Opinión

El efecto Lucifer

«La historia de la humanidad y la personal de cada uno nos demuestra que la esencia del hombre no es el bien ni el mal, el amor ni el odio, sino la tensión –inherente a la libertad– entre uno y otro», escribe Luis Suárez Mariño.

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24
septiembre
2018

«Dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que, estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató». (Genesis 4, 8)

¿Qué es la maldad? ¿Es una posibilidad o una imperfección? ¿Es inherente al ser humano? ¿Por qué estamos diseñados así? ¿Hubiera sido preferible que todos encarnáramos la beatitud sin posibilidad de optar por una conducta inmoral? La historia de la humanidad y la personal de cada uno nos demuestra que la esencia del hombre no es el bien ni el mal, el amor ni el odio, sino la tensión –inherente a la libertad– entre uno y otro. Si hubiéramos sido diseñados buenos o malos, seríamos autómatas en un cuerpo. Lo que nos hace precisamente humanos es la tensión inherente a la capacidad de elegir y encontrar soluciones para que la vida, como especie y como individuos, siga el camino de la moral y la dignidad o de la regresión y el caos.

La historia de la humanidad, a pesar de la barbarie –siempre presente en algún lugar del mundo y en cualquier tiempo– ha sido la del progreso esforzado del bien sobre el mal.  Ya fuera porque el «pacto social» que implica el reconocimiento de los derechos y libertades de los que somos titulares cada ser humano sea necesario para la supervivencia de la misma, ya fuera por otras causas meta-biológicas, lo cierto es que, hoy, el hombre como individuo y la humanidad están en la mejor posición –desde el punto de vista de la moral– de la que nunca habían estado hasta ahora.

«Si hubiéramos sido diseñados buenos o malos, seríamos autómatas en un cuerpo»

Desde las ideas que emanaron de la polis griega y la república romana, pasando por la escolástica, el Renacimiento, las revoluciones francesa, americana y las revoluciones proletarias o el idealismo, hasta la creación de la ONU y la declaración universal de los derechos humanos, tras la II Guerra Mundial, el hombre como especie ha avanzado hacia el reconocimiento de dos ideas indiscutidas: la igualdad de todos y el reconocimiento de los derechos inalienables de los que cada uno es titular por el hecho de ser hombre. Aun cuando algunas de esas revoluciones hayan conllevado actos de violación de los derechos humanos o los movimientos sociales y políticos hayan surgido como reacción precisamente de la violación sistemática de esos derechos hasta el paroxismo, el resultado histórico obtenido ha sido que la idea de la igualdad de todos los hombres y el reconocimiento de su dignidad, sus derechos y libertades fundamentales han conquistado –al menos teóricamente– el mundo.

Como plantea Erich Fromm en El corazón del hombre, aunque todas las religiones y movimientos sociopolíticos sean muy diferentes, todas tienen en común la idea de la alternativa básica del hombre. El hombre solo puede elegir entre dos posibilidades: retroceder o avanzar. Retroceder a una solución patógena arcaica –dice Fromm– o avanzar hacia el progreso moral. Encontramos esta alternativa formulada de varias maneras: como la alternativa entre la luz y las tinieblas (Persia), entre la bendición y la maldición, entre la vida y la muerte (Antiguo Testamento) o la formulación socialista de la alternativa entre socialismo y barbarie. Ahora bien, también con Fromm, hemos de reconocer que «cada individuo o cada grupo de individuos puede no solo progresar hacia la orientación ilustrada y progresiva, sino regresar en un momento dado a las orientaciones más irracionales y destructoras».

«Somos hijos de aquella Europa donde está Auschwitz: hemos vivido en el siglo en el que se ha torcido la ciencia y que ha alumbrado las leyes raciales y las cámaras de gas», proclamaba Primo Levi para luego preguntarse y preguntarnos: «¿quién puede estar seguro de que es inmune a la infección?».

«El hombre solo puede elegir entre dos posibilidades: retroceder o avanzar, según las ideas de Fromm»

Acabo de leer El efecto Lucifer de Philip Zimbardo. El sociólogo americano recoge las conclusiones del conocido experimento de la cárcel de Stanford que llevó a cabo a principios de los años 70 con alumnos de dicha universidad. Con él, demostró la influencia de un ambiente extremo y la vida en prisión en la conducta, dependiendo del rol social que, como guardián o recluso, tenía atribuido cada participante en el experimento. Zimbardo reclutó a veinticuatro estudiantes universitarios de entre setenta voluntarios. Los elegidos, que lo fueron por ser los más estables desde el punto de vista psicológico y emocional, se distribuyeron aleatoriamente en dos grupos: uno de guardias y otro de prisioneros.

La cárcel ficticia se instaló en el sótano del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, y los guardias recibieron porras y uniformes caqui de inspiración militar, además de gafas de espejo para impedir el contacto visual. Los prisioneros debían vestir solo batas de muselina, sin calzoncillos, y sandalias con tacones de goma, que Zimbardo escogió para forzarles a adoptar posturas corporales incómodas y provocar su desorientación. Además, deberían llevar medias de nylon en la cabeza para simular que tenían las cabezas rapadas, números cosidos a sus uniformes y una cadena alrededor de sus tobillos como «recordatorio constante» de su encarcelamiento y opresión. La única prohibición fue el maltrato físico: todo lo demás estaba permitido con el único fin de conseguir su  despersonalización. Su desindividuación, en palabras de Zimbardo.

«El estudio de Zimbardo puso de manifiesto cómo una «buena persona» puede actuar de manera inmoral dependiendo del entorno»

Los prisioneros pasaron un procedimiento completo de detención por la policía, se les tomaron sus huellas dactilares, fueron fichados y se les leyeron sus derechos. Tras la detención, fueron trasladados a la prisión ficticia, donde fueron inspeccionados, desnudados y desinfectados. Los prisioneros sufrieron –y aceptaron– un tratamiento sádico y humillante a manos de los guardias, se abandonaron rápidamente la higiene y la hospitalidad. El derecho a ir al lavabo pasó a ser un privilegio que podía, como frecuentemente ocurría, ser denegado. Se obligó a algunos prisioneros a limpiar retretes con sus manos desnudas. Se retiraron los colchones de las celdas de los malos y también se forzó a los prisioneros a dormir desnudos en el suelo de hormigón. La comida era negada a menudo como castigo. A medida que el experimento evolucionó, muchos de los guardias incrementaron su sadismo, particularmente por la noche, cuando pensaban que las cámaras estaban apagadas. Muchos de los guardias se enfadaron cuando el experimento fue cancelado de forma prematura a la vista de la rápida degradación sufrida por los participantes.

El estudio de Zimbardo puso de manifiesto lo fácil que resulta que una «buena persona» actúe con maldad o de manera inmoral dependiendo del entorno y las circunstancias, que los impulsos arcaicos siguen siendo muy fuertes, y que situaciones extraordinarias –como la guerra o un encarcelamiento prolongado– pueden abrir fácilmente canales que permiten manifestarse a los mismos.

«El progreso moral del hombre singular y de la humanidad no están en modo alguno garantizados»

Después de la publicación de las imágenes sobre las vejaciones cometidas por soldados americanos a presos iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib tras la ocupación del ejército americano de Bagdag en 2003 y la apertura de un procedimiento penal contra los soldados y mandos intermedios involucrados, la defensa del sargento Ivan Frederick, –cuya hoja de servicios hasta esos funestos hechos era impecable– contrató a Zimbardo. Él puso de manifiesto que «la posibilidad de dar un trato inhumano a los detenidos durante la ‘Guerra Global contra el terrorismo’ era totalmente previsible a partir de una comprensión básica de los principios de la psicología social, unido a la conciencias de numerosos factores de riesgo del entorno ya conocidos: la conformidad, la obediencia socializada a la autoridad, la deshumanización, los prejuicios emocionales, los factores estresantes situacionales y la escalada gradual del maltrato».

Algo parecido vivió de primera mano Primo Levi en Auschwitz. Como escribe Muñoz Molina en su prólogo a la trilogía imprescindible del escritor judío –Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados–, «sobrevivir, repitió muchas veces, no había sido un mérito, mucho menos una experiencia espiritual ennoblecedora o redentora, sino un azar del que sobre todo quienes pudieron lograr en los campos algún privilegio, por ínfimo que fuera, o los que accedieron a cooperar en mayor o menor grado con los verdugos». Como reconoció el propio Levi: «Un orden infernal como era el nacionalsocialismo ejercía un espantoso poder de corrupción al que era difícil escapar».

Si creemos en la imagen del hombre de Rousseau encarnada en la conocida frase «el hombre es bueno por naturaleza», estaremos obligados a una falsificación optimista de la Historia. Si, por el contrario, creemos en la imagen del hombre de Hobbes («homo homini lupus»), estaremos negando las muchas obras que para el bien de los demás y del progreso moral de la humanidad emprendieron tantos hombres y mujeres ejemplares, como cegando la propia posibilidad de progresar desde el punto de vista moral.

La conclusión, pues, es que el progreso moral del hombre singular y de la humanidad no está en modo alguno garantizados: ambos viven en la dialéctica de la elección. En estos momentos en que ciertos líderes narcisistas encienden la mecha del odio al diferente o hacen caer sobre él la culpa de los males que a tantos atenazan –el paro, la precariedad o la incertidumbre por el futuro–, hemos de estar vigilantes frente a regresiones morales, alzar nuestra voz y ejercer nuestro derecho de voto cuando seamos llamados a las urnas en favor del aquellas opciones que mejor representen los ideales del progreso moral. Como concluyó Primo Levi en Los hundidos y los salvados: «Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder. Esto es la esencia de lo que tenemos que decir».

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