Cultura

Arendt y Heidegger (o la oscuridad del amor)

La relación entre ambos filósofos, dos de los más influyentes del siglo XX, se mantuvo a lo largo de toda su vida y trascendió la dimensión intelectual. Tampoco fue la única relación compleja entre filósofos que sigue sorprendiendo a los estudiosos de la disciplina.

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Barbara Niggl Radlof

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Willy Pragher
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07
julio
2023

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«Solo hay sombras donde brilla el sol. Y ese es el fondo de tu alma». Con estas palabras se dirigió Martin Heidegger a Hannah Arendt en una de las muchas cartas que atestiguan la correspondencia que mantuvieron durante décadas. Ambos filósofos podrían parecer polos opuestos. El pensamiento de ambos autores enfrentó dos posturas irreconciliables. Heidegger fue pangermanista y defensor de, al menos, ciertos rasgos del nacionalsocialismo. Arendt, por su parte, se opuso con fiereza al nazismo y estudió a fondo la cuestión del mal y su génesis.

Las desavenencias en el pensamiento de ambos, sin embargo, no impidieron su particular relación personal, un vínculo que llegó a trascender la camaradería intelectual. 

Alfa y omega de una pasión

Una joven Hannah Arendt de apenas 18 años acababa de llegar a Marburgo para estudiar en la universidad. Comenzó a recibir clases, entre otros profesores, de dos de los más destacados pensadores de la Alemania de 1924: Nicolai Hartmann y Martin Heidegger. El fenomenólogo gozaba ya por aquel entonces de una creciente fama: aún no había publicado Ser y tiempo, la obra que lo situaría a la vanguardia del pensamiento europeo, pero su trabajo había recibido una importante acogida intelectual. Arendt pronto destacó por su inteligencia desbordante, lo que permitió que ambos tejiesen una intensa relación, intelectual primero, y sentimentalmente –aunque brevemente– después.

Heidegger fue pangermanista y defensor de, al menos, ciertos rasgos del nacionalsocialismo, mientras que Arendt se opuso con fiereza al nazismo

El orden correcto para describir la muy peculiar relación de ambos fue, precisamente, la capacidad que tuvieron para oscilar entre la discusión filosófica y el amor que mantuvieron el uno por el otro hasta el final de sus días. Arendt fue crítica con su querido maestro. Combatiente del régimen nazi, opuso resistencia desde su filosofía política a las ideas de Heidegger, defensor, en gran medida, de las ideas del partido nacionalsocialista alemán. Mientras la filósofa hizo su vida en un país que comenzaba a quebrarse ante sus ojos, Heidegger recibía honores y respetos por parte de un partido al que no dudó en adscribirse desde 1933. En sus diarios, el alemán dejó bien claro que incluso el asesinato en masa de judíos y otras etnias no le parecía algo escalofriante, pues en China eran miles de personas las que cada día morían de hambre. Su amada Hannah, en cambio, fue detenida por la Gestapo en la Francia ocupada por su condición de judía, si bien logró escapar y huir hasta Estados Unidos a través de Lisboa. La correspondencia entre ambos no se reanudó hasta 1950, cuando Arendt regresó a Europa. 

La filósofa alemana fue tajante a la hora de dialogar con el pensamiento de metafísico. Atacó con fiereza alguna de sus ideas, que tachó de nihilistas. La idea de una nada, a merced de las influencias budistas y taoístas de las que el erudito se había nutrido, fueron material suficiente para desarticular su noción del Dasein [aproximadamente, «existencia» o «ser-ahí»]. Sin embargo, en el aspecto personal, Arendt se comportó de una manera muy distinta. Tan diferente que, teniendo en cuenta la investigación de la pensadora de Hannover, ha sido señalada por diferentes autores posteriores como un incomprensible blanqueamiento del nazismo que Heidegger manifestó.

Quizá la más curiosa controversia de Arendt le afectó a sí misma. En 1937, el gobierno de Adolf Hitler le retiró la nacionalidad a la teórica política. Ya en Estados Unidos, en 1959, intervino en el debate sobre Little Rock criticando los movimientos de derechos civiles contra las Leyes Jim Crow, que fueron una evidente inspiración para las decisiones raciales que tomaron los nazis. De igual manera, sembró la polémica en su crítica sistemática a la democracia representativa prefiriendo, en todo caso, una democracia directa, al estilo de la ateniense, también más transversal hacia el conjunto de la población que el modelo clásico griego. 

En esta línea, cuando Heidegger fue reprendido y juzgado intelectualmente por su pertenencia ideológica al nazismo, Arendt perteneció al pequeño grupo que lo juzgó. Por ejemplo, en su investigación sobre el origen y manifestación del mal en el juicio a Adolf Eichmann, determinó la idea de la «banalidad del mal» que, en resumen, significa que la participación en un acto dañino más extenso puede no ser consciente y seguir criterios de conducta grupal, burocráticos o de cadena de mando. Una observación real, pero que, de alguna manera, servía para disculpar a personas que sí eran muy conscientes de las consecuencias de sus actos, incluso de su rol en la misma cadena considerada parte del problema. Así lo expone el escritor francés Emmanuel Faye en su ensayo Arendt y Heidegger: el exterminio nazi y la destrucción del pensamiento o en el libro Hannah Arendt y el siglo XX. Martin Heidegger y Hannah Arendt se amaron y admiraron a pesar de las mutuas decisiones, de la distancia y de sus matrimonios. Filosofía y biografía, que siempre caminan de la mano, mezclaron bruscamente sus caminos en multitud de planteamientos, en especial en los de ella. Sólo la muerte, que les llegó con apenas un año de diferencia, les separó (o les unió) definitivamente.

Otros casos destacables

Pero la muy compleja relación intelectual entre Hannah Arendt y Martin Heidegger fue una de las muchas que han sucedido a lo largo de la historia. Una de las más antiguas de todas relaciona a Sócrates con Diotima, una desconocida sacerdotisa y filósofa de la que Platón describe un esbozo de su pensamiento en su diálogo Banquete. El personaje de Sócrates afirma que Diotima fue su maestra en las cuestiones del amor, con la extensión posible en significado de esta afirmación. A partir de ese momento, la influencia de una mujer de la que desconocemos si su existencia fue o no real se muestra absoluta: Sócrates adoptó como suyas la mirada de la filósofa sobre el eros y la filia. 

Arendt ha sido señalada por diferentes autores como un incomprensible blanqueadora del nazismo que Heidegger manifestó

Caso semejante fue el estrecho vínculo que fraguaron Marie de Gournay y Michel de Montaigne en el siglo XVI. Ambos quedaron deslumbrados de su sapiencia y pronto se convirtieron en amigos y confidentes. Gournay fue una de las más influyentes defensoras del igual rol de la mujer en la sociedad de su tiempo. Montaigne, el padre del moderno género del ensayo y humanista ferviente, se alzó como uno de los principales filósofos franceses de su tiempo. En su testamento dejó su obra en la mano de Gournay, y no de su esposa e hija, afirmando que ella era la única capacitada para comprender y gestionar su legado.

En España también tuvimos un caso paradigmático, el de José Ortega y Gasset y su discípula, María Zambrano. Aunque esta relación nunca sobrepasó los límites de la admiración académica, la influencia del pensamiento orteguiano es evidente en la obra de la malagueña. De alguna manera, Ortega hubiese tenido el interés en que Zambrano fuese una brillante continuadora de su pensamiento, algo en lo que la filósofa tuvo muy claro desde el principio que no iba a convertirse, defendiendo siempre posiciones originales e independientes.

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