Cultura

El exilio de María Zambrano

El 6 de febrero de 1991 fallecía María Zambrano, referencia filosófica y literaria indispensable para entender la España de la Guerra Civil, pero también el país que somos hoy. En ‘Una poética del exilio: Hannah Arendt y María Zambrano’ (Herder), Olga Amarís Duarte desgrana la relación entre dos de las pensadoras más importantes del siglo XX.

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Valeria Cafagna
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05
febrero
2021

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Valeria Cafagna

Hablar del exilio de María Zambrano es hablar de una vida que es todo un exilio; de un exilio que es toda una vida. Cuarenta años morando en distintos países, retardando el regreso, temiéndolo, tal vez, por imposible, por la certeza de que ella se ha convertido, ya para siempre, en un ser errante y que aquella condición, tan absolutamente humana, ningún regreso se la va a poder quitar de encima en un soplo. Tan atenta a las fechas como acostumbra, Zambrano recuerda el día, hasta la hora misma, en la que tiene que dejar España para sumarse al destino compartido con muchos otros que, como ella, han soñado que una República en España es posible. Tampoco esta vez como un soplo, sino como un estallido en toda su persona, llega el exilio definitivo aquel 28 de enero de 1939, a las dos y veinte de la tarde. Todo queda registrado en uno de los cuadernos que lleva consigo para no olvidar acontecimientos fundamentales como aquel. Y no lo olvidará, cómo olvidar quién es uno y el lugar en donde se vive.

A partir de ese momento, y ya hasta el final de sus días, Zambrano deja muy claro en toda su obra que ella se considera una habitante del país interminable del exilio, sin reino, sin himno y sin bandera. Igual de inolvidable se le hace aquella visión, al cruzar la frontera francesa, del hombre que va delante de ella cargando al hombro un cordero muerto que la mira con ojos vacíos y silentes. Una imagen totalmente daliniana, de las películas de Buñuel y que, para Zambrano, como ella misma confiesa, es una revelación: todos ellos son corderos, a partir de entonces, chivos expiatorios de la historia.

Similar al exilio de Arendt, la primera estación del exilio para Zambrano es Francia. Sin embargo, no siendo tan avezada para los idiomas como su homóloga judía, el encuentro con el francés toma la forma de un jeroglífico de sonidos y de palabras familiares, pero de un antepasado demasiado ajeno como para sentirlo cercano, que llega deshilachado a sus oídos, a pinceladas, aprehendido al vuelo en los cafés franceses en los que se reúne con el resto de los españoles desterrados. Tiene que hacer manualidades con el idioma para entender y para ser entendida. A este respecto, el filósofo francés de origen argelino Jacques Derrida habla de la primera violencia del exilio, que consiste en la perversión de obligar al exiliado a que se comunique en un idioma totalmente desconocido. Pero no como el turista, que juega aleve a pronunciar mal las palabras extranjeras. Al exiliado le va la vida en cada incorrección gramatical, arriesgando su futuro, y el de toda su familia, en cada vocablo mal empleado –que le concedan o que le denieguen el derecho de permanencias–.

Según Derrida, el fallo primero de las leyes de la hospitalidad en nuestra sociedad contemporánea se cifra en ese acto de violencia por el cual se obliga al extranjero a que comprenda, y a que se haga entender, en la lengua del anfitrión como requisito previo a la concesión del derecho de protección. El antídoto contra este acto de agresión que privilegia una lengua sobre otra se encuentra en la fórmula de una hospitalidad hiperbólica, ofrecida sin imperativos, sin condicionamiento, sin contrapartida, tan solo por la presencia del huésped que entra en el espacio compartido. O, como dice Zambrano, por la sospecha de que el visitante no es otro que un Dios camuflado, quien, al igual que hizo Zeus con Anfitrión, llega a la casa que le hospeda con la sola intención de dejar un tesoro.

En el siguiente poema, de los pocos, pero concluyentes, que escribe la filósofa, se experimenta a la perfección la sensación fragmentaria del idioma que tiene lugar en el oyente extranjero. Las palabras, meros significantes sin interior reconocible, forman una conversación imposible, un diálogo de locos cuya única intención es alargarse en el tiempo y silenciar el vacío que deja la palabra desconocida. Se podría aventurar que así suena el exilio temprano de Zambrano en la capital francesa:

«Merci bien,
très, très merci,
mais non, c’est très bien.
Je vous en prie, madame, n’a pas de quoi.
Allez, allez vite,
c’est complete, mais c’est très bien.
Un cabotin, un fumiste,
un debrouillard,
La Place de l’Alma, un pompier.
Ça m’est égal.
Quand vous voudrez.
Ah!, madame, si vous saviez
les vieux bons temps…
[…] Je trouve, je trouverais, j’ai trouvé
déjà ?
Eh bien ! Allez, allez vite.
Pourquoi pas ?»

Sin embargo, la persecución del idioma avasallador dura poco, ya que Zambrano enseguida emprende su viaje hacia el continente americano, más concretamente hacia la calidez del idioma conocido de los países latinoamericanos. A partir de aquí se encrespa la hoja de ruta del exilio de la malagueña, haciendo casi imposible seguirle la pista. La primera parada de la aventura americana se da en México, en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo de Morelia. Después, de 1940 a 1945, permanece en las islas de Cuba y de Puerto Rico. En ambos lugares imparte cursos de Filosofía y dicta conferencias, pero sobre todo se dedica con plena concentración a la creación de ese pensar mediador, piadoso y unificador de la razón poética. En la Universidad de Puerto Rico imparte unos cursos sobre Séneca y sobre el estoicismo español, y asimismo inicia un ciclo de conferencias acerca de Miguel de Unamuno, de Juan Luis Vives y de Antonio Machado, este último exiliado como ella.

«María Zambrano deja muy claro en toda su obra que ella se considera una habitante del país interminable del exilio»

El exilio, pues, le concede la oportunidad de ejercer de embajadora de la cultura española al completo, sin censura, dando vida tanto a las voces consideradas legítimas como a aquellas otras que habían sido silenciadas por la dictadura franquista. Es por ello, por la libertad reencontrada en las islas, que a Zambrano le resulta tan fácil hacer de ellas el paraíso prometido tras la penosa expulsión del continente. En su obra, la isla de Puerto Rico se describe como el lugar de la evasión, fuera del espacio geográfico y físico, donde puede refugiarse del espectáculo amenazante de Europa. La isla, flotando entre el cielo y la tierra es, pues, el espacio de la «maravilla», del «prodigio» de la escritura que surge viva y pura a la vez: «Una isla es para la imaginación de siempre una promesa. Una promesa que se cumple y que es como un premio de una larga fatiga. Los continentes parecen haber desempeñado el papel de ser la tierra del trabajo, la morada habitual del hombre tras de su condenación. Las islas, en cambio, aparecen como aquello que responde al ensueño que ha mantenido en pie un esfuerzo duro y prolongado».

María Zambrano

[…] No puede negarse que la personalidad de Zambrano no deja de suscitar gran admiración entre las generaciones más jóvenes, prontas a considerarla su maestra y deseosas de recuperar una voz a punto de extinguirse. No solo en las islas, sino también en la España de la democracia recién estrenada, allá por los años ochenta, un grupo de jóvenes intelectuales, entre los que abundaban más los poetas que los filósofos, empieza a pedir a gritos el regreso de la última exiliada, aquella imprescindible para ir recomponiendo, poco a poco, el rompecabezas de la cultura española, tan incompleto aún por gran cantidad de ausencias y de desapariciones. Una llamada es lo que recibe María en su exilio. Un requerimiento hace que se decida a dar el paso tantas veces meditado y siempre postergado porque, en su opinión, no ha llegado el momento, todavía no. España, bien lo sabe ella, no está preparada aún para escuchar sin ruborizarse el mensaje de la última exiliada. Los que han vuelto antes que ella han tenido que sumarse a regañadientes al silencio tácito de la amnistía, convertida en la amnesia más deliberada. A este respecto, Zambrano se queja con la siguiente lógica: «Ahora, en realidad, se nos llama ante todo a salir del exilio hasta el punto de casi ignorarlo, olvidarlo o desconocerlo».

Pero cómo puede ella desprenderse de aquello que en rigor la define. Ella, que con la claridad más elocuente no ha cejado de exponer su condición ontológica de exiliada por todos los confines, llegando a afirmar, con cierto deje provocador, que la amaba como parte irrenunciable de su existencia. Renunciar al exilio significa, simple y llanamente, renunciar a haber vivido: «Yo no concibo mi vida sin el exilio; ha sido como mi patria o como una dimensión de una patria desconocida, pero que, una vez que se conoce, es irrenunciable. Confieso, porque hablar de ciertos temas no tiene sentido si no se dice la verdad, confieso que me ha costado mucho trabajo renunciar a mis cuarenta años de exilio.

«Para ella, renunciar al exilio significa, simple y llanamente, renunciar a haber vivido»

Sin embargo, Zambrano acaba retornando tras cuarenta y cinco años de separación: «a morir a madre». El 20 de noviembre de 1984 –fecha más que elocuente por coincidir con el aniversario de los fallecimientos de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco–, uno de esos jóvenes que tanto la reclaman, Jesús Moreno Sanz, principal artífice del regreso de la filósofa, se dirige en persona a Ginebra para traerla de retorno.

Ya en tierra española, es recibida con homenajes y abundantes muestras de reconocimiento, así como con la garantía de una pensión mínima por parte del Ayuntamiento de Vélez-Málaga que le permite vivir con cierta holgura el resto de sus días. Como parte de estos gestos de buenas intenciones, en 1988 se le concede el Premio Cervantes, convirtiéndose en la primera mujer en recibir tal honor. Pero este premio, que en realidad se intuye como un intento de reparación de las cuatro décadas de una vida en el exilio, no resulta suficiente ni para traer del silencio la palabra amordazada de María Zambrano ni para que la democracia española se tome el tiempo que ella le pide para pararse a escuchar su testimonio, que no es, ni más ni menos, que la otra parte que falta para meditar sobre la historia completa, aquella que, según la malagueña, es capaz de ponerse de puntillas hasta alcanzar los cielos suprahistóricos: «Lo pasado condenado, condenado a no pasar, a desvanecerse como si no hubiese existido, se convierte en un fantasma. Y los fantasmas, ya se sabe, vuelven. Solo no vuelve lo pasado rescatado, clarificado por la conciencia, lo pasado de donde ha salido una palabra de verdad. La historia que va a dar en verdad es la que no vuelve, la que no puede volver. Ha ascendido a los cielos, a los cielos suprahistóricos».

Mucho se ha especulado sobre el retorno imposible o el exilio sin fin de María Zambrano. En varios de sus escritos del regreso, la filósofa reivindica una manera de entender el exilio que va más allá de las circunstancias y que se configura como una forma muy consciente de habitar en el mundo, manteniendo un pensamiento fronterizo, caracterizado por un deliberado desarraigo y descentramiento. Y así, a su regreso, promovido por un sentimiento de filiación con las generaciones más jóvenes, por amor y por la esperanza en una nueva España democrática, Zambrano se trae a cuestas su exilio como única Patria en la que le resulta posible morar con todas las prerrogativas. En otras palabras, que son las suyas: «El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla».


Este es un fragmento de ‘Una poética del exilio: Hannah Arendt y María Zambrano‘, de Olga Amarís Duarte (Herder).

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