Durante el primer tercio de la distopía de Ray Bradbury Fahrenheit 451, tiene lugar una conversación entre el protagonista, Guy Montag, y el antiguo profesor Faber, a quien el primero conoció tiempo atrás y al que recurre ahora en busca de orientación. Tras una intensa charla acerca del destino de los libros –que en su mundo son perseguidos y quemados–, el profesor advierte a Montag de que la suya es una época en la que, si bien disponen de mucho tiempo libre, carecen de algo sustancial: tiempo para pensar. Vehículos que circulan a altas velocidades, deportes violentos, sustancias psicotrópicas y paredes empantalladas dibujan un escenario sobreestimulante que, en efecto, interfiere tanto en las oportunidades como en las condiciones para pensar.
Transcurridos más de setenta años de la publicación de la novela, podemos preguntarnos si nuestra sociedad no tendrá algo de aquella que anticipaba Bradbury. ¿Con qué oportunidades contamos hoy para ejercitar el pensamiento?
¿Una cuestión de tiempo?
El camino en principio más directo para abordar la cuestión pasaría por preguntarnos acerca de cómo optimizar nuestro tiempo con el objetivo de liberar parte de la jornada para la reflexión. Aunque puede que este enfoque nos acabe ofreciendo más complicaciones que salidas.
No hay más que mirar nuestros dispositivos móviles, donde las aplicaciones se ordenan sobre la base de su productividad. A priori, diferentes ámbitos del día a día se benefician de una tecnología que dice compartir el objetivo de hacernos la vida más provechosa. Sin embargo, al representar los quehaceres diarios como tareas que zanjar eficazmente, acabamos dándole un tratamiento discutible a esa misma vida.
Según la RAE, una tarea es «un deber» o «un trabajo que debe hacerse en tiempo limitado». Visto así, vivir se convierte en una interminable lista de deberes o trabajos que aspiran a ser resueltos. Y aunque el sentido común tiende a hacernos creer que una mejor gestión del tiempo nos liberará la agenda para dedicarnos a otros asuntos (entre ellos, al pensamiento), lo cierto es que el propósito de actuar eficazmente acaba convirtiéndose en un tiránico fin en sí mismo.
Fijémonos en el descanso. Nos hemos acostumbrado a monitorizar las horas de sueño, hasta el punto de que la «siesta reponedora» (power nap) o los sueños lúcidos se han convertido en tendencias ¡que nos invitan a ponernos deberes a la hora de ir a dormir!
Este dataísmo ha adoptado una forma radical en el movimiento quantified self que se marca como objetivo cuantificar todas las expresiones vitales para ponerlas a disposición en términos paramétricos. Así es como los cuerpos se convierten en «algo sobre lo que intervenimos» y no «aquello que somos».
Esta tendencia se ve alimentada por la exposición constante a informaciones acerca de las vidas que otras personas llevan. Esto nos implanta la desasosegante sensación de que siempre nos estamos perdiendo algo. Y es que ansiamos experimentar a cada rato vivencias significativas, dejando escaso espacio al aburrimiento.
Al respecto se ha referido el filósofo Byung-Chul Han con sus tesis acerca del sujeto que se explota a sí mismo en el camino por pulir y monetizar el propio talento.
A esto se añade el crecimiento de los libros de autoayuda, convertidos actualmente en un boom editorial. Pero también la filosofía clásica parece haber entrado en esta deriva. Y aunque siempre es buena noticia que las humanidades se reediten, no deja de sorprender el éxito reciente del pensamiento de autores como Marco Aurelio, cuyos preceptos han sido orientados hacia algunas de las ideas que aquí estamos discutiendo.
¿Parar para pensar?
Para tratar de frenar este frenético ritmo de vida, parece aconsejable abandonar ciertas formas automáticas de encarar la jornada. Aunque a poco que nos fijemos, observaremos que hasta el tiempo de parada está dominado por esta lógica cuantificadora.
A menudo las vacaciones se convierten en un quebradero de cabeza. Proyectamos sobre ellas unas expectativas que nos llevan a programarlas hasta el más mínimo detalle; y así es fácil que un ansiado viaje acabe defraudándonos.
La idea misma de parar no goza de mucho crédito. En nuestros imaginarios la vida plena es la vida (hiper) activa; como un mecanismo que se debe mantener siempre conectado. Así es como nos convertimos en colaboracionistas del imperativo del rendimiento de manera orgánica. Desde ese ángulo, la parada se concibe como la cara opuesta de la actividad y rara vez interpretamos que vivir a otro ritmo sea una opción deseable, como sugería Carmen Martín Gaite.
También ocurre que interpretamos la falta de actividad como holgazanería; por ejemplo, cuando empleamos el adjetivo ocioso cuando queremos decir que alguien carece de obligaciones que cumplir. En definitiva, la inactividad es percibida como algo que remediar; y quien se muestra por mucho tiempo inactivo, resulta sospechoso de vaguería.
Pero ¿qué es pensar?
Desde el comienzo del artículo nos estamos refiriendo al verbo pensar de una manera general y quizá convenga exponer cómo lo entendemos de forma más precisa.
Cuando Faber advierte a Montag de que la suya es una sociedad sin tiempo para pensar, parece decirle que se trata de una comunidad anestesiada; compuesta por individuos que actúan como si las decisiones elementales que dirigen sus pasos fuesen instrucciones cargadas en sus cerebros que simplemente ejecutan. Todo parece previsto de antemano y no se dispone ni de oportunidades, ni de artefactos culturales (como libros) para cuestionarse el estado de las cosas.
Sobre ese escenario, pensar está relacionado con la autoposesión, así como con cierta forma de resistencia. Consecuentemente, tiene que ver con la capacidad para disentir, construyendo modos alternativos de ser y coexistir. Pero el estado de permanente agitación mental provocado por llevar vidas sometidas a la productividad, nos disuade de pensar en esos términos.
Sucede además que, pese a su potencial emancipador, pensar es un verbo con mala prensa. Solemos asociarlo a una actividad fatigosa y poco gratificante, a menudo relacionada con una imposición externa. Asimismo, es habitual vincularla con nuestra historia de vida estudiantil, en demasiados casos tediosa y repetitiva. Podemos añadir que el pensamiento resuena como una actividad para la que no todo el mundo está capacitado, como si existiera un reparto desigual de las inteligencias que asumimos naturalmente.
Sin embargo, si como dice Amador Fernández-Savater «pensar es no entrar al trapo», conviene que pongamos en marcha algunas de las recomendaciones que estamos subrayando. Por ejemplo, considerando dos aspectos decisivos: las condiciones y las compañías.
Comencemos por las condiciones. Pensar requiere atención y esta, a su vez, demanda pasividad: dejarse decir por algo del mundo –o por alguien– para ver cómo nos conmueve o nos zarandea. Releer un libro o rever una película son dos actividades que, según se miren, pueden resultar una fructífera experiencia o una total pérdida de tiempo. Aunque quizá se trate de eso: de sustraernos a la utilidad para dejar que pasen las horas.
Sigamos con las compañías. En Fahrenheit 451, la esposa de Montag trataba de convencerle de que las actrices y los actores que se proyectaban en las invasivas paredes-pantalla ¡eran su familia! Sin embargo, ese artificio no convencía al protagonista, quien desde el comienzo de la novela se muestra ávido de vínculos. La historia acabará dándonos a conocer a una comunidad de resistentes organizados para memorizar libros completos antes de que desaparezcan para siempre. Así es como Montag encuentra, además de la compañía de los propios libros, la de otros seres humanos junto a quienes conversar.
¿De regreso a la escuela?
Desde el comienzo hemos adoptado la forma latina de tiempo libre: la palabra ocio (otium). Sin embargo, esta no estuvo originalmente ligada a la otra cara del tiempo productivo (lo que hoy conocemos como la industria del entretenimiento). Se refería a ideas como distracción, quietud o reposo. El ocio era, entonces, un tiempo libre consagrado al estudio.
Si seguimos el rastro de las palabras, descubrimos que escuela tiene un origen parecido. Aunque a nuestros días ha llegado a través de la forma latina schola, esta es un préstamo del griego clásico skholè, que significa justamente tiempo libre. Algunos filósofos de la educación reivindican esta raíz etimológica para pensar la escuela no solo como itinerario dirigido a la inserción en el mundo del trabajo, sino especialmente como tiempo liberado de la agenda capitalista y dedicado a pensar como una actividad con valor en sí misma.
Para concluir, podemos reflexionar acerca de si la pregunta por la que comenzábamos (de dónde sacamos tiempo para pensar) no estará ya respondida gracias a la existencia de escuelas, institutos y universidades. ¿Y si al mirar las horas de clase desde esta perspectiva, descubrimos que ese es el propósito del estudio: posibilitar las condiciones y brindar las compañías adecuadas para pensar?
J. Eduardo Sierra Nieto es profesor de Teoría de la Educación y Vicedecano de Cultura, Vida Universitaria y Compromiso Social, Universidad de Málaga. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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