Cultura

De la nada al infinito

Los conceptos de «nada» y de «infinito» poseen una trascendental importancia en el pensamiento abstracto humano. Son claves en campos como la ontología, las matemáticas, la física y la cosmología, entre otros. Pero ¿existen realmente la nada y lo infinito?

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30
octubre
2023

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Hace más de seis mil años tuvo lugar una peculiar invención en algún templo de la antigua Mesopotamia. La cantidad de grano, cabezas de ganado y bienes era tan fastuosa que los miembros de la casta sacerdotal encargados de administrar las riquezas comenzaron a tomar minúsculas piedras para contar cantidades. La palabra «cálculo» la hemos heredado del latín, pero conserva en su etimología el eco de su origen: una suma de piedrecitas fue el comienzo de las matemáticas tal cual las conocemos.

Desde que los seres humanos comenzamos a mirar a las estrellas y desarrollamos la aritmética nos seguimos enfrentando a un dilema irresoluto. Más allá de lo concreto, de las cosas particulares tangibles a partir de los sentidos y de las herramientas creadas mediante la razón, ¿existe lo infinito, lo ilimitado? Y, de la misma manera que pensamos en la inabarcable inmensidad, ¿puede existir la nada, la ausencia de existencia?

Imaginemos una época de cosechas abundantes, tan extraordinariamente profusas en alimentos que los graneros quedan repletos y se termina el sitio donde puede almacenarse. Todo el grano que va llegando se cuenta y se registra. Sin embargo, si sigue quedando excedente de años anteriores y las cosechas continúan siendo generosas, ¿no excederá la cantidad de los medios humamos y técnicos para registrarla? Es decir, ¿podría suceder que existiese lo ilimitado, un flujo o cantidad que nunca pudiese terminar de ser contada?

Las primeras grandes civilizaciones, como es el caso de los mesopotámicos, los egipcios, los indios, los chinos y los mayas desarrollaron la idea de lo ilimitado, al parecer, a partir de la cuenta de la producción agrícola, que luego asimilaron con otros contextos naturales, como los astros del firmamento o el número de criaturas en bosques y océanos. El mundo es extenso, inabarcable ante los pequeños ojos de la persona, por lo que la idea de que existiese el orden de lo ilimitado se fue convirtiendo en una abstracción.

La actual celebración cristiana de la Navidad está emparentada con una tradición indoeuropea que ha ido evolucionando

En la mayoría de las culturas antiguas, la infinitud quedó limitada a la repetición del tiempo cíclico, es decir, a la idea de que los procesos naturales y de la vida se repiten. Estos han de ser eternos y, de quebrarse, significa una época de crisis o el final de toda la existencia. El culto a los primeros grandes panteones emanaba de esta base animista: al adorar al dios o diosa asociada a un «bien» o principio natural, este se alimentaba, se reiniciaba. Por ejemplo, la actual celebración cristiana de la Navidad, con luces, su dulce imitando un tronco y sus adornados árboles está emparentada con una tradición indoeuropea que ha evolucionado a lo largo del tiempo sincretizando con posteriores culturas, tradiciones y religiones, como es el caso de la noche de Yalda en Irán o las Fiestas de Jul de los antiguos pueblos germánicos. En todas ellas, el fuego humano pretende alimentar a un sol languideciente, para que de nuevo recobre su esplendor durante la primavera y el verano.

En busca de lo infinito

El concepto de lo «ilimitado» dio el salto a perspectivas más profundas, filosóficas y abstractas en la antigua Grecia. Anaximandro (s. VII a.C.), discípulo de Tales de Mileto, planteó como origen del cosmos, to ápeiron, es decir, «lo indefinido», que no es una sustancia definible, sino lo ilimitado en sí mismo, aquello en lo que todo existe y se define, de donde todas las cosas proceden (y toman su definición, su límite o «frontera») y a la que regresan a diluirse cuando desaparecen. El ápeiron prevalece, engendra, construye o destruye en función de la propia necesidad de los ciclos existenciales de un cosmos en eterno movimiento, que constantemente respira.

La influencia del ápeiron en el desarrollo de las matemáticas fue fundamental. Las sectas pitagóricas lo identificaron con la Unidad, ya que a partir de ella pueden construirse el resto de los números. Como señaló Aristóteles, la cantidad de números (naturales) ha de ser infinita, ya que para el estagirita los números son potencias no materializadas en acto. Como consecuencia, la física aristotélica se opone a la idea de una infinidad real, manifiesta entre lo sensible. Por su parte, los esfuerzos por alcanzar la cuadratura del círculo favorecieron dos conceptos que harían del infinito un concepto esencial para la filosofía, la ciencia y la comprensión de la realidad. Después de «π» se fueron descubriendo otros números irracionales, como la raíz cuadrada de 2 (ya conocida por los babilonios), de tres o de cinco, el Número de Euler o el Áureo, entre otros.

Con el paso de los siglos, el concepto de «infinito» se asentó definitivamente como un límite. En concreto, el matemático Girard Desargues en 1639. No fue hasta el siglo XIX, de la mano de Georg Cantor, padre de la Teoría de Conjuntos junto con J. W. R. Dedekind, quien demostró que existen infinitos más grandes que otros y la introducción de los números transfinitos, números ordinales infinitos mayores que cualquier número natural.

¿Qué es la nada?

Mayores esfuerzos reflexivos necesita el concepto de «nada» en comparación con el de «infinito». Es fácil imaginar acumulaciones de cosas que nos resulten inabarcables, lo sean en verdad o se trate de una apariencia. Pero la nada, ¿qué es? ¿Puede ser «algo», incluso? Y si fuese algo, ¿acaso no incumpliría su propia definición, pasando a ser otra cosa distinta de la pretendida?

La idea de la «nada» es una abstracción frente a un mundo que se nos antoja inabarcable, una oposición conceptual a la idea de un cosmos infinito. Antes que este concepto se manejó la «ausencia». Desde una perspectiva matemática, los mesopotámicos dejaban un hueco vacío para indicar que no había cifra. De India nos llegó una invención singular, el «cero», del que se conserva su primer testimonio gráfico en el Manuscrito de Bajshali, conservado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, aunque existe discusión sobre su datación exacta. El cero supuso un salto de gigante para el desarrollo de las matemáticas. El algebrista y astrónomo indio Aryabatha (s. V d.C.), diseñó el sistema de numeración posicional que, en base 10, nos permite realizar operaciones matemáticas con facilidad intelectiva y solvencia, pudiendo recoger cantidades grandes y diminutas. Aunque este favor se lo debemos a otro genio de las matemáticas, Fibonacci.

La antigua India fue un foco irradiador de ciencia y desarrollo matemático. Mientras que los antiguos griegos asociaban la aritmética a la geometría, algo que dificultaba sus progresos conceptuales, no sucedió así en el subcontinente. En India estaban familiarizados con la idea de lo infinito y la unidad ya desde muy antiguo, desde los vedas y la noción de brahmán.

Sin embargo, el «cero», en su esencia, representa la ausencia. ¿Es un número o, como sucede con el «infinito», se trata de un concepto? El matemático indio Brahmagupta intentó resolver la cuestión en el siglo VII confirmándolo como un número y sustentando su argumentación al atribuirle propiedades, por ejemplo, la que lo sigue definiendo hoy en día como un número, ser un elemento neutro.

¿Existen el infinito y la nada?

¿Pueden existir «lo infinito» y «la nada» más allá de abstracciones matemáticas? Lo cierto es que es muy probable que Aristóteles tuviese razón y lo infinito solo pueda existir como una definición, es decir, como una acumulación ilimitada de cosas.

Comenzando por el infinito, ¿qué significa «no haber límite»? Simplemente, que no somos capaces de contabilizar un algo. O, dicho con otras palabras, no somos capaces de abarcarlo en nuestro intelecto. La existencia exige que las entidades tengan unas características y cualidades determinadas. Por tanto, la existencia solo la pueden formar «cosas» definibles, por mucho que nos cueste comprender la naturaleza de su esencia. Y, el hecho de ser definibles les otorga lo que consideramos un «límite», un principio y un fin muy claros, de la clase que sea. Por tanto, y en términos ontológicos, la idea de lo «infinito» no puede manifestarse. Todo, por inmenso que nos parezca, ha de tener un final, se ha de poder contar y calcular, posee una naturaleza que lo define, que lo delimita, evocando la definición original griega. Otra cosa distinta es que reduzcamos el concepto de «infinito» a un límite indefinido en el que al realizar un cálculo nos enfrentemos a qué punto o estado se dirige una función y que no se alcanzará jamás. Por lo tanto, incluso con este reduccionismo conceptual, los resultados aplicables a la realidad, mesurables, no corresponderán con este límite, sino que, en todo caso, se aproximarán mucho a él. Y regresando a un concepto puro y absoluto, «lo infinito» representa una cuestión de perspectiva: sencillamente, nuestro grado de comprensión del cosmos es insuficiente para atisbar la naturaleza y, en consecuencia, los límites ontológicos de ciertos conjuntos o cosas, de la misma manera que a una hormiga le puede parecer infinita una kilométrica avenida, cuando nosotros, los seres humanos, sabemos que tiene un principio y un final distinguibles.

Como a una hormiga le puede parecer infinita una avenida, nuestro grado de comprensión es insuficiente para atisbar los límites

Respecto al concepto de «nada», esta se opone a la existencia. O bien nos podemos referir a la ausencia (es el caso del número «cero») o, bajo una perspectiva ontológica y, por tanto, universal, a la ausencia de existencia. La ausencia, per se, representa una nueva reducción conceptual: no se niega el contexto existencial, solo la no presencia de un algo que se pretende que se encontrase en ese contexto. Esta sería la indicación más básica que realizamos al emplear el número «cero». Pero otra cosa muy distinta sucede si nos referimos a la «nada» como la ausencia plena, la no existencia. La «nada» es imposible, ya que sus atributos son contrarios a toda causa existencial que necesita para ser algo. Se produce una contradicción que trasciende la lógica: para que algo no sea necesita ser un algo que no sea. Y esto no es posible de ninguna manera. La nada, en consecuencia, no puede existir, al menos desde la ontología. En ciencia, teorías como el Big Bang sitúan el principio del universo en una singularidad inicial con una métrica absoluta que no necesitaría espacio contenedor, porque ya lo tuvo que ser ella misma. Se trata de una asociación conceptual que emparenta con el concepto de sūnyata o «vacuidad» del pensamiento de India y el budismo. Una situación semejante ocurre con el «vacío» en el espacio exterior: incluso si eliminásemos la última partícula y rastro de radiación, ese espacio poseería una métrica, al menos, tridimensional, es decir, no está realmente vacío, no es nada, es un algo definible que se podría rellenar, por ejemplo, con nuestra presencia durante un paseo espacial.

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