Filosofía española
Pensar con temple
Reza el tópico que España es tierra de guitarras y sartenes, de toros y de fútbol, ¡incluso de novela y de poesía!, pero no de pensamiento. Sin embargo, lo cierto es que la española es una filosofía templada, como la espada que se dobla sin quebrarse.
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Decía el futbolista Podolski que el fútbol es como el ajedrez pero sin dados. Una incongruencia similar lleva oyéndose años en relación al pensamiento español: como en España no se han erigido filosofías sistemáticas –afirma la baladronada–, no se ha hecho filosofía como tal.
¿Acaso filosofar es levantar axiomas como quien apila ladrillos y encerrarse en un torreón de silogismos? España, sencillamente, ha pensado de otra manera. Mientras los alemanes se embriagaban de Espíritu Absoluto, los franceses dogmatizaban con cartesianismos y los ingleses reducían la existencia a un saldo de pérdidas y ganancias, España se echaba al ruedo de la filosofía con la audacia de quien no teme las embestidas.
¿Que no tenemos sistema? Mejor. Los sistemas se desploman como castillos de naipes cuando la duda sopla. Aquí no se alzan catedrales de conceptos: se lanzan ideas al aire, con la ligereza de quien sabe que la verdad ni se encierra en tratados pulverulentos ni se reduce a formulismos. Todo lo más, se deja acariciar por un sermón, por un aforismo, por un diálogo vivaz en que razón y sentimiento se miden sin atrincherarse.
Reza el tópico que España es tierra de guitarras y sartenes, de toros y de fútbol, ¡incluso de novela y de poesía!, pero no de pensamiento. Pensar, lo que se dice pensar, es cosa de alemanes con levita y, si acaso, de franceses con gesto ceñudo. Nosotros, entretanto, andamos en la juerga perpetua, la sensualidad y el arte de vivir. En un artículo reciente, Javier Gomá ha desmontado el tópico recurriendo al Romancero, a las Coplas de Manrique, a La Celestina y a los ensayos de Vives: ejemplos conspicuos de ese modo literario de pensar que nosotros llamaremos temple.
Aquí el alma se asoma al abismo sin el andamio de la escolástica ni el arnés de la dialéctica
Aquí el alma se asoma al abismo sin el andamio de la escolástica ni el arnés de la dialéctica. Si pensamos con la agudeza de Gracián, con la hondura de San Juan de la Cruz, con el desparpajo trágico de Cervantes y con el fulgor paradójico de Unamuno es porque España no ha dado un dogma ni un axioma, sino un temple. ¿Se puede filosofar sin esa solemnidad académica que huele a pergamino rancio? La historia del pensamiento español grita que sí.
España ha filosofado en versos, en coplas, en diálogos, en relatos, en aforismos que cortan como navajas de Albacete. Mientras Descartes se empecinaba en buscar verdades claras y distintas, San Juan de la Cruz se despeñaba en el abismo del alma, encontrando en la poesía el único lenguaje capaz de dar cuenta de lo inefable. Ramón Llull soñó su magna combinatoria mucho antes de que Leibniz garrapateara su mathesis universalis, pero lo que teorizaba el tudesco lo narraba el mallorquín, consciente de que la imaginación no se sirve de fórmulas sino de imágenes y de símbolos.
¿Y qué decir de los que, por no figurar en las cátedras europeas, se han tenido por autores menores? Si Melchor Cano manejaba la teología con la audacia de un espadachín, el moralismo renacentista de Antonio de Tejada tenía más filo que una daga florentina. Forzoso era que Juan Valdés, cuyo discurrir tenía mucho de conversación de sobremesa, fuera tomado por filósofo menor. ¿Acaso la filosofía española se hizo narrativa con la intención de burlar los cepos del academicismo?
España no ha dado un dogma ni un axioma, sino un temple
Hay un jerónimo cordobés llamado Ambrosio de Morales que se revuelve en su sepulcro cada vez que un bobo sostiene que no se puede filosofar en español. ¡Pero si hace cinco siglos Pedro Simón Abril traducía a Aristóteles para que lo entendieran hasta los vecinos del quinto! Luis de Granada predicaba con ejemplos, Antonio de Guevara filosofaba entre chascarrillos y Francisco de Vitoria bajaba la escolástica a la tierra, arremangándose la sotana para debatir el ius gentium sin perderse en abstracciones. ¿Y qué decir de Gracián, que hizo de su buen vivir aforismo, carta, relato y novela bizantina? ¿O de Cadalso, que vio en la epístola la mejor forma de comprender el mundo?
O del Quijote… ¿Hay algún tratado que se haya sumergido en el alma humana con tanta hondura? Cuando Heidegger vislumbró que la filosofía no resuelve las contradicciones, sino que mora en ellas, Unamuno ya lo había escrito en carne viva, sin enquiridiones ni sentencias de anaquel, proclamando una paradoja que sangra y que respira. Habrá quien prefiera refugiarse tras el burladero de los sistemas. Pero aquí se piensa bajando a la arena. No es que España no tenga «concepto»; es que su concepto se viste de poesía, de aforismos, de historias.
Bien mirado, ¿no es la filosofía española una alternativa a la filosofía dominante? En un mundo que reduce la filosofía a galimatías vanos y bizantinismos sin entraña, formulados con fútiles jerigonzas y taxonomías gilipollescas, la tradición española lega un modo de pensar que entrevera lo racional con el temblor del pecho y el brío de la imaginación. No es poca cosa… Al fin y al cabo, ¿la vida está para habitarla o para diseccionarla?
No es que España no tenga «concepto»; es que su concepto se viste de poesía, de aforismos, de historias
Hay en el vasto mapa de las filosofías sistemas fríos como una cumbre nevada: en el tratado germánico, el pensamiento se eleva en sistemas abstractos y monumentales que, si bien sublimes, carecen del calor de lo humano; la dialéctica se despliega como un glaciar inabarcable y la vida misma queda hecha un témpano. En el otro extremo están las filosofías acaloradas, esas que arden como pavesas y que, a menudo, consumen más de lo que iluminan: ismos encendidos que hacen de la identidad un altar, trocando la filosofía en consigna con una intensidad sofocante que, en su pasión, churrusca a quien las enarbola…
Y en este frente de hielos y fuegos, ¿qué es la filosofía española, situada en el justo medio, sino una suerte de frontera térmica? No es por ello una filosofía tibia, porque la tibieza es blandengue y carece de fuste, sino una filosofía templada, como la espada que se dobla sin quebrarse.
Pensar con temple no es embestir a lo loco ni arrebujarse en tablas, sino encontrar el punto exacto entre el arrebato y la quietud, entre la acometida ciega y la parálisis. Es un pensamiento que se emociona sin desarbolarse, que mide la faena sin volverse mecánico, que siente sin abismarse a la locura y razona sin petrificarse en el dogma, con la maestría de quien templa, manda y carga la suerte. Maestros sobran en esta plaza, del padre Feijoó a Trías, pasando por Domingo de Soto, Saavedra Fajardo, Donoso y María Zambrano. Pensar con temple es ver venir la realidad, citarla con gallardía y dar el pase con la compostura de quien ha entendido que la filosofía no es un arte de oficina, sino una lidia con la existencia. Y ese temple es la grandeza de la filosofía española. ¡Olé!
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