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Opinión

Cegados por la luz

Nada ciega más que lo evidente. La luz, cuando abunda, favorece el descuido y la certeza absoluta, pues nadie caminaría a tientas donde «todo» es visible, y mucho menos vería sombras en una realidad sin sombras aparentes.

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16
diciembre
2025

La claridad es un don. Lo versó con gran juicio Claudio Rodríguez. Y, como don que es, o escasea o acaba convirtiéndose en costumbre. Y nada ciega más que lo evidente. La luz, cuando abunda, favorece el descuido y la certeza absoluta, pues nadie caminaría a tientas donde «todo» es visible, y mucho menos vería sombras en una realidad sin sombras aparentes. Este es el sino de nuestros tiempos: días de vehemencia, horas en que la ilusoria luminosidad de la opinión no deja espacio a la certidumbre de la duda, minutos en los que los neblinosos argumentos del otro no interesan en el reino de lo manifiesto. La razón es simple: ¿quién se detendría a escuchar unos segundos cuando «todo» parece captarse por la mirada?

Quizás por este motivo siempre llamó mi atención el capítulo XCVII de Moby Dick. En él, Herman Melville revela una bella paradoja: el ballenero, que busca el alimento de la luz, vive en la luz. Y describe el castillo de proa del Pequod como un santuario iluminado en exceso, donde una veintena de faroles lanza destellos sobre los ojos cerrados de los marineros. Un lugar que debería acoger la penumbra y el descanso –esa pausa precisa para recomponer el discernimiento– aparece dominado por un albor artificial que los conducirá a la destrucción. Es más: la tragedia nace de la obcecación del capitán Ahab, el cual ni siquiera distingue entre el día y la noche cuando trata de consumar su venganza. En este punto, resulta curiosa la etimología de «obcecación»: acción por causa de la ceguera. Y esto es lo más interesante, porque esa ciega terquedad está provocada por una ballena blanca, cuya claridad se convierte, a lo largo de la novela, en su arma más eficaz. Aunque los tripulantes la creen inconfundible por su frente nívea, la realidad es que se pasan la mayor parte de la travesía intentando avistarla. Incluso cuando se muestra, se pierde enseguida en la espuma blanca de su rastro. Moby Dick, si han leído la obra, encarna la hipótesis de partida: la blancura (la claridad) siempre es dada. Emerge de forma súbita y por voluntad. Cualquier intento por conquistarla en toda su magnitud termina provocando un naufragio doloroso.

Es por este motivo que me cuesta comprender que la contemporaneidad haya mudado en público lo íntimo y hecho de lo privado una sospecha. Hoy se premia la hipervisibilidad. Cuanto más expuestos, mejor. La exhibición debe ser diáfana, sin sombras. A toda costa, lúcida. Y ahí germina la sensación de omnisciencia que caracteriza a nuestra época. Sabemos las respuestas. Opinamos sobre todo. Contenemos el Aleph. Blasfemo quien siembra preguntas en el campo ya segado de las certezas. Herejes los que ven opacidad en los dominios de la luz. Y, sin embargo, pocos –muy pocos– son los que recuerdan que para conocer hay que saber prescindir, penetrar en la realidad de las cosas para discernir su valía. Ya lo formuló Heidegger: «La esencia de la verdad es, en cuanto esencia de lo desocultado, lo oculto mismo».

Hoy se premia la hipervisibilidad; cuanto más expuestos, mejor

En este mundo sin párpados –esa imagen precisa de Remedios Zafra–, la acción supedita al pensamiento, pues solo lo primero puede apreciarse. Y así ocurre hoy: los Ahab tiranizan el viaje y la opinión con mano dura, dirigen el ballenero convencidos de que están dotados de la percepción de lo elevado, que allá por donde navegan dejan aguas pálidas y mejillas aún más pálidas, que nada es obstáculo ni desviación para sus propósitos, que no pueden tropezar jamás.

Mientras tanto, a los Starbuck, apenas les queda la sensación de que es un insufrible aguijón el que la cordura haya de rendir armas en semejante campo. Es el lamento del que aún distingue oscuridades. Y también el malestar de los que no abandonamos el barco, porque, como el primer oficial del Pequod, nos aterra más lo que los Ahab podrían hacerle al resto de la tripulación que el riesgo de la propia caída. Supongo que por eso continúo aquí, con el mosquete empuñado, buscando a tientas entre los cirios encendidos, vacilando sobre si estoy actuando bien o no, sobre si es más digno el deber de la obediencia o de la rebeldía, sobre si soy lo mejor que puedo ser o si sé lo que afirmo saber.

Sea como sea, tal vez la solución a tanto deslumbramiento esté, con sobria incongruencia, en la lucidez con que Melville escribió la más profunda de sus aserciones: ningún hombre puede percibir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados.

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