Desastres medioambientales de la URSS: ¿cuestión de ideología?
Se asocia el modelo económico dominante –el capitalismo– con la destrucción del planeta, pero en las economías planificadas como la soviética también hubo grandes catástrofes medioambientales. ¿Es posible una tercera vía?
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Hace cincuenta años, el mar de Aral era una mancha azul cobalto en el mapa. Una mancha que empezó a hacerse más y más pequeña hasta que un día se convirtió en la sombra de lo que había sido. La playa, los peces, las puestas de sol, los enamorados, los niños aprendiendo a nadar, el sonido de las olas chocando contra el espigón, los puertos, los barcos, el olor a salitre… En apenas dos décadas todo quedó reducido a un desierto de arena donde, oxidados, ahora se alzan los cadáveres de los barcos que antaño navegaban en más de 68. 000 km² de agua, como símbolo de uno de los peores desastres ecológicos de la historia. Han pasado once años desde que la cineasta Isabel Coixet nos mostrase esta realidad en Aral, el mar perdido, un documental sobre la historia del que fue el cuarto lago más grande del mundo y que ahora es una vasta franja de tierra que une dos grandes desiertos de Kazajistán y Uzbekistán. En contra de lo que uno pueda pensar, la desaparición del Aral no fue consecuencia del cambio climático, sino resultado de un plan de la Unión Soviética para impulsar la producción de algodón.
Fue a mediados de los años 60 cuando el régimen soviético desvió los dos ríos que alimentaban este mar interior –el Amu Darya y el Syr Darya– para regar grandes campos de algodón, uno de los cultivos con mayor huella hídrica. El mar terminó por desecarse, producto de unas deficientes infraestructuras de canalización que provocaron que se perdiese más del 70% del agua y una explotación insostenible del algodón, un tejido del que Asia llegó a ser uno de los principales productores mundiales.
Sin embargo, la desaparición del agua fue solo la punta del iceberg. Los agresivos pesticidas y fertilizantes utilizados para los cultivos de regadío contaminaron la tierra de la cuenca del mar y la poca (y cada vez más salada) agua que quedaba. Pero esta realidad no solo hizo que la industria pesquera, la principal actividad económica de la región, colapsase, sino que las frecuentes tormentas de polvo contaminado registradas por el observatorio Earth de la NASA tuvieron un fuerte impacto en los cultivos cercanos y en la salud de los más de 3,5 millones de habitantes de la región.
«La floreciente industria pesquera y conservera quedó reemplazada por anemia, alta mortalidad infantil, y debilitantes dolencias respiratorias e intestinales», sentenciaba un cronista de Naciones Unidas ya a finales de los 90. No es para menos: a lo largo de la década anterior diversas organizaciones alertaron sobre un fuerte aumento de los casos de cáncer que, en tipos como el de hígado, se incrementaron hasta en un 200% como consecuencia de la presencia de sustancias tóxicas en los alimentos y el aire.
Aunque quizá la más significativa, la catástrofe del mar de Aral no fue ni la única ni la primera ni la última. También la Bahía de Kara-Bogaz-Gol, situada en la orilla oriental del mar Caspio y una de las mayores reservas naturales de sal del mundo, llegó a secarse totalmente en los años 80 por la construcción de una presa y una planta para aumentar la producción salina. De nuevo, las tormentas de polvo, en ocasiones tóxicas, se convirtieron en una constante en la vida de los habitantes de las zonas cercanas que pagaron las consecuencias de la mala gestión medioambiental.
Fenómenos como estos, a los que se les suman muchos otros como el accidente nuclear de Kyshtym –y, por supuesto, otro de mayor envergadura, el de Chernobyl–, llevaron al demógrafo norteamericano experto en salud y medio ambiente de la URSS, Murray Feshbach, a asegurar a finales del siglo pasado que «la contaminación fue una de las causas de la defunción de la Unión Soviética». En su libro Ecocidio en la Unión Soviética, Feshbach y el periodista Alfred Friendly van más allá del argumento económico clásico de que la superpotencia de Moscú cayó porque la economía centralizada es inherentemente ineficiente y arrojan datos sobre cómo la falta de interés por el medio ambiente y la salud de los ciudadanos, unido a un desarrollo económico sin control, influyó en la caída del bloque soviético. «Cualquiera que realice la autopsia de la Unión Soviética puede concluir que el país murió por los males infligidos por tierra, agua, aire y en forma de radiación: tres cuartas partes del agua disponible no es potable o no debe beberse, la mitad de la tierra cultivable ha sido erosionada, salinizada o anegada», explicaba el autor a El País.
Carmen Claudín: «En la URSS, las preocupaciones medioambientales eran irrisorias»
Para Carmen Claudín, investigadora sénior asociada del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB) especialista en historia rusa y soviética, la degradación medioambiental que se dio en la antigua URSS responde a una concepción presente en el pensamiento progresista comunista de la época. «La fe ciega en la industrialización y una confianza total en el productivismo a ultranza se llevaron hasta sus últimas consecuencias sin tener en cuenta el impacto que pudiera tener en el entorno natural», sostiene, y añade que la falta de conciencia medioambiental de la época y centralismo absoluto contribuyó a que se perpetuasen desastres como el del mar de Aral. «Todo, absolutamente todo, se decidía en Moscú: no importaba si una decisión tomada en una oficina en la capital suponía un peligro para, por ejemplo, los habitantes de una aldea de Kazajistán», explica.
No obstante, la industrialización no fue exclusiva de la economía planificada. «El comunismo soviético y el capitalismo occidental comparten el mismo ideario loco: la industrialización forzada de la sociedad», explicaba el filósofo Gianni Vattimo en una entrevista. Sin embargo, para Claudín, la diferencia radica en el margen de maniobra para revertir el problema. «La existencia de un sistema político abierto que permite la crítica y un debate público con opiniones contrapuestas permite corregir las políticas equivocadas y, en la URSS nadie podía ni siquiera soñar con decir que algo estaba mal. Es más, las preocupaciones medioambientales eran irrisorias y si alguien se hubiese atrevido a denunciar la situación le hubieran acusado de pequeño burgués porque, en teoría, todo lo que se hacía era para el bien del pueblo», añade.
Esta concepción cambió tras el accidente de Chernobyl. Precisamente por entonces, la experta recuerda que las primeras críticas que emergieron durante la glasnost estuvieron relacionadas con los desastres medioambientales como la tala de árboles, la contaminación de ríos, la desecación de las aguas o el uso de la energía nuclear. Fue durante esos años cuando en mítines y protestas ciudadanas comenzó a propagarse el movimiento ecologistas –como el Movimiento Verde de Ucrania, fundado por el escritor Yuri Scherback– para denunciar el gran desprecio por el medio ambiente que se había profesado hasta entonces.
Gianni Vattimo: «El comunismo y el capitalismo comparten el mismo ideario loco: la industrialización forzada»
Para el investigador y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, el deterioro medioambiental es algo que trasciende los diferentes modelos ideológicos y los sistemas de organización económica y que tiene que ver con la propia naturaleza de la actividad humana. Según expone en su obra, Antropoceno: La política en la era humana, el ser humano se adapta al entorno natural de manera agresiva y con unas cualidades que son excepcionales en el reino animal, como puede ser el lenguaje o la cultura. Esto, asegura, multiplica la capacidad transformadora y destructora del ser humano que hace que su relación con la naturaleza no sea nunca armónica del todo. «Nunca vamos a poder dejar inalterado nuestro entorno, porque igual que el castor construye su casa, nosotros construimos nuestro mundo social. Luego, claro está, hay sistemas sociales, políticos o económicos que hacen más daños que otros», explica a Ethic.
Para el experto, durante la etapa soviética no había una conciencia medioambiental como la que hay ahora, lo que explica que ambos sistemas provocaban daños ecológicos. «Cabe recordar que cuando emergieron Los Verdes Alemanes inicialmente no eran ni de derechas ni de izquierdas porque consideraban que tanto el capitalismo occidental como el comunismo soviético eran industrialistas, extractivistas y tenían un modelo de crecimiento indefinido y, por tanto insostenible», señala Arias Maldonado.
Una tercera vía: el Green Deal
Con la caída de la Unión Soviética en 1991 –que también trajo consigo la caída de las emisiones de gases de efecto invernadero que se redujeron en 7,61 gigatoneladas entre 1992 y 2011, según una investigación de la Universidad de Copenhague– el régimen comunista se desplomó dejando como modelo económico dominante el sistema capitalista. Según explica Arias Maldonado, el capitalismo puede reformarse siempre que se dé un cambio cultural o una regulación estatal. «En las sociedades occidentales más ricas ya se ha producido un cambio cultural hacia una mayor conciencia medioambiental y la transformación ecológica del capitalismo ya está teniendo lugar», señala.
Sin embargo, el debate sobre si es realmente posible un capitalismo respetuoso con el planeta y sus recursos naturales no es nuevo. Ya en 2012, durante la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible (Río+20), se planteó la posibilidad de que la economía verde fuese la alternativa al modelo de producción y consumo actual. Desde entonces, y como quedó constatado en la COP25, numerosos países ya se han planteado abrazar esta tercera vía: la de un sistema basado en la obtención de beneficios que sea compatible con la protección del planeta.
Manuel Arias Maldonado: «El capitalismo puede reformarse siempre que se dé un cambio cultural o una regulación estatal»
Basta con remontarse a 2018, cuando la congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, apoyada por el ala más izquierdista del partido Demócrata de Estados Unidos, entre los que se encuentran el actual candidato demócrata a la presidencia Joe Biden, propuso la puesta en marcha del Green New Deal, un paquete de medidas para transformar la economía estadounidense atendiendo a una transición ecológica justa. Una propuesta a la que se han acogido académicos y expertos de todo el mundo, como el sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin o el economista francés Tomas Piketty, que sostienen que es posible transformar –e incluso resetear– el sistema para que sea más sostenible.
Por su parte, autores como el sociólogo alemán Stephan Lessenich se muestran reticentes ante la idea de un capitalismo verde. «El capitalismo en sí no puede ser verde porque se basa en la sobreexplotación estructural de la naturaleza y sus recursos. No hay una manera real de desvincular el crecimiento y la creación de valor dentro del capitalismo y el uso de recursos naturales», mantiene. En medio de este debate, Europa ha dejado clara su posición. El Green Deal presentado el pasado diciembre se presenta no solo como la hoja de ruta para reconciliar la economía a través de políticas que aborden también la crisis climática sino que, en el contexto actual de crisis que nos deja la pandemia, se vislumbra como el único sistema posible para reactivar la economía de manera sostenible.
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