Opinión

Nunca como Dick Turpin: la política somos nosotros

Según la encuesta otoñal del CIS, la situación política es muy negativa en un dato sin parangón desde 1985. Esto parece darle igual a los propios políticos y, por supuesto, a sus partidos.

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04
octubre
2019

Sea verdad o leyenda, uno recuerda en estos días tan convulsos la frase que se atribuye a Otto von Bismarck cuando decía que España era la nación más fuerte de Europa porque los españoles siempre estábamos intentando autodestruirnos y nunca lo habíamos conseguido. De la coda «El día que dejen de intentarlo, volverán a ser la vanguardia del mundo», ya no respondo, entre otras razones porque, siendo como era, dudo que el Canciller de Hierro, más allá de un ejercicio de ironía, pudiese hacer tal elogio de otra nación que no fuese la suya, Alemania.

La cuestión es que nos encontramos en uno de esos períodos autodestructivos tan frecuentes en España, viviendo una distopía que nadie sabe cómo acabará y sin conocer siquiera si alguna vez tendrá fin. Nos corroe la incertidumbre –«Tengo tanto miedo a que pase algo como a que todo siga igual», reflexiona El Roto en una genial viñeta– y la utopía ha desaparecido de nuestra sociedad incluso como resorte para seguir avanzando que, como decía Galeano, era su razón de ser.

Como un servidor no cree mucho en los sondeos electorales, me he parado en los problemas que, según el barómetro, más preocupan e inquietan a los españoles

Cuento esto porque, como dicen en mi Úbeda natal, me he quedado traspuesto al leer/analizar el último barómetro del CIS, un organismo dirigido por el criticado señor Tezanos. Y no me refiero estrictamente al sondeo electoral de septiembre de 2019 que, como siempre, escudriñarán y comentarán, con más o menos sesgo, las legiones de todólogos, opinadores y analistas que predican cada día desde periódicos, digitales, revistas, cadenas de televisión y emisoras de radio. Como un servidor no cree mucho en los sondeos electorales, me he parado en los problemas que, según el barómetro, más preocupan e inquietan a los españoles: como siempre, el paro supone el principal de todos ellos, acompañado de la corrupción y el fraude, un pedazo de lacra que, como el que no quiere la cosa –y gracias a la poca vergüenza y a la mangancia de muchos políticos y de otros que no lo son–, se nos ha enquistado hasta formar parte «naturalmente» de nuestra existencia, haciéndonos olvidar la dignidad, nuestra dignidad como personas, «lo que estorba y lo que resiste a todo, incluido el interés general y el bien común», según nos advierte Javier Gomá.

Lo novedoso de toda la encuesta otoñal del CIS, por su brutal trascendencia, es que los encuestados han concluido y confirmado (77%) lo obvio: que la situación política es muy negativa y –en un dato sin parangón desde 1985, o sea desde hace treinta y cuatro años– consideran como gravísima preocupación (solo por detrás del desempleo) la desafección ciudadana hacia los partidos y los políticos. Más que desafección –que es la consecuencia–, lo que subyace en todo eso es una profunda animadversión y hastío infinito hacia la política (que seguirá siendo necesaria) y los políticos. Naturalmente, conjeturo yo, esto le debe dar igual a los propios políticos y, por supuesto, a sus partidos, que podrían pensar o disculparse: perdida la dignidad, perdida para siempre, para que nos vamos a molestar…

La corrupción se nos ha enquistado hasta formar parte «naturalmente» de nuestra existencia

Creo en la regeneración democrática, que puede y tiene que impulsar la sociedad civil, es decir, todos y cada uno de nosotros. Creo en su necesidad y en su pertinencia si perseguimos un futuro mejor. Creo en la responsabilidad que a cada cual nos corresponde en este proceso y creo en el derecho y el deber de ser responsables si queremos permanecer libres, como nos enseñó Faulkner. Y, en mi modesta medida, a ello me pongo y no quiero dejar de hacerlo porque prefiero ser un hombre digno a un ser un infame que huye y se esconde como Dick Turpin. A ese personaje ficticio mi abuelo le atribuía una frase cobarde y lapidaria: «Ahora o nunca, no tenemos más salida que las claraboyas».

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