaben. Una va y viene a lo largo de los años y el otro es un sentimiento que nos vincula a todos, solo hay que buscarlo y alimentarlo. No, yo creo que las parejas se rompen por una simple y estúpida razón: porque dejan de colaborar. Pero, ¿por qué? Puede que empiecen a competir, o que no encuentren lugar para sus aspiraciones y deseos dentro de ese «mar movible». Puede que una parte haya cedido su espacio al común, quedando anulada, o que estén tan compenetrados que sean un solo ente. En ninguno de estos casos sigue existiendo la pareja propiamente dicha, puesto que para ello ambas partes tienen que conservar sus libertades e intereses particulares. Eso no se puede conseguir mediante la lucha, ya que las fuerzas nunca estarán equiparadas y, al final, siempre acabará por haber un ganador y un perdedor.

Los proyectos y afectos comunes deben ser puntos de religación, nunca de dependencia. La entrega nunca puede ser absoluta, ni en cuerpo, ni en alma. Va contra la naturaleza de los seres humanos, contra todo lo que nos hace dignos, libres y autónomos. El fin último de la pareja es colaborar para crecer juntos mediante un delicado equilibrio entre lo común y lo individual. El orgullo, los enfados y el desencanto son parte de ese proceso natural, pero no podemos olvidar que es el acuerdo lo único que protege nuestra voluntad dentro de la pareja. Puede que las luchas de poder nos hagan sentir más fuertes, o nos parezca que crecemos en relación al otro, pero eso es solo en términos relativos, en términos generales hemos perdido. Si una parte domina y la otra ha renunciado a colaborar, si gana el orgullo y el ego, entonces la pareja se disuelve, por mucho que el amor y la pasión continúen.

«Igual que en la pareja, es el acuerdo, y no la competición, lo que hace avanzar a la sociedad»

Igual que en la pareja, es el acuerdo, y no la competición, lo que hace avanzar a la sociedad, así como lo único que mantiene nuestra autonomía y nuestras libertades individuales. Es lo que nos protege de las arbitrariedades de los lobos, lo que permite el continuo ensamblaje de aportaciones que forma nuestra cultura. El lenguaje sería la forma de colaboración más pura, pues es aquello que nos pertenece a todos, permitiendo ese continuo engranaje de voluntades, al mismo tiempo que formulamos con él nuestras aspiraciones y metas particulares. Por eso no acabo de entender los mensajes competitivos que infiltran casi todas las estructuras de nuestras sociedades. ¿Ha mejorado la política con su expresión bélica y mercantil, o la universidad convertida en una fábrica de papers, o la cultura como mero producto de consumo, o la escuela constreñida por los estándares del trabajo? Aunque hay otras ideas, como la estrategia de océano azul, el software libre, o la «coopetición», el discurso dominante es el de la competencia. Hemos heredado –tanto del liberalismo clásico como del marxismo– que es la lucha es lo que hace avanzar a la sociedad. El primero al sostener que los intereses particulares convergen en un interés común; el segundo, haciendo de la dialéctica una lucha de clases que genera progreso.

Es verdad que los intereses convergen, pero solo cuando existe la voluntad de compartirlos. El enfrentamiento de los intereses particulares genera beneficios solo si no se produce dentro de un marco de colaboración. De hecho, el comercio no es más que una negociación conjunta para acordar el precio justo, beneficiando a todas las partes. El mercado es, antes que cualquier otra cosa, un lugar de puesta en común, donde se comparten infraestructuras, bienes e ideas. La lucha no es sino, en realidad, colaboración. El enfrentamiento dialéctico entre tesis y antítesis no sirve de nada si no produce una síntesis. La lucha es solo un medio para alcanzar el acuerdo, y posiblemente sea un medio prescindible. En cualquier caso, formaría parte del proceso, tanto en la pareja como en la sociedad, pero no es, ni mucho menos, lo que las sustenta y mantiene unidas; no es ese «mar movible» en el que caben nuestras metas y nuestros egos necesarios. Por el contrario, la dominación de esos espacios comunes es lo que acaba por debilitar a la sociedad, igual que a la pareja, porque ambas son mucho más fuertes y eficaces cuando se mantienen las libertades individuales de todos sus miembros.

Tiene razón Adela Cortina cuando actualiza a Kant y asegura que hasta un pueblo de demonios, siempre que sea inteligente, estaría dispuesto a aceptar ese acuerdo, aunque sea por puro egoísmo. Pero, incluso si fuéramos un pueblo de ángeles –seres humanos virtuosos que han forjado su carácter– el acuerdo vinculante seguiría siendo necesario. No se puede ceder todo al amor, tal y como nos enseña Historia de un matrimonio, aunque sea el amor a la humanidad. Para superar los problemas globales que ya nos están sobreviniendo, no será suficiente con autoproclamarnos ciudadanos del mundo, no bastará con sostener que no creemos en las patrias ni las fronteras, o que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, o que vivimos en comunidad con la naturaleza. Nuestro esfuerzo requerirá de un gran acuerdo humano que nos una tanto como nos separe, un gran mar movible entre las costas de nuestras almas donde todos podamos ser igual de libres.

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