Preservar la tradición es la forma más eficaz de matarla
Los apóstoles de la tradición reparan pocas veces en que es su activismo lo que aniquila aquello que tanto aman, convirtiéndolo en simulación carnavalesca o en un divertimento ridículo para guiris.
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El pie-and-mash es un comistrajo inglés consistente en una empanada de carne picada y un churretazo de puré de patata aderezado con un mejunje de perejil llamado liquor. Así mataban el hambre los currelas y el lumpen de las novelas de Dickens, devastando por igual sus papilas gustativas y su flora intestinal. Si el trabajo duro, la contaminación y la vida perra en aquellas calles grasientas de hollín no los mataba, lo haría esa comida servida en miles de tugurios.
Como es natural, tan pronto se disiparon los humos de la revolución industrial, y los nietos de los obreros cambiaron el mono por la camisa, y el telar fabril por la oficina acristalada, estos dejaron de pastar en aquellos platos y se arrimaron a otras cosas. Hoy, en Londres, apenas quedan unos pocos locales donde sirven esta comida cockney. Se llaman pie-and-mash shops, y lo curioso es que hay un grupo de gente que desea preservarlos, promoverlos y elevarlos a categoría de patrimonio británico protegido. Me entero por un reportaje de The New York Times de que este es uno de los debates culturales y antropológicos más animados de Londres esta temporada, y que ya hay diputados que se han comprometido con la conservación de tan importante herencia popular.
Esta historia resume bien lo que significa perpetuar la tradición: coge todo lo que tus abuelos detestaban, aquello a lo que se resignaban por falta de dinero u horizontes; toma todo lo que les hizo desgraciados, lo que les humillaba, lo que les torturaba e, incluso, lo que los mataba, y decláralo sagrado. Las pesadillas de ayer son el sueño pintoresco de mañana. Con un concejal animoso que dé un discurso sobre los valores ancestrales y la fugacidad de estos tiempos modernos que ya no respetan los sabores y el gusto por la vida de nuestros abuelos, ya tenemos excusa para añadir un día de fiesta al calendario y un plan para el fin de semana. Si hay gente que baja a las minas abandonadas como actividad recreativa, ¿por qué no va a ser igualmente divertido atorarse la femoral con rancho de minero?
Las pesadillas de ayer son el sueño pintoresco de mañana
Contra la idea de que todo tiempo pasado fue mejor se erige la masa informe del pie-and-mash y del resto del menú de las tiendas donde aún lo sirven: las anguilas en gelatina o ese salsorro grumoso llamado gravy, todo ello bien regado con Bovril, un derivado del petróleo que lo mismo anima un guisote que desatasca las cañerías de una ciudad mediana. Pueden reprocharme serios prejuicios contra la gastronomía inglesa, y sin duda los tengo en cantidad, como afrancesado que soy, pero la cocina de los hijos de la Gran Bretaña es uno de los ejemplos más acabados de tradiciones que nadie debería preservar y sobre las que convendría aplicar esa otra costumbre romana llamada damnatio memoriae. No hay que llorar por todos los mundos de ayer. Hay cosas que están mejor olvidadas, y tanto el buen gusto como la sociedad británica de cardiología agradecerían su extinción.
Conservar una receta no es cosa fácil. Para conseguir un sello TGS (siglas en inglés de Especialidad Tradicional Garantizada, una variante de nuestras denominaciones de origen) hay que unificar la receta, pues en cada tienda guisan el plato de una manera. Es normal: el pienso se hace a la buena de dios, el granjero no mira los ingredientes antes de arrojarlos al pesebre. Sin una receta canónica, no hay TGS que valga, y sin TGS, no hay ninguna tradición que celebrar. Por eso, el gremio de los perpetradores de pie-and-mash, agrupado en asociaciones de culto al legado cockney (también quieren que se reconozca este sociolecto como un habla diferenciada del inglés) está buscando una fórmula estándar. Se diseña una receta de consenso, como una Constitución, que fije la cantidad y el tipo de patatas y cuánto veneno, digo liquor, hay que verter sobre esa catástrofe con forma de plato. Cuando alcancen el acuerdo, todo aquel que quiera añadirle un toquecillo o hacerlo a su manera, quedará excomulgado de la iglesia ortodoxa del pie-and-mash.
Quien aniquila la tradición es quien la convierte en un decreto y le estampa un sello
Ahí viene la paradoja: la tradición, convertida en norma, destruye la tradición que aspira a preservar. Lo que antes era una expresión cultural espontánea deviene método con liturgia y sacerdotes. Cuando los personajes de Dickens se limpiaban de la boca los restos de ese pastelón con el antebrazo, honraban una costumbre viva. A partir de ahora, cuando sus bisnietos repitan el gesto en un local del sur de Londres con protección patrimonial del municipio y un sello TGS, estarán imitando de forma burda (y contra los consejos de sus dietistas) la cotidianidad de sus antepasados. Al hacerlo, caerán en la parodia y casi en el insulto. Como los que se disfrazan de soldaditos de plomo recreando batallas o los que pasean por las calles de Tetuán (Marruecos, no Madrid, aunque a lo mejor también) temiendo que un paisano le ofrezca diez camellos a cambio de su mujer, como le oyó contar a su cuñado que suelen hacer los marroquíes, acostumbrados al trueque.
Los apóstoles de la tradición reparan pocas veces en que es su activismo lo que aniquila aquello que tanto aman, convirtiéndolo en simulación carnavalesca o en un divertimento ridículo para guiris. No es la apisonadora del progreso, ni el capitalismo internacional y desarraigado, ni siquiera el olvido que todos seremos. Quien aniquila la tradición es quien la convierte en un decreto y le estampa un sello, gestos ambos que recuerdan mucho a los testamentos y las sepulturas.
Así que los británicos con buen gusto y los gestores sanitarios preocupados por la salud cardiovascular de la población de Londres están de enhorabuena: en dos días, los únicos que comerán ese coso dickensiano serán unos turistas de Jaén antes de entrar en un musical y terminar la noche en un pub, listos para vivir la experiencia british más genuina.
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