Cómo lidiar con los ¿pequeños? fastidios cotidianos
No parece nada grave. Pero te irrita. Te altera la mañana o, incluso, el día entero. ¿Qué hay detrás de las pequeñas molestias cotidianas? ¿Son tan pequeñas como parecen? Y, sobre todo, ¿qué podemos hacer para manejarlas mejor?
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Hace mucho calor. Mucho. No tienes aire acondicionado en casa y acabas de volver del trabajo sudando. Abres la nevera y ahí está: la jarra de agua. Vacía. Otra vez. No es nada importante, pero ¿por qué te toca siempre a ti rellenar la jarra? Te dices que no es ninguna tragedia y la rellenas. No es nada del otro mundo. Pero te molesta. Y te llevas ese runrún dentro durante un rato. Al día siguiente, vuelve a pasar lo mismo. Haces como que te da igual. Tal y como tenemos el mundo, no vamos a hacer un drama por algo tan pequeño. Total, ya lo tienes asumido. Si quieres agua fresca en casa, tienes que encargarte tú.
Pero no es solo el agua fresca. Es la repetición lo que acaba molestando. Es el cúmulo de cosas que parecen pequeñas, pero que, quizás, no lo son tanto. O no lo son tanto por separado. Las pequeñas molestias cotidianas, mínimas en apariencia, se cuelan en nuestras rutinas como una pequeña gotera: no inundan, pero erosionan. ¿Por qué nos afectan tanto? ¿Qué reflejan sobre nuestras vidas modernas, cada vez más cargadas de estímulos, responsabilidades y presiones invisibles?
Pequeñas cosas que se hacen bola
La sociedad del rendimiento nos tiene con las energías bajo mínimos. Sabemos reconocer el estrés de los grandes cambios o de situaciones por las que es lógico sentir que todo te supera: una ruptura, un despido, una mudanza, un ambiente laboral tóxico, una enfermedad. Son situaciones complejas de manejar, pero, precisamente por eso, buscamos ayuda o tratamos de afrontarlas de algún modo. Aunque sean procesos largos, suelen ser temporales y tratamos de encontrar una solución. Sin embargo, nos cuesta más identificar aquellas cosas que son pequeñas pero que nos molestan en el día a día. No les damos importancia porque, analizadas de forma aislada, no la tienen.
La periodista Jessica Stillman contaba en un artículo que, a pesar de llevar una buena vida —un trabajo que le gusta, una familia que quiere y tranquilidad económica—, se sentía sobrepasada. «Me parece ridículo e ingrato sentirme desbordada, sabiendo que hay tantas personas en el mundo que lidian con cosas mucho, mucho peores», afirmaba. Sin embargo, se sentía superada por una cantidad interminable de obligaciones y tareas pequeñas y molestas que nunca lograba terminar.
Rob Cross, profesor de liderazgo en Babson College, y Karen Dillon, periodista y exdirectora de Harvard Business Review, han investigado cómo pequeñas tensiones cotidianas impactan profundamente en nuestro bienestar. Las llaman «microestrés»: pequeñas cargas a las que nos hemos acostumbrado, que solemos minimizar, pero que por acumulación desgastan más de lo que creemos. Cross y Dillon han estudiado este fenómeno en profesionales de alto rendimiento (high performers): personas que aparentemente tienen una vida plena y equilibrada, pero viven al límite sin saberlo. Tras entrevistar a 300 profesionales, afirman que la mayoría no era consciente de su nivel de saturación hasta que lo verbalizó.
Nos cuesta identificar los microestresores porque de forma aislada no parecen tener importancia
En su análisis, identifican 14 tipos de microestrés que afectan nuestro bienestar y que agrupan en tres categorías. En primer lugar, están los que merman nuestra capacidad para hacer las cosas, como la desorganización en los equipos, la imprevisibilidad de ciertas personas con poder o la acumulación de tareas y responsabilidades. Luego están los que desgastan emocionalmente, como gestionar el bienestar de otros, lidiar con conversaciones difíciles o convivir con entornos donde falta confianza y abundan las tensiones. Por último, están los microestresores que ponen en jaque nuestra identidad, como perseguir objetivos que no encajan con nuestros valores, sufrir ataques sutiles a la autoestima o tener interacciones agotadoras con personas cercanas.
Para Cross y Dillon, cada pequeño factor estresante puede parecer insignificante, pero puede desencadenar un efecto dominó. Por ejemplo, si te toca terminar una tarea importante que tu equipo no ha podido hacer, puede estresarte no solo terminar ese trabajo sino también tener que hablar con tu equipo de lo ocurrido. Además, esas horas extra te impedirán ir a buscar a tu hija al colegio, ir a hacer la compra o asistir a tu clase de yoga. Una pequeña chispa que desencadena una cadena de estrés invisible pero persistente.
De lo micro a lo macro
Pero este efecto dominó no se desencadena solo en el ámbito laboral. También se manifiesta —y con frecuencia— en lo doméstico y cotidiano. Si hablamos de estrés que no vemos, no hay nada más invisibilizado que los cuidados. Por ejemplo, según un informe de Intermón Oxfam, en la franja de edad de 35 a 44 años, las mujeres asumen de manera habitual casi cinco veces más el cuidado de menores que los hombres (46,2% frente a 8,7%). Cuando se asume más responsabilidad de la que corresponde, no es raro que molesten comportamientos aparentemente pequeños. En realidad, muchas de estas molestias esconden problemas estructurales que de micro tienen poco.
En España, casi seis millones de mujeres asumen el 69% de las tareas del hogar y de la crianza
Laura Sagnier utiliza la expresión «losa de hormigón» para describir esa carga invisible que impide a muchas mujeres avanzar. Según su investigación, en España casi seis millones de mujeres viven agotadas y asumen el 69% de las tareas del hogar y de la crianza, mientras sus parejas disfrutan de una mayor libertad. Por eso, detalles aparentemente banales —como un rollo de papel higiénico sin reponer o descubrir que se ha acabado la leche justo al servir el café— no son solo microestresores: son el síntoma visible de un desequilibrio estructural que sigue marcando el reparto del tiempo, la energía y el cuidado.
¿Qué podemos hacer?
Cross y Dillon proponen tres estrategias principales para minimizar el impacto de los microestresores. El primer paso es identificarlos y tratar de reducirlos antes de que se acumulen. A veces basta con decisiones sencillas, como silenciar las notificaciones fuera del horario laboral o decir que no a ciertas peticiones que nos desbordan. En otras, será necesario hacer cambios más profundos y que pueden esconder problemas más complejos, como el desigual reparto de tareas que asumimos por inercia o porque no nos ha quedado más remedio —aunque, en estos casos, es probable que ya estemos hablando de estrés, más que de microestrés—. También ayuda detectar qué relaciones nos sobrecargan y marcar límites, aunque sean pequeños.
En segundo lugar, también recomiendan tomar conciencia de los microestresores que generamos de forma involuntaria. Dejar los platos en el fregadero o enviar un mensaje laboral a última hora puede parecer menor, pero va sumando tensión en quienes nos rodean. Por último, relativizar y poner las cosas en perspectiva puede ayudar a suavizar el impacto de los microestresores. ¿Cómo podemos hacerlo? Cultivando vínculos más allá de aquellos espacios que nos generan estrés. Tener amistades, aficiones, hacer cosas que nos interesen y motiven pueden darnos contexto, oxígeno y una perspectiva diferente desde la que mirar las cosas de otra forma.
A veces, el desgaste no proviene tanto del esfuerzo en sí, sino de la sensación de hacerlo en soledad o sin reconocimiento. Más allá de los consejos individuales, quizás el mayor alivio esté en aprender a cuidarnos en red: visibilizando lo que nos pesa, redistribuyendo tareas, pidiendo ayuda sin culpa y validando las pequeñas cosas que, aunque no lo parezcan, sí importan. El problema no es la gota que colma el vaso. Es quién lo llena, cuántas veces… y sin que nadie lo note.
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