El dandismo femenino
Cuando el dandi es ella
El dandi no solo se expresa con su indómita indumentaria, sino por su manera de estar en el mundo, contraviniendo todo tipo de corrección. Así vivieron, en un ejercicio de dandismo a tiempo completo, mujeres como Luisa Casati, Renée Vivien o Colette.
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La figura del dandi sigue ejerciendo una notable fascinación. Desde que emergiera, a finales de XVIII, muchos han reparado en ella: Balzac, Baudelaire, d’Aurevilly, Wilde o más recientemente Luis Antonio de Villena, Félix de Azúa, el crítico Scaraffia o el historiador Peter Andersson. Hablan del dandismo tomando los ejemplos más notorios: Brummel, Gautier, Huysmans, Villiers de L’Isle-Adam, Mirbeau, Lorrain, Louÿs, Byron, Hoyos y Vinent… Pero ¿y si el dandi fuera ella?
La elegancia de Coco Chanel o de Audrey Hepburn, la extravagancia de Agatha Ruiz de la Prada o Lady Gaga, la sofisticación de Peggy Guggenheim o Grace Kelly, la siempre imprevisible estética de Madonna, el esnobismo de Victoria Ocampo, la procacidad de Frida Kahlo o el delicioso homenaje a la quincalla de Cyndi Lauper nos refieren a la esencia del dandismo.
El dandi no solo se expresa con su indómita indumentaria, sino por su manera de estar en el mundo, contraviniendo todo tipo de corrección. Algo de eso encontramos en la imagen de Marlene Dietrich enfundada en su esmoquin, con sombrero de copa, cuerpo apoyado sobre la rodilla izquierda flexionada y cigarrillo en ristre. Así apareció en Marruecos (1930), popularizando esta prenda netamente masculina entre ellas. Algo de dandismo también emana de la fotografía en la que la psicoanalista Lou Andreas Salomé, subida a un carro del que tiran los filósofos Friedrich Nietzsche y Paul Ree, los amenaza con la fusta que empuña. Algo de dandi tiene esa imagen tomada por Fernando Botán de Ava Gadner en Las Ventas en la que luce una salvaje y perversa sonrisa al tiempo que muerde un ostentoso puro o el travestismo de Greta Garbo en La reina Cristina de Suecia.
Pero el dandi no es ocasional. Se es por fatalidad. Distinción y excentricidad. Todo el tiempo. «El dandi enfatiza el modo de ser antes que el ser mismo», asegura el escritor argentino Alan Pauls. La mujer dandi fuma, cabalga, viste de modo masculino, es frívola y goza de los placeres, escribe, se entrega a las aguas procelosas del amor libre y no entiende de sexos. Se las llama «dandizzette» o «quaintrelle».
Luisa Casati dilapidó su fortuna empeñada en «ser una obra de arte viviente»
Luisa Casati (1881-1957), apodada «la divina marquesa», en homenaje a Sade, sabe de ello. Man Ray la retrató con tres pares de ojos, fruto de un azar surrealista. Esa imagen sirvió de cubierta para la publicación en España de La condesa sangrienta, de Valentine Penrose, otra mujer feligresa del dandismo. La aristócrata, nacida en Milán, heredó pronto una fortuna inconmensurable, que dilapidó en vida, empeñada en «ser una obra de arte viviente». Sus fiestas de disfraces en sus palacios de Venecia y París resultaban inigualables: en ellas deambulaba con serpientes vivas por abalorios, con la misma naturalidad con la que paseaba desnuda, cubierta por pieles, por la Plaza de san Marcos, junto a dos guepardos.
Se dilataba los ojos con belladona, la droga de las brujas, resaltaba sus pronunciadas ojeras con khol marroquí (sulfuro, polvo de almendras, cobre, plomo y ceniza), lo que confería a sus ojos, de natural saltones, un halo de enajenación, se blanqueaba el rostro para palidecerlo, utilizaba un rouge hecho de cinabrio, rojo incendio, y tintaba su pelo con henna de un carmesí arrebatador. Cecil Beaton, Ignacio Zuloaga o Alberto Martini la inmortalizaron. Ezra Pound o Jacques Kerouac escribieron sobre ella.
Era amante de d’Annunzio, decadente por antonomasia, e íntima de Marinetti, bujía del Futurismo, ese movimiento de vanguardia que derivó en fascismo. Malversó su fortuna entre banquetes, colecciones de animales exóticos, préstamos, lujos y consultas a médiums. En 1930 se instaló en Londres, arruinada (sus deudas ascendían a 25 millones de dólares), y vivió con las cinco libras semanales que le hacía llegar su examante el pintor Augustus John. Murió de un derrame cerebral, a los 76 años.
Un ramito de violetas
La poeta Renee Vivien (1877-1909) fumaba cigarrillos incrustados en boquillas. Su primer poemario, Quelques portraits-sonnets de femmes, fue secuestrado por su propio padre por considerarlo un oprobio familiar, al cantar entusiasmada su lesbianismo. Vestía con trajes masculinos, y su energía y apasionamiento le permitía mantener distintos romances simultáneos. Ella se asignó un tercer sexo, «los que no quieren estar solos ni juntos». De su primer (pero no consumado) amor, Violet Shillito, a quien una fiebre tifoidea embistió, conservó la costumbre de llevar siempre violetas. Con la baronesa Hélène de Zuylen, de la familia de los Rothschilds, pese a que estar casada y ser madre de dos hijos, viajó y convivió. Su tumultuosa vida sentimental (un carrusel de abandonos, infidelidades, daños) la condujeron a las drogas. Utilizaba agua perfumada como colutorio, para disimular el olor del alcohol. Se entregó a prácticas sadomasoquistas. Le brotaron neurosis como caléndulas. El bastón que usaba de ornamento se convirtió en útil indispensable para apuntalar su frágil equilibrio. Murió a los 32 años, con depresión y anorexia nerviosa.
Natalie Barney creó la Academia de Mujeres, ya que la homónima francesa no las admitía
Una de las parejas Vivien fue Natalie Clifford Barney (1876-1972), apodada la Amazona, a cuyas tertulias (vivas hasta la década de los 60) acudía la crema de la intelectualidad: Cocteau, Gide, Louys, Fitzgerald, la librera Sylvia Beach, Tamara de Lempicka, Tagore, Isadora Duncan… La media de asistentes semanales era de una treintena, pero hubo ocasiones en que se reunieron más de doscientos, como la vez que homenajeó a Gertrude Stein. Creó la Academia de Mujeres, ya que la homónima francesa no las admitía. Gustaba del escándalo porque, a su juicio, «era la mejor manera de evitarse molestias». En su vida se inspiró Radclyffe Hall para escribir su celebérrima novela El pozo de la soledad. Abogaba por el amor libre, y de su amistad íntima con Ezra Pound le quedo un más que incómodo poso antisemita y pronazi.
Por el jardín de Clifford Barney se podía ver desnuda a Colette (1873-1954). Presta siempre a mostrar sus pechos por los antros de Montparnase, estuvo a punto de ser arrestada cuando se besó apasionadamente en el Moulin Rouge con la marquesa de Bellbeuf, a la sazón tan menesterosa como la escritora. Con el tiempo, Colette se casó con Henry de Jouvenel, a quien dejó por su hijo de 17 años. Lo cuenta todo en su novela Chéri (porque la autoficción no es una cosa postmoderna). No era la primera vez que contraía matrimonio, lo hizo antes con Henry Gauthier-Villars, notorio libertino. Usaba traje de hombre a menudo y acentuaba su penetrante y misteriosa mirada con una sombra oscura como la pez.
Otra dandizzette, la escritora Djuna Barnes (1892-1982), fumaba con boquilla, tan sofisticada como extravagante, siempre con su pañuelo al cuello y su sombrero, siempre con mohín de fastidio. Las retrató en El almanaque de las mujeres. Alcohólica impenitente, misántropa, escatológica y sublime, escribió una de las obras más singulares del XX, con prólogo de T.S. Eliot: El bosque de la noche y, por supuesto, rechazó toda distinción, premio y homenaje.
Hay mucho de dandismo en los autorretratos de Claude Cahun (1894-1954), sobrina de Marcel Schowob, donde explora su identidad a través de la erótica del atributo y de juegos de máscaras, vestimentas, peinados, actitudes, maquillajes… La dandizzette, como el dandi, profana las convenciones y basan su yo en la mirada del otro, asumiendo el adagio clásico: esse est percipi (ser es ser percibido).
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