Papá, deja el móvil
La adicción al móvil no es solo cosa de adolescentes: los adultos pasan tantas o más horas frente a la pantalla, afectando a las relaciones con los demás y al ejemplo que les dan a sus hijos.
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«Papá, deja el móvil». Si eres adulto y lo has oído más de una vez, probablemente hayas respondido con un «espera un momento, estoy terminando este mensaje» o un «solo un segundo, mira qué foto me han enviado». Lo cierto es que muchos padres y madres suelen subestimar su propia relación con los teléfonos inteligentes, mientras que están constantemente preocupados por el tiempo que sus hijos pasan frente a las pantallas. Sin embargo, estudios recientes muestran que la adicción a los móviles no es un problema exclusivo de los adolescentes; los adultos estamos incluso más enganchados.
Mientras los colegios y las familias discuten sobre límites de pantalla para los jóvenes, los adultos a menudo creemos que podemos controlar nuestro uso. Pero distintos estudios demuestran que en España los adultos pasan de media entre 3 y 4 horas al día frente a las pantallas de sus teléfonos, un tiempo similar o incluso superior al de muchos adolescentes. Lo que diferencia a los adultos de los más jóvenes es que sus interacciones digitales están profundamente integradas en su vida laboral, social y familiar. Esto hace que les resulte más difícil desconectarse y, paradójicamente, es menos evidente que también son, de alguna manera, «adictos» al móvil.
El adulto promedio revisa el teléfono entre 80 y 150 veces al día, según estudios de la consultora Deloitte. Son llamadas, mensajes, correos, notificaciones de apps… Todo contribuye a una constante sensación de urgencia. Y no se trata solo de mirar el teléfono; se trata de cómo ese hábito impacta las relaciones, la salud mental y el ejemplo frente a los hijos.
Si durante la cena todas las cabezas están inclinadas sobre las pantallas de los móviles o las conversaciones se ven interrumpidas porque hay que responder a un whatsapp o darle like a un reel, los pequeños captan el mensaje: el teléfono es más importante que las personas. Está demostrado, tal y como dejan constancia estudios como el de Unicef sobre el impacto de la tecnología en la adolescencia, que los hábitos y conductas del entorno familiar (el uso durante las comidas, en los momentos de descanso y de ocio familiar) podrían estar condicionando las prácticas y los usos de los dispositivos electrónicos por parte de niños, niñas y adolescentes.
Los hábitos y conductas del entorno familiar estarían condicionando los usos de los dispositivos en niños y adolescentes
El informe refleja además la enorme contradicción que supone el que los niños y adolescentes estén expuestos, a través de los móviles, a prácticas de riesgo como el acoso o el contacto con desconocidos, y sin embargo se constata una escasa supervisión parental. Solo el 29,1% de los adolescentes señala que sus padres les ponen algún tipo de normas o límites sobre el uso de internet y/o las pantallas; solo el 23,9% limitan las horas de uso y el 13,2% los contenidos a los que pueden acceder.
El móvil es hoy una presencia imprescindible en la vida cotidiana. Pero su uso constante genera una dependencia peligrosa. Cada «me gusta» y notificación activan en nuestro cerebro una pequeña dosis de dopamina, creando un círculo vicioso de recompensa inmediata que refuerza la repetición. A diferencia de los adolescentes, cuyo control de impulsos se considera todavía en desarrollo, se espera que los adultos gestionen mejor su uso; pero cuando esto no ocurre, la dependencia puede compararse con otras adicciones como el alcohol o el juego, y debería ser evaluada por especialistas.
Hay señales de alarma, como consultar el teléfono al despertarse y justo antes de acostarse, sentir intranquilidad si no lo tenemos cerca, cortar conversaciones para atender notificaciones o privilegiar lo digital sobre el tiempo en familia. Según los psicólogos, esta conducta está vinculada a rasgos de personalidad, baja autoestima y altos niveles de neurosis. Además, el uso excesivo de internet y del móvil se asocia con la ansiedad y el insomnio.
No se trata de eliminar el móvil, sino de usarlo de forma más selectiva y menos dependiente. Tampoco hay una fórmula mágica, pero reconocer que pasamos demasiado tiempo frente a la pantalla es un buen primer paso. Después, se pueden establecer «momentos sin pantalla», priorizar la comunicación cara a cara y demostrar que somos capaces de desconectarnos cuando toca. Desactivar alertas no esenciales y limitar las aplicaciones que generan más distracción permiten centrarse en lo importante. Se trata de elegir cuándo y cómo usar la tecnología de manera consciente.
La adicción digital no entiende de edades: mientras nos preocupamos por los más jóvenes, también los adultos deben revisar sus propios hábitos. Cuando un niño dice «mamá, deja el móvil», no es un reproche, sino un recordatorio de que nuestra relación con la tecnología afecta directamente a quienes nos rodean. Y en ocasiones apagar la pantalla unos minutos puede ser la lección más poderosa.
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