Opinión

Después del fin del mundo

Dos eventos sobre el fin de la vida humana sirven al abogado Luis Suárez Mariño para reflexionar sobre el mundo apocalíptico que dibuja el cambio climático.

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05
diciembre
2017

En este último mes de noviembre, tradicionalmente llamado en las culturas cristianas «de los difuntos» me han impactado dos eventos a los que asistí, ambos relacionados con el fin de la vida humana. No la vida individual, sino la de la propia especie, al menos tal y como hoy la conocemos. La película Blade Runner 2049, del canadiense Denis Villeneuve, y la exposición Después del Fin del Mundo, organizada por el Centro de Cultura Contemporanea de Barcelona (CCCB).

Película y exposición son ensayos sobre el futuro inmediato del planeta. Un futuro distópico determinado por el impacto -ya irreversible- de la civilización industrial (en sus postrimerías) en los ecosistemas y el avance tecnológico como herramienta útil para proporcionar una salida a la especie. Mientras los Evangelios y la Biblia nos enfrentan a cada cual -al menos hasta la fecha- con nuestra propia y singular existencia, la incierta supervivencia de un alma inmortal y el juicio de los justos; estos dos ensayos nos enfrentan con el futuro ya en ciernes del ser humano como especie y con el juicio que sobre nosotros harán las generaciones futuras.

«Una interpretación libre de la parábola de las vírgenes necias y prudentes permite recriminar la actitud de quienes niegan el cambio climático»

Transformando las interpretaciones de las parábolas evangélicas en un mensaje a la especie humana, algunas resultan adecuadas para apercibirnos de que el tiempo se acaba y que quizás el perdido hasta la fecha sea irreversible. Una interpretación libre y moderna de la parábola de las vírgenes necias y prudentes (Mateo 25, 1-13) permite recriminar la actitud de quienes niegan el innegable cambio climático (que tiene por causa la actuación de la especie humana sobre el entorno, iniciada con la revolución industrial y acelerada desde la segunda guerra mundial) y se siguen comportando -cual las vírgenes necias de la parábola- como si los recursos fueran inagotables y el planeta fuese inmune a la sobreexplotación de los mismos.

La comunidad científica, consciente de que estamos en un camino ya de difícil retorno, ha bautizado esta época como Antropoceno, una nueva era tras el Holoceno determinada por la acción del hombre sobre el entorno. En una entrevista concedida a la BBC por Colin Waters, del British Geological Survey y secretario del Grupo de Trabajo Antropoceno (AWG), tras la presentación de un informe en el 35 Congreso Internacional de Geología en Sudáfrica, el insigne profesor advirtió rotundo de «señales claras en el ambiente que hacen del Antropoceno una unidad distintiva».

Esas señales -aumento de la temperatura media, multiplicación de los incendios forestales, lluvias torrenciales seguidas de periodos de sequía, desertización y deshielo, alteración de las corrientes marinas, desaparición de infinidad de especies, proliferación de seres invertebrados- se nos manifiestan tozudamente, por mucho que pretendamos engañarnos. La emisión de CO2 y gases invernadero a la atmósfera, la ingente cantidad de residuos que generamos, la deforestación, la agricultura y ganadería a gran escala, la industria textil, química, siderúrgica o minera, van dejando una huella indeleble en el planeta, incapaz de asimilar esa transformación.

Como se indica en uno de los carteles ilustradores de la exposición del CCCB Después del fin del mundo, «la transformación de la geografía de la Tierra es hoy el resultado del choque entre dos fuerzas opuestas: la explotación extrema de los recursos naturales que no deja de remodelar el paisaje y los impactos devastadores del cambio climático». En el Antropoceno, las condiciones de vida en el planeta están cambiando de manera vertiginosa, como avanza la propia tecnología.

En Después del fin del mundo podemos oír y leer datos sobre los que quizás no nos hemos parado a reflexionar: «En 40 años hemos perdido la mitad de la fauna silvestre. En el siglo XX se extinguieron 477 especies vertebradas; casi la mitad de los mamíferos han visto reducidos el número de sus ejemplares en un al 80%. Hemos desencadenado la sexta extinción masiva de la historia».

Después del fin del mundo también nos habla de ganadores. De especies de invertebrados capaces de adaptarse y prosperar en circunstancias extremas. Así ocurre, por ejemplo, con las medusas cuya proliferación -debida precisamente a la contaminación por hidrocarburos, el aumento de la temperatura y la sobreexplotación de los mares- empieza a causar graves daños alterando no solo el funcionamiento de los ecosistemas marinos, sino afectando a sectores económicos, como el pesquero y el del turismo.

La exposición incluye un estudio de diseño ficticio. Un apartamento en el Londres de 2050, una megalópolis en un mundo donde la fragilidad económica y política, la ruptura de las cadenas de suministro, la fragmentación social y la inseguridad alimentaria derivada de las sequías y huracanes han cambiado la forma de vivir que conocemos. El espacio que antes se dedicaba al descanso está ocupado ahora por la producción casera de alimentos de laboratorio (gusanos y plantas cultivadas bajo lámparas de infrarrojos).

Ese apartamento futurista es semejante a aquel de Los Ángeles en el que vive K, el protagonista de Blade Runner 2049. La película de Denis Villeneuve, secuela de la mítica Blade Runner de Ridley Scott, presenta un paisaje urbano similar al que ya se presentaba en la película original. Un horizonte oscuro y lluvioso donde nunca amanece, no hay animales, ni plantas (en la secuela aparece como un símbolo un árbol calcinado) y a los humanos solo se les ofrece un futuro prometedor lejos de la tierra. En Blade Runner 2049 aparecen planos aéreos de invernaderos de El Ejido y Campohermoso. Invernaderos que, en el mundo que recrea la película, no se utilizan para el cultivo de frutas y hortalizas sino para la cría de gusanos con los que alimentar a la población.

Cada año, un panel de científicos y especialistas llaman la atención sobre el tiempo que nos queda para llegar al fin del mundo. Lo hacen, de manera simbólica, señalando la hora en un reloj que al llegar la medianoche indicará el final de los tiempos. La última hora señalada es tan solo dos minutos y medio antes de la medianoche. Según este grupo de expertos científicos, entre los que se incluyen 15 premios Nobel, nunca habíamos estado tan cerca de la destrucción de la humanidad desde 1953, cuando Estados Unidos y la URSS pusieron sobre la Tierra sus primeras bombas termonucleares con una capacidad destructiva desconocida hasta entonces.

«La comunidad científica ha bautizado esta época como Antropoceno, una nueva era determinada por la acción del hombre sobre el entorno»

Desde luego, al filo de la medianoche, no podemos -como hacían los viajeros del Titanic mientras se hundía el navío- bailar con una copa en la mano. Llega la hora de la supervivencia, y para ello es exigible que los humanos, en primer lugar, pero no solo, los que ostentan puestos de responsabilidad en los gobiernos, e instituciones políticas y económicas internacionales se convenzan de la necesidad urgente de actuar, no con el cortoplacismo al que nos tienen acostumbrados, sino con altura de miras, buscando desde una moral política la ética individual, no el bien propio o del partido o grupo económico al que representan, sino el de la humanidad y las generaciones venideras, realizando políticas activas para revertir el daño causado, y retrasar las agujas del reloj, en busca de un mundo utópico distinto.

Como también clama el Papa Francisco en su encíclica Laudato si: «Entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que gime y sufre dolores de parto (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura».

Por eso, a esta cruzada, estamos imperativamente llamados cada uno de nosotros, cambiando de manera radical, sobre todo en los países desarrollados, nuestros hábitos de consumo. Solo pensando en la cantidad de residuos no reciclables que a lo largo de nuestra vida hemos generado las últimas generaciones, nos daremos cuenta de que el problema no nos es ajeno y de que todos y cada uno de nosotros hemos coadyuvado irresponsablemente a que el reloj de la historia esté cercano a señalar la hora final.

Si el planeta desaparece tal y como los conocemos, el ser humano podrá perpetuarse evolucionando con ayuda de la tecnología. Pero en un día futuro, ante la visión de lo que fue el planeta tierra, los cyber-humanos que nos sucedan quizás deseen haber aprendido a llorar «como lágrimas en la lluvia», por el planeta azul y maravilloso, ya extinto e imposible de recuperar.

Luis Suárez Mariño es abogado y experto en ‘compliance’.

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