Opinión

‘Chernobyl’: Reflexiones compartidas en el confinamiento

«Deberíamos rechazar cualquier intento por parte del gobierno, aunque fuera amparándose en el estado de alarma, de justificar las medidas que pretendieran limitar el derecho de los ciudadanos a manifestar su libre opinión discrepante con la versión oficial», escribe Luis Suárez Mariño.

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04
mayo
2020

En la madrugada del 26 de abril de hace 34 años, el reactor cuatro de la central nuclear de Chernobyl sufrió, a consecuencia de decisiones e improvisaciones negligentes, un sobrecalentamiento descontrolado que produjo finalmente su explosión. Al trágico desenlace contribuyó, como causa eficiente, el hecho de que en la construcción del reactor se utilizara grafito para abaratar costes, aunque esta circunstancia –y a  pesar de los intentos de las autoridades soviéticas de ocultarla– se descubrió tiempo después.

Ese conjunto de causas determinó que en aquella fatídica noche explotara el reactor, produciendo la voladura de la tapa de protección de 1200 toneladas de peso, el incendio posterior y la propagación a la atmósfera de materiales radioactivos en un radio tan amplio que llegó a afectar de manera significativa a Bielorrusia, Ucrania, parte de Rusia y del norte de Europa, además de a Polonia, Rumanía e incluso Austria, Suiza y Alemania, donde se registraron altos niveles de radioisótopos en la lluvia.

La gestión posterior de aquella catástrofe estuvo a la altura de las causas que provocaron la explosión. En un primer momento, la gestión fue absolutamente caótica y estuvo dominada por la falta de reconocimiento de las consecuencias reales de la explosión y, posteriormente, cuando estas se hicieron evidentes, se ocultaron para evitar responsabilidades políticas. Así, tras la catástrofe, los bomberos acudieron a extinguir el fuego sin mayor protección y, tras varios días de lucha, numerosos mineros y militares fueron enviados a la central nuclear. Los primeros para excavar un túnel bajo el reactor con el fin de construir una losa térmica que impidiese que el combustible nuclear se filtrara a través de una grieta de la base y los segundos para evacuar a la población, exterminar animales domésticos y salvajes, desinfectar edificios, terrenos contaminados etc. Todos ellos iban desprotegidos, carecían de equipamiento adecuado y de información suficiente sobre los riesgos de someterse a los altísimos niveles de radiación existentes.

«La opinión pública libre es una característica singular de las democracias liberales»

Vitaly I. Vorotnikov, que ocupó los cargos de presidente del Consejo de Ministros de la RSFS de Rusia y de presidente del Sóviet Supremo durante los años 80, señaló en sus memorias –The Way It Was– la lamentable gestión de improvisación y falta de control que reinó en aquellos días. El Politburó se vio totalmente sorprendido por la tragedia y respondió guardando silencio. Solo cuando, dos días después del siniestro en Suecia se registró un aumento en el nivel de radiación, la URSS reconoció el accidente. Ese clima de total desconcierto lo describe el periodista Nicholas Daniloff en su obra Chernobyl and Its Political Fallout: A Reassessment. «Reinaba la confusión. Se temía que se produjera una segunda explosión. Los líderes políticos se encontraban en una curva de aprendizaje, tratando de lidiar con lo desconocido», describe. Cuenta también Daniloff, cómo desde el Politburó se controlaron las noticias para evitar el pánico. Sin embargo, un alto funcionario del Partido Comunista declaró más tarde que el manejo de la prensa en este caso «fue el tradicional». Explicó: «Tuvimos que restarle importancia a la catástrofe para evitar el pánico entre la gente y para luchar contra lo que fue entonces calificado de falsificación, propaganda burguesa e invención».

Al ocultamiento se le sumó la actitud irresponsable de huida hacia adelante. Escasos días después de la tragedia se celebró en Kiev, a solo 130 kilómetros de Chernobyl, el desfile militar conmemorativo del 1 de mayo, del que la profesora del MIT Kate Brown escribió en su libro Manual for Survival: A Chernobyl Guide to the Future: «las crónicas no muestran la acción de dos millones y medio de pulmones humanos inhalando y exhalando, actuando como un filtro orgánico gigante». A pesar de la ausencia de datos contrastables, según un informe de la Organización de Naciones Unidas, el número total de defunciones atribuidas a Chernobyl –incluidas las muertes de trabajadores de servicios de emergencia y residentes de las zonas más contaminadas– se estima en cuatro mil personas aproximadamente.

Hace apenas un año se estrenaba en la plataforma HBO la miniserie Chernobyl, del guionista Craig Mazin y dirigida por Johan Renck. En la 71.ª edición de los Premios Primetime Emmy, Chernobyl recibió diecinueve nominaciones y ganó la categoría de Serie limitada excepcional, Dirección excepcional y Guion excepcional, mientras que sus principales actores recibieron nominaciones por su actuación.
La serie  –magnífica en cuanto a realización, ritmo e interpretación– ha sido un éxito porque más allá de la catástrofe y de sus causas, nos muestra la conducta personal, durante aquellos días, de cada uno de los protagonistas. Desde la negligencia y prepotencia del director de la central, a la inexperiencia de algunos de sus trabajadores, la ignorancia de los afectados por falta de información veraz, el interés de algunos científicos por descubrir las causas reales de la explosión del reactor o la actitud cambiante de algunos responsables políticos. Es precisamente esa narrativa ficcionada –de la que llamaría Unamuno intrahistoria de la tragedia– lo que hace de la obra, una serie excepcional.

Buena parte de las historias personales que aparecen en la serie fueron tomadas de Voces de Chernobyl, la obra de la premio Nobel de literatura Svetlana Alexievich, que durante años recogió cientos de testimonios de personas afectadas, muchos de los cuales reflejó en ese libro polifónico, como la Academia Sueca calificó sus escritos, que constituyen «un monumento al sufrimiento y al coraje». en nuestro tiempo. En su libro, Alexievich puso en primer plano la historia personal de humildes protagonistas, poniéndonos a nosotros en sobreaviso del riesgo de la improvisación en la gestión de crisis futuras. En una entrevista concedida tras recibir el Nobel declaró que el problema no era solo las mentiras del sistema soviético sobre la tragedia, sino que, en general, la humanidad no estaba preparada para ello. Basta recordar la contestación que en un encuentro en la Sorbona dio Gorbachov a la pregunta de por qué no estaban protegidas las personas, sino el sistema. «Yo mismo no lo entendí. Llamé a los científicos y no pudieron explicar nada, llamé a los militares y después de diez horas bebimos vino tinto y nos fuimos. ¿Comprende usted con horror lo poco educados que somos?, ¿cuánto dependemos de un nivel completamente mediocre de personas? ¿Qué es el socialismo e incluso la democracia ante el poder total de la mediocridad?», señaló.

Ahora, ante el cataclismo –no nuclear, sino vírico– que ha cambiado la vida de las naciones con alcance planetario, ¿podríamos aprender algo de lo que ocurrió en Chernobyl? Más allá de los errores no reconocidos en la gestión de la crisis del COVID-19 y de lo dificultoso que resulta luchar contra un enemigo invisible y desconocido, deberíamos rechazar cualquier intento por parte del gobierno, aunque fuera soterrado y amparándose en el estado de alarma, de justificar la adopción de medidas que pretendieran limitar no solo el derecho de los ciudadanos a manifestar su libre opinión discrepante con la versión oficial, sino el derecho a realizar incluso una crítica acerba sobre la gestión.

La opinión pública libre es una de las características más singulares de las democracias liberales. Nuestro Tribunal Constitucional ha subrayado, repetidamente, que la peculiar dimensión institucional de la libertad de expresión, garantía para la formación y existencia de una opinión pública libre, la convierte en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática. Asimismo, de manera congruente, ha insistido también en la necesidad de que «dicha libertad haya de gozar de un amplio cauce para el intercambio de ideas y opiniones», y haya de ser «lo suficientemente generosa como para que pueda desenvolverse sin angostura; esto es, sin timidez y sin temor». El derecho fundamental a la libertad de expresión comprende, según entiende el máximo intérprete de nuestra Constitución, la libertad de crítica, «incluso cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática».

En fin, conviene recordar que, como subraya el propio Tribunal, «la libertad de expresión vale no solo para la difusión de ideas u opiniones acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población», y que «en nuestro sistema no tiene cabida un modelo de ‘democracia militante’, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución … El valor del pluralismo y la necesidad del libre intercambio de ideas como sustrato del sistema democrático representativo impiden cualquier actividad de los poderes públicos tendente a controlar, seleccionar, o determinar gravemente la mera circulación pública de ideas o doctrinas».

Por ello, no le es lícito al poder político de un estado democrático ejercer cualquier tipo de censura previa (expresamente vedada por el art. 20 de la Constitución), ni le es lícito, en consecuencia, someter a un previo examen el contenido de una opinión o información con la finalidad, no ya de impedir la crítica a la gestión gubernativa, sino de enjuiciar la misma con arreglo a unos valores abstractos y restrictivos de la libertad, de manera tal que se otorgue el «placet» a una información u opinión cuando la misma se acomode a esos valores a juicio del censor y se le niegue en caso contrario.

«La censura previa permite al poder político intervenir en la comunicación pública»

Precisamente la prohibición de censura previa debe alcanzar, según la interpretación que hace del derecho a la libertad de expresión el Constitucional, a todas sus posibles modalidades, a las más «débiles y sutiles», que tengan por efecto, no solo el impedimento o prohibición, sino la simple restricción de ese derecho y, todo ello con el fin último que alienta la prohibición de toda restricción previa de la libertad de expresión en su acepción más amplia, que no es sino prevenir que el poder público pierda su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente. La censura previa constituye un instrumento, en ocasiones de gran sutileza, que permite intervenir al poder político en el proceso de comunicación pública –vital para el Estado democrático–, disponiendo sobre qué opiniones o qué informaciones pueden circular por él, ser divulgadas, comunicadas o recibidas por los ciudadanos.

Sin perjuicio de los nuevos problemas que plantea en la actualidad el derecho a recibir información veraz – como el aluvión de noticias falsas fabricadas y su viralización  a través de las redes sociales o el hecho de que la información que recibe la población no sea fruto de una conducta consciente y voluntaria de ir al origen de la fuente, sino del consumo directo de lo que aparece en los feeds de esas redes–,  los poderes públicos deberían preocuparse más que de justificar cualquier intervención en la formación de la opinión publica libre, de cumplir con la ciudadanía su deber de transparencia facilitando en todo momento una información pública veraz y sin miedo a que su gestión sea sometida al constante escrutinio público. Escoger otro camino conllevaría, al margen de otras posibles responsabilidades, la pérdida de confianza de los ciudadanos.

En el último alegato que hace ante el Tribunal que juzgaba a los responsables de la explosión del reactor, Valeri Legasov (científico famoso por su trabajo a cargo del comité de investigación del accidente de Chernóbil y protagonista principal de la serie) desvela el hecho de que, más allá de la negligente actuación de aquellos que eran juzgados, la causa eficiente que provocó la explosión del reactor fue el erróneo diseño del mismo, unido al ocultamiento impuesto por el KGB y el Comité Central del Partido Comunista. Pero, lejos de lo que cabría pensar, la confesión que realiza Legasov no está movida por el propósito de que los altos dirigentes de la URSS y el PC respondieran de ese ocultamiento y sus consecuencias fatales, sino por la urgente necesidad de prevenir un desastre similar en otras 16 centrales que adolecían del mismo problema de diseño que la de Chernobyl.Cuando Legasov es apercibido por el Presidente del Tribunal del peligro que conlleva extender las culpas de la explosión de la central nuclear de Chernobyl al KGB y al Politburó, Legasov contesta: «Ya he estado en terreno peligroso, todos lo estamos ahora. Cuando la verdad ofende, nosotros mentimos y mentimos, hasta que olvidamos que la verdad sigue ahí. Cada mentira que decimos supone una deuda a la verdad, y tarde o temprano esa deuda se paga». Incluso, añadió que cuando la mentira es sutil convendría no olvidar que –cómo dice el aforismo– una verdad a medias será tarde o temprano, una mentira completa.

En una entrevista que Svetlana Alexievich concedió a su paso por España el pasado otoño –ya tan lejano–, la escritora expresó que «los relatos más interesantes vienen de las personas más sencillas, porque no tienen máscaras, no son rehenes de lo que les han contado. Ellos lo han visto». Y añadió: «Escribo desde muchas perspectivas distintas, tantas como voces hay en mis trabajos. Eso termina conformando, más que una realidad, una verdad».

Estaría muy bien llegar a escribir el relato de la intrahistoria del COVID-19 en nuestro país. El testimonio personal de los afectados, de aquellos que estando a las puertas de la muerte consiguieron sobrevivir, el de sus familias, el de tantos sanitarios que fueron testigos directos de la tragedia, el de aquellos científicos que apercibieron del riesgo del virus mortal y de aquellos otros que, al frente de la crisis, pasaron noches en vela meditando la decisión más adecuada que proponer para vencer al virus. Sería un preciado ejercicio para descubrir la verdad, y nada más que la verdad, sobre todo lo ocurrido.

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