Sociedad

La larga historia de los libros censurados

En ‘Magia portátil’ (Planeta), Emma Smith reflexiona sobre la consciencia que hemos adquirido del universo de ejemplares de libros atesorados, devorados, censurados y destruidos a lo largo de los siglos, o simplemente hojeados durante nuestra vida.

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27
abril
2023

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La exposición de Ai Weiwei en la Royal Academy de Londres de 2015 estaba repleta de obras características que trazaban el rápido desarrollo económico de China, así como las restricciones a las libertades individuales, la devastación del medioambiente y la destrucción del patrimonio arquitectónico que había traído consigo. Fragments utilizaba objetos rescatados de templos históricos devastados; también se exhibieron un par de esposas talladas en jade y una monumental cámara de vigilancia de mármol, variaciones sobre los materiales tradicionales del arte chino. Una de las piezas consistía en dos copias aparentemente idénticas del popular The Art Book de Phaidon, una completísima guía alfabética del arte mundial a lo largo de los siglos. Este grueso libro en rústica, que tiene en la cubierta una alocada selección de fuentes, rebosa cercanía y carece de toda pretenciosidad, con su promesa de «un enfoque fresco y original al arte» que se aleja de las «clasificaciones tradicionales».

Ambos ejemplares de The Art Book están abiertos a la altura de un rectángulo amarillo degradado del pintor abstracto alemán Josef Albers, que aparece en el folio recto (la página de la derecha); sin embargo, los folios vueltos lucen imágenes distintas. Uno tiene una breve biografía de Ai Weiwei y una fotografía de su instalación Template, realizada con restos recuperados de templos. Esta es la edición que se vendió en el Reino Unido. En el otro, publicado en inglés para el mercado chino, un escultor menor del Renacimiento umbro, Agostino di Duccio, sustituye a Ai Weiwei. (El otro motivo de gloria de Di Duccio también lo es en calidad de sustituto de alguien más famoso: tras perder su encargo para dotar al Duomo de Florencia de una estatua de David, dejó un bloque de mármol de Carrara parcialmente tallado a su sucesor, Miguel Ángel.) Presumiblemente, Di Duccio no fue incluido en el The Art Book chino por alguna reivindicación artística determinada, sino porque Agostino era menos problemático en términos alfabéticos. Únicamente la comparación con la edición occidental del libro deja patente la censura en el libro chino.

Aunque a primera vista pueda parecer que la exhibición de estos dos libros para su comparación es un dato que pone en contexto el lugar que ocupa el artista disidente en su China natal, su vitrina de cristal contiene en sí misma su propia obra artística. Como si fueran objets trouvés de una estantería global, estos dos libros interconectados generan, unidos, un discurso que pone de manifiesto las distintas presiones bajo las cuales se han producido. La cicatriz de la extirpación es limpia, el remiendo apenas si se ve, pero el producto aparentemente global que es el libro en lengua inglesa esconde, aquí, una variante local distintiva.

Presumiblemente, Di Duccio no fue incluido en el ‘The Art Book’ chino por alguna reivindicación artística determinada

Tendemos a pensar que la censura anula o borra textos para que queden completamente fuera de la vista, y tal vez sea esta la fantasía de los propios censores. Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, imagina un excéntrico mundo distópico en el que los libros se destruyen de forma sumaria a manos de brigadas de incendios que se emplean para provocar incendios, en lugar de para extinguirlos. Al bombero alienado Guy Montag se le asegura que se trata de una receta para la paz social y la tranquilidad entre las comunidades. Los ejemplos de Bradbury invocan situaciones reales sobre libros controvertidos y censurados: «A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. ¿Alguien escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón? ¿Los fabricantes de cigarrillos lo lamentan? A quemar el libro». Su superintendente, Beatty, lo instruye en el arte de prender fuego a las páginas de un libro «delicadamente, como pétalos de una flor», sus restos calcinados, «enjambres de polillas nuevas que habían muerto en una misma tormenta».

Bradbury descubrió posteriormente que su propia parábola sobre la censura había sido censurada a su vez para su uso en las escuelas estadounidenses. Durante las décadas de 1970 y 1980, Ballantine, su editorial, fue barriendo poco a poco las setenta y cinco apariciones de las palabras «maldito» e «infierno» para que la novela quedara más aceptable de cara al lucrativo mercado de la enseñanza. En este caso, la censura está orientada a maximizar la circulación del texto, no a minimizarla.

Tendemos a pensar que la censura anula o borra textos para que queden completamente fuera de la vista, y tal vez sea esta la fantasía de los propios censores

Que los libros se puedan cancelar como si nunca hubieran existido es algo prácticamente imposible en la era de la imprenta. Sucede con más frecuencia que se ejerza la censura sobre un libro del que nos queda un solo ejemplar y que sobrevive como testimonio del intento de censurarlo. Esto da como resultado una clase concreta de objeto que, al igual que la edición china de The Art Book, condensa entre sus páginas cierta dosis del conflicto más amplio en el que está involucrado. Más que cancelarlo, la censura puede conservar o transformar o reimaginar el libro impreso que está en su punto de mira.

Los libros censurados no son ausencias ni vacíos, sino que a menudo están presentes de un modo profundo e insistente. Tomemos un ejemplar de las obras dramáticas completas de Shakespeare. (No literalmente: ya vimos lo que le pasó a Raymond Scott.) Esta vez, que no sea el valioso Primer Folio, sino la segunda edición, que se publicó originalmente para John Smethwick y se vendió en su tienda de Fleet Street en Londres, en 1632, y que se abrió camino hasta el seminario jesuita de San Albano, conocido como el Real Colegio de los Ingleses, en Valladolid. Desde finales del siglo XVI, San Albano ha formado a misioneros jesuitas, células durmientes para la larga tarea de reconvertir Inglaterra al catolicismo. El colegio cuenta con muchos mártires entre sus exalumnos. Tal vez cause sorpresa saber que los seminarios jesuitas hicieron un minucioso uso pedagógico de los textos teatrales apropiados para enseñar las fundamentales herramientas evangélicas de la retórica, la memoria y la persuasión, ya fuera adaptando los textos que ya existían o creando obras nuevas para los aprendices. Shakespeare —o, al menos, una parte de Shakespeare— fue incluido en este currículum misionero, tal como atestigua la edición de Valladolid de 1632.

Este ejemplar muestra cómo, bajo el nombre hispanizado de Guillermo Sánchez, el inglés William Sankey, que más tarde sería rector del Colegio, emprendió la labor de adecuar el libro a los seminaristas devotos. Sankey tenía tablas como censor sectario: ya había descartado un poema sobre la derrota de la Armada española (católica) y había eliminado las páginas que relataban la conspiración de la pólvora (el intento por parte de los católicos de hacer volar por los aires al rey Jacobo I en el Parlamento) de un libro de historia inglesa reciente que había adquirido la biblioteca. La mera existencia de ese libro en San Albano —a los católicos, en el siglo xvii, la historia inglesa reciente les resultaba especialmente intragable— arroja luz sobre la paradoja de que la censura de libros y su instinto suelan inclinarse por mejorar el libro, en lugar de hacerlo desaparecer. Sobre el volumen de Shakespeare, Sankey puso en práctica su forma de censura más sostenida —y perversamente delicada—, nuevamente con el claro objetivo de conservar la mayor parte del libro posible. La censura se convierte, paradójicamente, en un intento por permitir el libro, más que por suprimirlo por entero. Se trata de un proceso creativo que da como resultado un libro nuevo, más acoplado a su propio contexto y que lo expresa mejor.

Los métodos de Sankey, y las páginas que de ellos se derivan, resultan familiares para cualquiera que haya visto documentos redactados en el ámbito político. Emplea una tinta densa para tapar palabras, renglones o escenas enteras, generando aberturas en las páginas que alternan bloques en forma de rectángulo con la impresión a dos columnas del texto que le sobrevive. Sobre la página se ve con absoluta nitidez que el texto ha sido censurado: no hay pretensión alguna de suturar los bordes de una supresión para conservar el efecto o la forma de una escena, y tampoco se ofrecen alternativas al material objetable. De este modo, el libro ostenta su propia adaptación a su contexto: resaltando el material relevante para el seminarista del siglo xvii y elidiendo el resto. Semejante adaptación es un rasgo implícito de toda lectura: todos ignoramos o reprimimos o, sencillamente, nos saltamos los fragmentos que nos parecen aburridos, repetitivos o incluso ofensivos. Pero lo que hace aquí la censura de Sankey es marcar estas elisiones sobre un libro físico. Comparémoslo con otro caso de censura a Shakespeare. Thomas Bowdler, junto con su hermana Henrietta, creó The Family Shakespeare para la respetable sala de estar de principios del siglo xix, con una portada en la que se advertía que «no hay añadido alguno al texto original, pero quedan omitidas aquellas palabras y expresiones que no es oportuno leer en alto en familia». El poder de este original ejemplo de expurgación reside en que el propio libro no indica ni la extensión ni la ubicación del material suprimido.


Extracto del libro ‘Magia portátil‘ (Planeta), por Emma Smith.

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