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El síndrome del impostor

No es una patología extraña, sino una epidemia silenciosa de la duda, un fallo en el software de la autopercepción que afecta a las personas más competentes y autoexigentes.

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07
julio
2025

El aplauso se apaga, pero su eco resuena en tus sienes. En la cena, levantan una copa en tu honor. Acabas de cerrar el trato, defender la tesis, correr tu primera maratón, o simplemente has conseguido que tu hijo pequeño se duerma después de una tarde caótica. Es un instante de victoria, nítido y brillante. Pero justo ahí, en la cumbre, notas su presencia. Es ese comensal indeseado en la mesa de tus logros, tu socio clandestino. No habla alto; su veneno es un susurro que se confunde con tus propios pensamientos: «Pura fachada. Si supieran el miedo que has pasado, la cantidad de veces que has estado a punto de abandonar… Si vieran el desorden que hay detrás de este instante de gloria… Se darían cuenta. Es cuestión de tiempo».

Este es el guion íntimo del síndrome del impostor. No es una patología extraña, sino una epidemia silenciosa de la duda, un fallo en el software de la autopercepción que afecta a las personas más competentes y autoexigentes. No discrimina: ataca al cirujano en el quirófano y al padre primerizo que siente no tener el manual de instrucciones que todos los demás parecen poseer.

Su arquitectura es una obra de sabotaje maestro. Es la razón por la que, tras montar un mueble de alguna marca sueca, sientes que el mérito es de las instrucciones y no de tu paciencia y habilidad. Es la voz que te impide disfrutar de una relación sentimental porque, en el fondo, esperas que la otra persona «despierte» y vea que no eres tan interesante, divertido o valioso como aparentas. Se manifiesta en el estudiante de un idioma que, a pesar de poder mantener una conversación, se siente un fraude torpe ante los nativos. O en la anfitriona de una cena que, mientras todos ríen, solo puede pensar en el plato que no salió perfecto, convencida de que ha decepcionado a todos.

Este síndrome nos condena a vivir en un exilio dentro de nuestro propio éxito. Nos empuja a adoptar dos estrategias de supervivencia, ambas agotadoras. La primera es el perfeccionismo extremo: una preparación obsesiva, repasando cada detalle hasta la extenuación para que no haya ni una sola grieta por la que pueda asomar nuestra supuesta mediocridad. La segunda, su opuesta, es el autosabotaje y la procrastinación: el miedo al fracaso es tan intenso que evitamos el esfuerzo, de modo que, si el resultado es malo, siempre tendremos la excusa: «Es que no me lo preparé de verdad». En ambos casos, el resultado es el mismo: una ansiedad constante y la total incapacidad de disfrutar del camino.

Nadie nace con esta voz. Se construye. Sus cimientos se ponen en infancias donde el amor se confunde con el rendimiento, o donde la etiqueta de «superdotado» o «la esperanza de la familia» se convierte en una jaula de oro, una obligación de no fallar jamás.

La promesa de la meritocracia, vendida como un ideal justo, se convierte en una trampa. Nos dice que estamos exactamente donde merecemos estar gracias a nuestro talento individual, borrando del mapa la suerte, el contexto o los privilegios. Esta lógica es cruel: si tienes éxito, te ves forzado a una demostración perpetua de que lo mereces; si fracasas, la culpa es enteramente tuya.

Reeducar al guardián: la artesanía de la confianza

Entonces, ¿estamos condenados a vivir con este saboteador interno? No, pero la solución no es declararle la guerra. La confrontación directa a menudo fortalece al enemigo. El camino es más sutil, un acto de resistencia y artesanía personal.

El primer paso es convertirse en un antropólogo de uno mismo. Observar esa voz sin juzgarla. ¿Cuándo aparece? ¿Qué situaciones la detonan? ¿Se parece a la voz de alguien de tu pasado? Al estudiarla, la despojamos de su poder místico y la convertimos en lo que es: un patrón, un hábito mental.

Al estudiarla, la despojamos de su poder místico y la convertimos en lo que es: un patrón, un hábito mental

El segundo es la verbalización radical. Compartir este sentimiento con personas de confianza no es un acto de debilidad, sino de subversión. Descubrir que ese colega que admiras siente pánico antes de cada presentación, o que esa amiga tan resuelta también se siente un fraude en su rol de madre, crea una conexión que disuelve la vergüenza. El impostor se nutre del secreto; la confesión le corta el suministro.

Finalmente, hay que entender la verdadera naturaleza de esa voz. No es un enemigo que busca destruirte. A menudo, es un guardián desorientado. Una parte de ti, forjada en experiencias pasadas, que intenta protegerte del dolor del fracaso o del rechazo manteniéndote en un perfil bajo. Su intención es buena, pero su estrategia es terrible.

No se trata de silenciarlo, sino de reeducarlo. De agradecerle su preocupación para, acto seguido, tomar el mando con calma. Es como ser el piloto de un avión y llevar a un pasajero nervioso que no para de advertir de cada pequeña turbulencia. Le escuchas, le tranquilizas, pero no le cedes los controles. La meta no es un vuelo sin turbulencias, sino la serena convicción de saberse al mando. Y desde esa cabina, por fin, empezar a disfrutar del paisaje.

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