Sociedad

Universal concreto

En su último ensayo, ‘Universal concreto’ (Taurus), Javier Gomá expone la filosofía de la ejemplaridad a través de dos preguntas fundamentales: qué hay en el mundo y qué hacer con lo que hay.

Artículo

Ilustración

Marco Kindler von Knobloch
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05
febrero
2024

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Marco Kindler von Knobloch

La modernidad, según Weber, habría renunciado a la ejemplaridad carismática y a las costumbres, porque, en su tesis, son formas personales de dominación y, por tanto, premodernas e inútiles para el proceso moderno de racionalización del mundo, un proceso que, en unas sociedades cada vez más masificadas y difíciles de controlar, necesita recurrir a la forma impersonal de la ley, bien jurídica (administrada por la burocracia), bien científica (aplicada por la tecnología). Una vida moderna colonizada por la razón instrumental de la ley conceptual y totalmente desencantada por la ausencia del halo mágico que envuelve a las formas personales vendría a ser, en términos del mismo Weber, una auténtica «jaula de hierro». La democracia moderna, bajo el signo de la vulgaridad, parece confirmar la hipótesis weberiana por cuanto su antropología romántica excluye la ejemplaridad y sin esta no hay posibilidad de carisma racional ni de costumbres cívicas.

¿Realmente la democracia liberal, flor de la modernidad, está abocada a ser un desierto de significado desprovisto de carisma y buenas costumbres?

No. Para empezar, recuérdese lo dicho antes: los Estados, constitucionalmente, descansan sobre un suelo firme de buenas costumbres, las cuales nacen por generalización de una ejemplaridad individual antecedente. Estos dos elementos cohesionadores —ejemplaridad y costumbre—, que evitan la atomización y la anarquía de los grupos sociales, están presentes en todos los Estados del mundo, incluyendo los modernos.

Todo Estado, en efecto, se sostiene enteramente sobre una gran rutina de observancia de sus leyes y, fuera de estas, sobre el cuerpo denso y profundo de costumbres no jurídicas. Todos los días del año se libra en su seno, en expresión de Ernest Renan, un «plebiscito cotidiano», en virtud del cual la inmensa mayoría de la población confirma el orden constitucional vigente mediante una normalidad monótona y reiterativa. La coactividad estatal está suspendida en los hilos de esa persuasión consuetudinaria, pendiente de este hábito de adhesión libre y espontánea, no coaccionada, a la constitución política. Las costumbres son de larga duración, pero eso no significa que no cambien. Se gestan muy lentamente, aparecen y desaparecen en plazos de tiempo muchas veces superiores a los de una vida humana, por lo que a menudo se pierde de vista que, por duraderas y permanentes que parezcan, tienen fecha de nacimiento y de defunción, y nada impide, si dejan de cumplir su función, someterlas a revisión y reforma o directamente abandonarlas.

No todas las costumbres son buenas, solo lo son las buenas costumbres, aquellas que con suavidad y tácito consenso contribuyen al cumplimiento de los fines políticos del Estado

Antes de que el discurso siga avanzando, conviene distinguir entre dos clases. Las costumbres son imitaciones colectivas y, como todas las imitaciones, pueden tener por objeto un modelo o un ejemplo no ejemplar. En este último caso, las costumbres equivalen a un romo mimetismo que no cumple función polí- tica alguna y carece de simbolismo. Son de esta naturaleza las que practica la vulgaridad, que idolatra en masa ciertas notoriedades consagradas por los medios de comunicación como si se trataran de divinidades del Olimpo, cuando, en perspectiva filosófica, apenas son más que meros ejemplos sin ejemplaridad, que, en lugar de usar la inmensa influencia que atesoran para universalizar la ratio y favorecer el embellecimiento de la vida privada, entierran la vulgaridad triunfante en el mundo con toneladas de más vulgaridad. Las costumbres que van a tenerse en consideración en lo que sigue son de la otra clase: imitaciones colectivas de un modelo ejemplar, las llamadas buenas costumbres. No todas las costumbres son buenas, solo lo son las buenas costumbres, aquellas que con suavidad y tácito consenso contribuyen al cumplimiento de los fines políticos del Estado. Y son buenas costumbres democráticas las que promueven la socialización masiva y emancipadora del ciudadano, quien a causa de ellas tiene más fácil emprender la reforma pendiente. ¿Cómo nacen las buenas costumbres?

Los individuos navegamos en un océano de mores cotidianas que sostienen nuestro ser y esta dependencia nos constituye como los entes ontológicamente insuficientes que somos. La inmensa mayoría de las decisiones que deberíamos adoptar para vivir cada día ya están tomadas sin nuestro concurso por los hábitos que compartimos los miembros de la misma sociedad. Hacemos lo acostumbrado sin esfuerzo, dejándonos llevar por lo que todo el mundo hace, una confianza ingenua y pragmática que permite concentrarnos en lo que de verdad importa. Sin las costumbres estaríamos obligados a inventar el mundo cada mañana y nos consumiríamos poniendo nombre a las cosas como Adán en el paraíso: paralizados ante la enormidad de la tarea, no tendríamos un minuto para nada más y pereceríamos por indecisión o por inacción. Afortunadamente nos asisten las mores, que nos relevan de la carga de tener que elegir a cada paso sobre mil cuestiones menudas y nos dan energía y tiempo para inventar posibilidades existenciales que antes no existían.

La ejemplaridad ideal del ejemplo es una de esas novedades inventadas en un acto de altísima creatividad. Gracias al tiempo liberado por las costumbres, alguien ha tenido tiempo para ser ejemplar. El modelo atrae y transforma a quien lo observa: la conexión establecida entre el ejemplo real y el ideal de la ejemplaridad proyecta sobre el imitador una ilusión de idealismo mucho más persuasiva para reformar la vulgaridad de su vida que la maquinaria de la coacción administrada por los poderes políticos.

Como escribió Rousseau en su novela Julia o La nueva Eloísa (2a parte, carta V): «Eso es lo que debe suceder a todas las almas de un cierto temple: transforman, por así decir, a las otras en ellas mismas; tienen un círculo de influencia al cual nadie se resiste: no se las puede conocer sin querer imitarlas, y por su sublime elevación, atraen a ellas todo lo que les rodea».

La ejemplaridad, al ser imitada colectivamente, crea nuevas costumbres que irrumpen sobre las ya existentes y las modifica. Se cierra el círculo: las costumbres hacen posible la ejemplaridad, la cual, tras generalizarse por imitación, acaba produciendo una trama nueva de buenas costumbres.

Si un día coincidiera una pluralidad separada de ejemplaridades en una sociedad, veríamos brotar costumbres locales en múltiples pequeños focos como ondas concéntricas producidas por una lluvia de piedras sobre las aguas serenas de un estanque; y la intersección y el solapamiento de estas ondas ensancharían el círculo de las imitaciones colectivas hasta alcanzar la extensión de las costumbres constitucionales de un país. Caso de que se pusiera en marcha un proceso de neoencantamiento como el descrito, la modernidad acometería, por fin, la reforma pendiente.

Las dos grandes reservas de encanto todavía activas en la modernidad con gracia suficiente para renovar la vulgaridad de nuestra incompleta democracia son la ejemplaridad y el arte (tema de la Poética).


Este texto es un fragmento de ‘Universal Concreto’ (Taurus), de Javier Gomá

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