¿Qué es la idiosincrasia?
La vivimos, la habitamos, la compartimos. A ojos ajenos, nos define. Bajo la propia mirada, es cliché. La idiosincrasia, como fruto de la capacidad de distinción del intelecto, nos ayuda a relacionar caracteres similares y conjuntos con elementos comunes. Pero, al establecerla, ¿estamos describiendo la esencia de las cosas?
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«Idiosincrasia» es una palabra formidable. La RAE, en el Diccionario Panhispánico de Dudas, la define como el «conjunto de los rasgos y el carácter distintivos de un individuo y comunidad». Y, en efecto, con «idiosincrasia» nos referimos a aquellas características propias y distintivas de un ser, de un conjunto humano o de una cultura, incluso llevado a extremos más forzados de la definición, de un determinado fenómeno al que personificamos por un instante. Por ejemplo, un rasgo de la idiosincrasia humana es la duda. Otro, la credulidad, opuesto al primero, también podría incluirse dentro del patrimonio de nuestra naturaleza en común.
Sin embargo, la idiosincrasia es una palabra zalamera. Guarda un secreto en su interior. Su origen griego nos invita al acto de unir y a fundir o mezclar las cosas. A hacer mezcolanza de características y cualidades que, en origen, eran inmiscibles. Más allá de los juegos de malabares filológicos, lo idiosincrático es fruto de la necesidad biológica de distinguir. Las células, dentro de los límites de su capacidad de relación con el entorno, tratan de interpretar el contexto en el que se encuentran. Lo mismo sucede con el resto de formas de vida pluricelulares, entre las que se encuentra nuestra especie. Los millones de años de evolución biológica nos han dotado con un sistema nervioso lo suficientemente sofisticado para emplear la información de nuestros sentidos para diferenciar lo que, desde el desconocimiento primigenio, podría parecer un fundido en negro. De esta manera, comienza el proceso de distinción y la asociación de rasgos y patrones, los mismos que permiten a un animal diferenciar al humano con el que convive de una langosta. En nuestra idiosincrasia humana, valga la redundancia, esta diferenciación es la base del lenguaje, de la invención del nombre –del sustantivo– y, en paralelo, parte del complejo proceso del pensamiento abstracto.
Cuando distinguimos una cosa lo hacemos, primero, por atribución y, después, por comparación. En otras palabras, definimos las cosas existentes, o los procesos que suceden, en dos niveles intelectivos: el más básico, por las impresiones que nos causan (a partir de los estímulos que recibimos), y el más enrevesado, el que es objeto del conocimiento primero y último, en relación a las características y cualidades que compone lo que existe. La idiosincrasia, como acepción, no distingue uno u otro nivel de consciencia de la realidad. Con una atribución de impresiones sobre algo que permita asociarlas a una o varias cosas ya estamos estableciendo un patrón previsible, un rasgo propio del hecho de existir que, además, necesita nuestro cerebro. Saber que la leche, los perros, el fósforo o el agua manifiestan unos rasgos que los distinguen y los diferencian al mismo tiempo nos permite guiarnos por el mundo que nos rodea con escasa posibilidad de fracaso. Si a este primer peldaño de la cognición le sigue un fecundo proceso de reflexión y comprensión de las características que hacen ser lo que son a las cosas es cuando tiene lugar el producto que llamamos «conocimiento».
Saber que la leche o el agua manifiestan unos rasgos que los distinguen y los diferencian al mismo tiempo nos permite guiarnos por el mundo
El problema de atribuir rasgos idiosincráticos a las cosas surge cuando se pervierte el significado de la palabra y se utiliza para simplificar la realidad. Una simplificación excesiva sí es peligrosa: una vez que nos hemos habituado a diferenciar una cosa en función de uno de sus atributos, muy frecuentemente desvirtuados al relacionarlos con otros rasgos que no tienen nada que ver, podemos caer en la falacia y en la banalidad. Casi siempre, quienes se esfuerzan en crear atajos para el pensamiento están reformulando los conceptos en la medida de sus intereses, necesariamente oscuros, porque una verdad que muy frecuente pasa desapercibida es que los seres humanos, salvo los muy dotados para la reflexión, vivimos en función de una determinada visión del mundo que heredamos de nuestro aprendizaje durante la niñez y del contexto social. De esta manera, es fácil arrastrar a las masas hacia el estereotipo, un fenómeno que suele proyectarse sobre colectivos, culturas diferentes a la nuestra y a las diferentes sociedades. Un estereotipo frecuente entre los centroeuropeos sobre los españoles es que nuestro pueblo gusta de la fiesta y la holgazanería. A su vez, un mito popular en diversos países de Latinoamérica advierte que los europeos, en general, rehuimos el aseo frecuente. Son un par de ejemplos de falsa idiosincrasia, donde por motivo identitarios y tribales se ha sustituido una distinción elocuente de los rasgos que definen a cada pueblo por burdas caricaturas que se transmiten de generación en generación. Más allá de los intereses particulares de los demagogos, si los clichés idiosincráticos sobreviven al paso del tiempo con escasa modificación es porque facilitan el proceso de cohesión social entre las personas menos reflexivas y explotan la creencia, siempre placentera, que confiesa el refrán popular que dice que «si en mi casa cuecen habas, en la tuya a calderadas».
Si los clichés sobreviven al paso del tiempo es porque facilitan el proceso de cohesión social entre las personas menos reflexivas
Sin embargo, cuando la palabra «idiosincrasia» se emplea con una finalidad inocente, neutra y diferenciadora, su valor es positivo. Permite aproximarnos a la esencia de cuanto somos y nos rodea en una aproximación similar a la verdad a la que se produce durante el cálculo integral en matemáticas. La clave, como siempre que hablamos de conocimiento, consiste en mantener una honestidad intelectual, de pensamiento y expresión. Claro está que la idiosincrasia, empleada para el progreso común y personal, se encuentra en peligro de extinción en una era como la nuestra, donde cualquier ciudadano, desde el interés particular, la polarización o el populismo, puede tomar la palabra y, aprovechando los momentos en los que la Fortuna está descansando, convertir sus asperezas en una tendencia viral. Eso sí, la culpa de dar pábulo a las falsas definiciones y a malintencionados atajos conceptuales será solo nuestra por renunciar a pensar y a la inocencia de mirar el mundo desde la aceptación, en vez desde el temor y el rechazo a lo diferente.
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