El domingo 13 de octubre varias ciudades de España se llenaron de manifestantes que reclamaban el derecho a acceder a una vivienda digna: el precio de compra o alquiler es inasumible para muchas personas en la actualidad.
Al verlo, no pude sino acordarme del poeta Marcial, quien, en el siglo I de nuestra era, se refería a menudo a la dificultad para vivir en la capital del imperio Romano con un mínimo de dignidad.
Él mismo, en sus primeros libros, parece habitar un tercero (sin ascensor, claro): «Vivo en un tercer piso, bien alto» (1.117.7). Se trata de las famosas insulae o bloques de pisos, donde habitaban los menos pudientes. Marcial había emigrado desde su Hispania natal a Roma en busca de fortuna, como tantos jóvenes se trasladan ahora a las grandes urbes, donde se concentra el trabajo y los centros de estudio.
Los ricos, mientras tanto, tenían sus lujosas mansiones (domus) en la ciudad y sus villae en el campo y en la playa.
Vivir de alquiler en la antigua Roma
En sus libros de Epigramas, muchos inmigrantes que llegan a Roma a probar fortuna malviven en habitaciones alquiladas que a duras penas pueden pagar, como le ocurre a Gargiliano: «¿Cómo te costeas esa birria de toga y el alquiler de tu penumbroso cuarto?» (3.30.3).
Pero tampoco la gente con carrera puede afrontar el alquiler: en un poema sobre lo difícil que es vivir de las letras, Marcial recuerda a los abogados Atestino y Cive, a los que no les daba para pagar la renta (3.38.5-6). Otro picapleitos, llamado Pánico, abandona su oficio y Roma para irse a vivir a una choza en el campo, que es lo único que se puede permitir (12.72).
Los ricos tienen sus habitaciones bien alejadas del trasiego urbano; el que duerme a pie de calle a duras penas puede conciliar el sueño: «A mí me despiertan las risas de la multitud que pasa y junto a mi cama está toda Roma» (12.57.26-27). Pero el ruido de la calle no es la peor causa de insomnio. Juvenal, amigo de Marcial, dedica una larga sátira a las miserias de la vida en Roma. Entre las penalidades que menciona, no faltan las casas que amenazan derrumbe y que los caseros no quieren restaurar: «Nosotros habitamos una ciudad que en la mayor parte se apoya sobre una endeble viga; pues con ella el casero impide la caída y, una vez que ha cubierto la abertura de una vieja raja, nos aconseja que durmamos tranquilos ante el inminente derrumbe» (Juvenal 3.193-196, trad. F. Socas).
Tampoco los caseros perdonan los retrasos en el pago: «El alquiler se me reclama alto y claro» (Marcial, 7.92.5). El impago conlleva inevitablemente el desahucio. El inmigrante Vacerra tiene que abandonar su casa porque no ha pagado la mensualidad a tiempo (12.32): Marcial describe la procesión de su familia con sus destartaladas pertenencias. ¿Su destino? Vivir debajo de un puente.
Mientras el mercado del alquiler en Roma empuja a muchos al sinhogarismo, hay (¡paradojas de la vida!) quien no cobra alquiler a los ricos: «Nadie se aloja gratis en tu casa a no ser que sea rico y sin hijos. Nadie arrienda su casa, Sosibiano, más caro» (11.83).
En la antigua Roma, como ahora, nadie da duros a cuatro pesetas.
Acumulación y especulación
Mientras que la masa no puede pagar una vivienda digna, los poderosos acumulan propiedades en la ciudad:
«Una casa tienes en el Esquilino, una casa en la colina de Diana
y el barrio Patricio guarda una morada tuya;
por aquí el templo de la viuda Cibeles, por allí el de Vesta
contemplas, por un lado el Júpiter nuevo, por el otro el viejo.
Dime dónde encontrarte, dime en qué lugar te busco:
quien en todos lados vive, Máximo, no vive en ningún sitio» (7.73).
Tampoco faltan en los Epigramas las estafas y la especulación inmobiliaria. Un tal Ameno (nótese la ironía del nombre) compra una casa por cien mil sestercios y la quiere vender por el doble. ¿El truco? La enseña amueblada con todo lujo (¡hasta con esclavos!), pero lógicamente pretende vender solo la casa:
«Compraste una casa por cien mil sestercios,
y quieres venderla por una cifra incluso menor.
Pero engañas al comprador con una ingeniosa artimaña, Ameno,
y una choza pretenciosa se oculta con grandes riquezas.
Refulgen los lechos enjoyados de carey de primera
y las mesas de cidro mauritano de un peso descomunal;
un trípode, nada sencillo, sustenta plata y oro;
y están de pie unos esclavos a los que rogaría que fueran mis dueños.
Luego clamas: «Doscientos mil», y dices que no vale menos.
Vendes muy barata, Ameno, una casa amueblada» (12.66).
La constitución nos ampara, pero no se cumple
Este repaso literario por la Roma de hace casi veinte siglos nos demuestra que no hemos mejorado demasiado. En Roma el Estado garantizaba algunas cosas, como el acceso al grano (la annona), pero no otras como la vivienda.
La Constitución española, en cambio, recoge el derecho de todos los españoles a una vivienda digna y adecuada, así como la obligación de los poderes públicos de velar por que este derecho sea efectivo. Algunas personas no están haciendo su trabajo. Si estuviera entre nosotros, seguro que Marcial se quejaría en un epigrama (o dos) de este injusto despropósito.
Rosario Moreno Soldevila es catedrática de Filología Latina en la Universidad Pablo de Olavide. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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