La tragedia de los comunes
¿Y si el problema no fuera la escasez de recursos, sino la forma en que los compartimos? Desde Aristóteles hasta Garret Hardin, intelectuales de todas las épocas han intentado argumentar por qué la suma de decisiones racionales a nivel individual puede conducir al colapso colectivo.
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Hay un pueblo cerca de la costa. Allí, los ganaderos comparten un prado donde pastan sus vacas. Cada uno puede dejar allí a tantos animales como quiera, pues nunca ha hecho falta poner restricciones. Durante años el pasto se ha mantenido abundante y las vacas han engordado felizmente, todas juntas. Pero un día, uno de los ganaderos se da cuenta de algo: si añade una vaca de más, obtendrá más leche y, por tanto, más dinero. Además, como solamente es una vaca entre cientos, el daño que causará al prado será tan minúsculo que apenas se notará. Lo que no sabe este señor es que su vecino piensa igual, y el vecino del vecino, también. Todos añaden una vaca de más. Por eso, en poco tiempo, el prado empezará a amarillear, y más pronto que tarde se convertirá en un lodazal. Aquello que un día fue de todos, mañana no será de nadie.
Esta historieta explica lo que el ecólogo Garrett Hardin acuñó en 1968 como «la tragedia de los comunes», una advertencia sobre cómo los intereses individuales, aunque racionales, pueden llevar a un resultado colectivo desastroso. La tesis de Hardin, brevemente, defiende que cualquier recurso finito al que todos tengan libre acceso tiende a ser sobreexplotado y, en consecuencia, agotarse. Incluso si algunas personas se niegan a participar en la explotación del recurso, «otras simplemente ocuparán su lugar», creía Hardin, por lo que el resultado es un declive inevitable. Además, él, que era algo pesimista, creía que cada individuo está atrapado en un sistema que le obliga a aumentar «su rebaño de vacas». Cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes.
La tesis de Hardin defiende que cualquier recurso finito al que todos tengan libre acceso tiende a ser sobreexplotado y, en consecuencia, agotarse
Esta idea, sin embargo, no surgió exclusivamente de Hardin. Ya en la antigua Grecia, otros pensadores observaron algo similar: «Lo que es común a la mayoría es lo que menos se cuida», escribió Aristóteles en su obra Política. Y seguía: «Todos tienden a descuidar el deber que esperan que otro cumpla; así como en las familias muchos sirvientes suelen ser menos útiles que pocos. Cada ciudadano tendrá mil hijos que no serán sus hijos individualmente, sino que cualquiera será hijo de cualquiera y, por lo tanto, será descuidado por todos por igual».
Este fenómeno no solamente se da en los prados ficticios. Lo vemos continuamente con cuestiones de cambio climático, sobrepesca, deforestación, contaminación del aire… En todos esos casos, el recurso común, ya sea la atmósfera, el océano o el espacio público, se degrada porque nadie tiene el incentivo directo de protegerlo, y todos tienen el incentivo inmediato de aprovecharlo un poco más. Existen incluso ejemplos cotidianos que pueden reflejar la misma lógica. Por ejemplo, durante los primeros meses de la pandemia de COVID-19, los supermercados se convirtieron en una tragedia de los (bienes) comunes a pequeña escala. Las compras motivadas por el pánico (papel higiénico, desinfectante, garrafas de agua…) provocaron que, al darse cuenta los compradores de que debían llevarse lo que pudieran, los estantes se vaciaran rápidamente. Algunos ciudadanos se apresuraron a comprar para intentar garantizar su propia seguridad, lo que supuso el agotamiento de productos básicos. En aquel momento nadie pretendía cometer ningún crimen, pero la prisa colectiva sí causó una escasez temporal, muy similar a la que imaginó Garret Hardin.
¿Cuál sería la solución a la tragedia de los comunes? Hardin concluyó que solo existían dos soluciones a rasgos generales: o bien dividir los «prados comunales» en parcelas privadas o imponer regulación gubernamental (o de otra autoridad superior). En palabras del ecólogo, la propiedad común era «perjudicial para su sostenibilidad»; solo «la propiedad privada o el Estado» podían prevenir la ruina.
Elinor Ostrom ha demostrado que existen comunidades que pueden crear reglas que protejan los recursos compartidos sin necesidad de privatizarlos
Dicho lo cual, la tragedia de los comunes no es inevitable, apuntan algunos. Durante décadas, economistas y sociólogos como Elinor Ostrom (Premio Nobel de Economía en 2009) han demostrado que existen comunidades que pueden crear reglas, acuerdos y sanciones que protejan los recursos compartidos sin necesidad de privatizarlos o depender exclusivamente del Estado. Por ejemplo, según sus investigaciones, hay comunidades de pastores suizos que llevan siglos rotando su ganado en pastos comunes; hay aldeanos japoneses que gestionan conjuntamente sus bosques; y hay agricultores filipinos que coordinan el uso del riego para sus cultivos de arroz. En este sentido, el trabajo de Ostrom muestra que «todo es posible, pero nada está garantizado». Como ella misma afirmó, «no estamos atrapados en tragedias inexorables ni somos ajenos a la responsabilidad moral».
En el debate entre Hardin y Ostrom, entre el pesimismo u optimismo, respectivamente, como motor de cambio, el acuerdo está en que los individuos deberían verse como parte de una comunidad, no solo como consumidores independientes. En lugar de pensar «¿cuánto puedo ganar yo?», la pregunta se transforma en «¿cómo podemos mantener esto entre todos?».
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