Salud
Querer no siempre es poder: los determinantes genéticos y ambientales de la salud mental
Seguimos teniendo una visión individualista de la salud mental. Sin querer, responsabilizamos a las personas de su bienestar y juzgamos la gestión emocional, olvidándonos de que hay dos elefantes gigantes en la habitación de los que casi nadie está hablando: la genética y el ambiente.
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La salud mental está de moda. En la sociedad pospandémica ya no es un tabú hablar de problemas de ansiedad o depresión, o por lo menos un poco menos que hace unos años. Sin duda se trata de grandes noticias. Pero hay un problema: seguimos teniendo una visión individualista de la salud mental. Sin querer, responsabilizamos a las personas de su bienestar y juzgamos la gestión emocional, olvidándonos de que hay dos elefantes gigantes en la habitación de los que casi nadie está hablando y, aunque no lo parezca, son responsables de cómo y en qué medida afecta esto a nuestra salud y la capacidad de tomar decisiones.
El primero es la genética. La familia no se elige y por supuesto los genes que nos transmiten nuestros progenitores tampoco. Quizás estamos acostumbrados a escuchar que heredamos cierta predisposición a padecer enfermedades cardiovasculares o procesos oncológicos. De lo que no se tiene mucha conciencia aún es de que un estudio de Athanasiadis publicado en 2022, con datos demográficos, sanitarios y socioeconómicos de más de 6 millones y medio de daneses desde 1968, comprobó que el porcentaje de heredabilidad de los trastornos mentales es más alto, en torno a un 43%, por encima de las afecciones gastrointestinales, genitourinarias y cánceres. Así, cuestiones como la ideación suicida también tendrían una alta carga de heredabilidad genética.
Otro estudio, de 2005, también había mostrado que el porcentaje de personas que experimentan este tipo de problemas en la población general es de en torno al 3,5%, y además, cuando se evalúa a familiares de personas que han cometido un acto suicida, el riesgo se multiplica por tres. Podríamos pensar que este aumento se debe a que los familiares suelen compartir distintos ambientes y la heredabilidad genética puede no ser tan evidente, pero cuando se han comparado gemelos idénticos, que comparten prácticamente el 100% de los genes, con mellizos, que comparten de media un 50% de la genética, Baldessarini y Hennen en 2004 encontraron que los hermanos genéticamente idénticos tenían 17 veces más probabilidades de tener conductas autolíticas que los mellizos si su hermano había intentado quitarse la vida antes.
El segundo elefante en la habitación, del cual tampoco tenemos ningún control, es el ambiente en el que nacemos y vivimos. Damos demasiada importancia al esfuerzo individual. Creemos que los ingresos que tenemos o los estudios que logramos finalizar dependen del sudor que dejamos en el camino o, como se suele destacar, producto de la meritocracia. Pero los datos contradicen esta creencia popular. Un estudio publicado por Papageorge y Thom en 2020 para evaluar la influencia del medio y la genética en el éxito académico en Estados Unidos encontró que un 27% de los niños que vivían en familias con alto poder adquisitivo y tenían peores cartas genéticas, llegaron a ingresar en la universidad, mientras que el porcentaje de niños que vivían en familias con bajos recursos económicos y cuya predisposición genética era mejor, correspondía al 24%. Parece que la genética puede predecir diferencias en este tipo de cuestiones solo cuando el medio es el mismo.
Uno de los factores sociales que más influye en el desarrollo de problemas de salud mental es la desigualdad de oportunidades
Por supuesto la salud mental no es una excepción. Algo que parece tan trivial como vivir en un entorno rural supone un factor de protección para padecer problemas de salud mental, como demuestran los estudios de McKenzie, Murray y Booth en 2013, realizados en Escocia, y el de Romans, Cohen y Forte de 2010 llevado a cabo en Canadá. Pero sin duda uno de los factores sociales que más influye en el desarrollo de problemas de salud mental es la desigualdad de oportunidades. Vivir en un ambiente de exclusión social lleva asociado un mayor riesgo de discriminación, peor acceso a la educación, inseguridad asociada a la pérdida de empleo o vivir sin subsidio, y/o un mayor riesgo de experiencias potencialmente traumáticas, según una revisión científica de Compton & Shim en 2015.
Estas variables generan una mayor vulnerabilidad para padecer trastornos de salud mental. Por supuesto, sin mencionar el alto coste de las consultas de psicólogos y psiquiatras privados y la dificultad para acceder a este tratamiento específico en los servicios públicos. Según un informe publicado por el Ministerio de Sanidad en 2021 con datos de atención primaria en 2017, la probabilidad de padecer determinados trastornos es más alta si tenemos ingresos bajos. Es 12 veces más alta para padecer esquizofrenia; 11 veces más alta para padecer un trastorno de la personalidad; 7 veces para un trastorno de somatización; 3,4 para trastornos de ansiedad; y 2,5 para trastornos depresivos.
Llegar a padecer un problema de salud mental tiene que ver con variables que no controlamos. Medidas como incrementar el ratio de psicólogos por habitante, incorporar tratamientos para problemas de salud mental en atención primaria o crear la línea telefónica para la atención de la conducta suicida son medidas muy positivas. Pero también es necesario desarrollar políticas públicas que nos protejan de vivir en ambientes que nos enferman. Porque no, no siempre que quieres puedes.
Jesús Matos es psicólogo colegiado, director de En Equilibrio Mental, autor de ‘La especie al borde del abismo’ y conferenciante de Thinking Heads.
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