En defensa de la vulnerabilidad
Contraria a la cultura del optimismo forzado y de las apariencias perfectas, la vulnerabilidad es una forma de autenticidad y conexión humana. Reconocer y expresar nuestras emociones, incluso las dolorosas, no es una debilidad, sino un acto de valentía.
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Abrimos Instagram y ahí están: sonrisas perfectas, frases inspiradoras, atardeceres de ensueño y vidas que parecen sacadas de una película. El mensaje, aunque nadie lo diga abiertamente, se repite una y otra vez: la vida ideal es la de una felicidad constante, como si la tristeza o el desánimo fueran errores que conviene esconder. Pero cada vez más voces defienden algo que puede parecer radical: tenemos derecho a mostrarnos vulnerables. Es normal sentirse frágil a veces, y reconocer nuestra vulnerabilidad nos hace más humanos y nos acerca a los demás.
El psicólogo y divulgador Luis Muiño dice que «la vida a veces te lleva a momentos en los que todo está a flor de piel» y combate lo que llama el optimismo naïf, ese mandato cultural que nos empuja a fingir que todo está bien incluso cuando no lo está. Aceptar nuestra vulnerabilidad no es una rendición, sino comprender que somos seres atravesados por emociones, y que allí reside gran parte de nuestra esencia.
La verdad, cruda y liberadora al mismo tiempo, es que no siempre se está bien. Y no solo no pasa nada, sino que es algo profundamente humano. Nuestra vida no sigue el guión perfecto de las redes sociales, con sus filtros y sus momentos seleccionados, sino que se parece más a una montaña rusa con subidas, bajadas y tramos llanos. Reconocer esto no es rendirse, sino hacer las paces con nuestra auténtica naturaleza.
Esas emociones que tanto nos empeñamos en ocultar —la tristeza que se instala sin avisar, la ansiedad que nos visita en mitad de la noche, el miedo que nos paraliza— no son fallos del sistema. Son más bien como las luces de control del coche: nos avisan que algo necesita nuestra atención.
El optimismo forzado puede ser dañino porque invalida nuestras emociones
Kierkegaard lo expresaba con la imagen del vértigo: cuando estamos al borde del acantilado de nuestras decisiones, sintiendo el peso de la libertad. Porque tener opciones, aunque sea incómodo, es lo que nos hace dueños de nuestro camino.
Fingir que todo va bien cuando no es así tiene un coste altísimo: nos convierte en extraños de nosotros mismos. Es como ponerse una máscara día tras día. En cambio, cuando nos atrevemos a decir «hoy no estoy bien», o «esta situación me supera», ocurre algo curioso: en lugar de hundirnos, nos sentimos más ligeros. Más reales. Porque la autenticidad, aunque sea incómoda, siempre pesa menos que la ficción.
Y aquí viene lo más paradójico: esa vulnerabilidad que tanto nos asusta puede convertirse en nuestra mayor fortaleza. La investigadora Brené Brown, que lleva más de veinte años estudiando este tema, lo dice así: la vulnerabilidad es «tener el valor de mostrarse cuando no se puede controlar el resultado».
Cuando nos mostramos tal como somos —con nuestras grietas y nuestras dudas— ocurre algo mágico: dejamos de actuar y empezamos a vivir. Y de paso, permitimos que otros se reconozcan en nosotros. Porque ¿qué hay más humano que compartir, aunque sea un «no sé si podré», un «me da miedo» o un «hoy no soy la mejor versión de mí»? Al final, se trata de cambiar la pregunta. No es «cómo puedo estar siempre bien» sino «cómo puedo estar bien con no estar siempre bien». La respuesta está en abrazar nuestra humanidad completa, con sus claroscuros y sus imperfecciones.
Muiño insiste en que el problema no es ser optimista, sino habernos creído una versión simplificada del optimismo: esa que promete soluciones fáciles y sonrisas instantáneas. Pero ese optimismo forzado puede ser dañino, porque invalida nuestras emociones. Decirle a alguien con depresión que «piense positivo» no le ayuda, le deja más solo.
Si todo depende de la actitud, ¿qué pasa cuando no conseguimos estar alegres? Comienza por algo tan simple —y a la vez tan difícil— como escucharse sin juzgar. Cuando se sienta que la tristeza, el enfado o la inseguridad llaman a la puerta, en lugar de rechazarlas con un «no debería sentirme así», probar a decir: «¿qué me está queriendo decir esta emoción?». A veces, solo con sentarse a escucharla, pierde fuerza. Y luego, practicar el arte de nombrar lo que se siente con palabras sencillas y propias: «hoy me siento frágil», «necesito un momento». Al verbalizar lo que nos pasa, le quitamos poder al miedo.
Para esto necesitamos espacios seguros. Personas con las que no tengamos que fingir, que nos quieran con nuestras luces y nuestras sombras. Gente que cuando digamos «no puedo más», en lugar de darnos consejos vacíos, nos pregunten «¿qué necesitas?». Y al mismo tiempo, podemos hacer un ejercicio liberador: recordar que detrás de cada perfil perfecto en redes sociales, hay una persona tan compleja e imperfecta como nosotros. Esas sonrisas de catálogo casi siempre esconden batallas silenciosas, noches en vela y preguntas sin respuesta.
Por último, y quizás lo más importante: tratarse a uno mismo con la ternura con la que trataría a su mejor amigo. En lugar de regañarse, decir: «Está bien, eres humano». Porque la autocompasión no es debilidad, al contrario, es el valor de abrazar nuestra humanidad herida. Es entender que, en un mundo que nos exige ser superhéroes, a veces lo más valiente es permitirse ser, simplemente, humano.
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