Pensamiento

«No hay nada más conformista que el cinismo»

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26
noviembre
2024

El anhelo de encajar es absolutamente humano: todos queremos pertenecer. Pero, al mismo tiempo, probablemente todos hemos tenido, así sea una vez, el sentimiento de estar fuera de lugar. Precisamente, esa sensación de extrañamiento es la base del último libro de Jorge Freire (Madrid, 1985), ‘Los extrañados’ (Libros del Asteroide, 2024), en el que recoge la historia de P. G. Wodehouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton, cuatro escritores que han vivido, cada uno a su manera, el dolor de esa extrañeza.


En Agitación nos explicaste cómo es el homo agitatus, que corre acelerado en una constante huida hacia adelante. Leyendo Los extrañados, pensaba: ¿cómo definir entonces al homo extrañatus?

Yo los dardos los lanzo siempre contra mí mismo. Y al hablar del extrañado pensaba en mí, porque yo soy una persona muy sociable, soy muy parlanchín, pero sí he experimentado muchos momentos en que me he sentido solo y, sobre todo, fuera de lugar. Entonces, hurgando en esta sensación, he llegado a la conclusión de que es universal, que todo el mundo, ya sea introvertido o extrovertido, sociable o tímido, en algún momento se ha sentido como estos cuatro extrañados que muestro en el libro, que son como piezas que no terminan de encontrar un hueco en el puzzle. Y esa sensación que otros han llamado de ser una persona extemporánea, en realidad hace que no termines de ser un hijo de tu tiempo, y a mí eso me interesa mucho. Schiller decía «vive con tu tiempo, pero no seas obra suya». Y, efectivamente, cuando uno vive con su tiempo pero no es obra suya significa que siempre va a ofrecer una cierta frescura. Porque no va a estar manufacturado por el discurso de valores oficiales, porque no va a ir con la corriente, porque de alguna forma siempre va a ser más o menos intempestivo.

¿Y cómo se vive la extrañeza dentro de uno mismo? Cuando uno mismo no se reconoce en el lugar que habita, ni con la gente que lo rodea, pero tampoco en las propias acciones o pensamientos.

En un primer momento barajé incluir la palabra exilio en el título, pero eso entrañaba una serie de problemas, porque había algunos que eran más exilios interiores. Y sobre todo puede sucederte, como decía Bergamín, que seas peregrino en tu patria. Es decir, que incluso estando en tus propios zapatos te sientas en la obligación de convivir con ese extraño que hay en tu interior. Al final había que dejar de lado ese exilio y hablar de un término más amplio, más abstracto, que además permitiera diferentes identificaciones. Generalmente, como filósofo, en los prólogos, como es de rigor, suelo ofrecer la tesis del libro. Sin embargo, en este libro he hecho una cosa diferente: no esclarezco del todo en qué consiste ser un extrañado porque me interesa que los lectores proyecten su propia experiencia. Está la conciencia de desarraigo de alguien como Bergamín, que vive tres exilios, y alguien como Edith Wharton, cuyo exilio es doméstico. Son experiencias radicalmente diferentes y, sin embargo, tienen en común esa suerte de extrañamiento que los hace ser personajes fuera de lugar y que, precisamente, por eso hoy nos resultan tan actuales.

«El extrañado no tiene un problema geográfico; se puede ser exiliado y no ser extraño»

Bergamín dice que se puede ser peregrino en la propia patria. Sobre Wodehouse dices que «al cabo, la literatura ha sido su única patria». Quería que retomáramos ese concepto. En Tiempo muerto, uno de los personajes de Margarita García Robayo se pregunta «¿qué carajos es la patria? ¿quién nace con una bandera tatuada en la nuca?». Por su lado, Roberto Bolaño decía que su única patria eran su hijo y su biblioteca…

Eso está muy bien. En realidad, hay que desconfiar de los que se dicen defensores de la patria. Hay unos versos que me hacen mucha gracia que dicen: «El amor a la patria es infesto, otra cosa es amar el presupuesto». Son muy interesante las idas y venidas de Bergamín con la patria, porque odia profundamente a España porque la ama profundamente. Al final termina diciendo que acaso España sea la anti-España. Y cuando se va al País Vasco, cuando no tiene ningún tipo de lazo de sangre y no tiene ninguna vinculación más allá de dos amigos editores, él está buscando prácticamente lo que los medievales llamaban la complexio oppositorum, el opuesto que complementa aquello que conoce. Precisamente es ahí, oh, paradoja, donde Bergamín busca las esencias de lo español. Es un personaje que si no ha obtenido el favor ni de izquierda ni de derecha es porque no puede encajar nunca en ninguno de los dos bandos. ¿Cómo es posible que sea al mismo tiempo íntimo amigo de García Lorca, católico, muy de izquierdas pero que nunca se defina como comunista? Se resiste a a la categorización…

Es un extraño en todos lados.

Exacto. Y me interesa mucho que Bergamín prueba que el exilio no puede nunca solucionar el problema del extrañado. Heráclito decía que «carácter es destino», y eso se ve mucho en el extrañado. El extrañado no tiene un problema geográfico. Tú puedes ser exiliado y no ser extraño.

Es que pensemos en la cantidad de acepciones que tiene el verbo «extrañar». Es echar de menos, pero también es producir asombro; se puede «volver extraño» algo o a alguien, desterrarlo. ¿Cómo se mezclan todas estas acepciones en estos cuatro personajes?

Efectivamente, es una palabra polisémica que da mucho juego para ofrecer un cierto misterio a esta obra que es más literaria que filosófica. Yo considero la filosofía una rama de la literatura, y eso es muy importante porque considero que la filosofía ha descuidado su función literaria, el estilo. Al final, hay que jugar con las evocaciones, con la retórica, apelar a los sentimientos. Me gusta cuando la gente me dice que no sabe cómo etiquetar este libro. Yo creo que los libros más sugerentes se sustraen a todo tipo de categorización. Y está bien que la filosofía se adentre en otros en otros ámbitos, que cultive otros géneros más allá de la prosa filosófica.

«El cinismo es la mueca del colaboracionista ante una realidad intolerable»

¿Por qué?

En España, desde los años 70, se repite esta jeremiada de la muerte de la filosofía. Se nos dice que la filosofía está muriendo, que no digo que no sea verdad: hay una tentativa clarísima por parte del poder de ir orillando la filosofía para cambiarla por saberes procedimentales, por cambiar la educación en un sentido integral por mero adiestramiento, fabricar individuos que paguen impuestos y que no se hagan preguntas. Dicho lo cual, hay una gran demanda de textos filosóficos, y creo que precisamente para ofrecer esa filosofía que la gente está pidiendo hay que dar la batalla y no hacerlo desde el victimismo. Eso que decía Churchill de «pelearemos en las calles, en las playas, en las pistas de aterrizaje». Yo digo lo mismo con la filosofía: «Pelearemos en los bares, en el mercado, en la radio». Si queremos defender la filosofía hay que hacerla descender a lo más mundano y no recluirla al pináculo de la torre de marfil.

Has dicho que en nuestros tiempos cunde el sarcasmo y el humor negro. Una cierta marca de época: «Lo contrario de la ingenuidad no es el conocimiento sino el cinismo». Vivimos tiempos cínicos. Por ejemplo, en la literatura, con la ciencia ficción actual, si no es distópica directamente se tacha de ingenua. ¿Hemos caído en el cinismo de que nada puede cambiar?

No hay nada más conformista que el cinismo, porque el cinismo es una claudicación, la media sonrisa de quien se encoge de hombros diciendo «no hay nada que hacer». Es, en el fondo, la mueca del colaboracionista ante una realidad intolerable. Yo estoy radicalmente en contra. Por un lado, muestra la impotencia de una sociedad que no solo es incapaz de acometer los cambios necesarios para ofrecer un futuro mejor, sino que es incapaz de imaginarlo. O sea, quizá la fuente de nuestros malestares deriva de una incapacidad de ofrecer un futuro mínimamente bueno. Es muy interesante que en este tiempo de angustia –que etimológicamente tiene que ver con lo angosto, como cuando un conductor sufre el efecto túnel–, solo puedes ver lo inmediato, el presente o, incluso peor, la actualidad, pero no puedes vislumbrar el futuro. Es como si estuvieras en un túnel cuyo final nunca alcanzas a columbrar. Entonces, claro, efectivamente eso lleva al cinismo, y ese cinismo muchas veces se expresa en este sarcasmo, en este resabio, en esta dicacidad –que yo detesto profundamente– y también en el humor negro, que lo detesto.

«Nos gusta mucho hablar del pesimismo, de la decadencia, porque viste mucho»

Ahora que hablabas de la muerte de la filosofía, también se ha sentenciado la muerte de la televisión, de la novela… Pero yo diría, a ver qué piensas tú, que el cinismo sería la muerte de la imaginación. Una imposibilidad de imaginar algo distinto, así sea un poco, ni siquiera imaginar futuros mejores. Y esto políticamente es muy peligroso…

Por supuesto, es una cosa muy represiva y muy conservadora. Estoy muy de acuerdo. Condena la imaginación so pretexto de ser muy ilusa o muy ingenua, efectivamente es así. Esto quizá tenga que ver con el prestigio que históricamente ha tenido el pesimismo. Ortega lo llamaba la «deleite de la quejumbre». Nos gusta mucho hablar del pesimismo, de la decadencia, porque viste mucho. Porque hablar de optimismo automáticamente hace que se te cuelgue el marbete de ser una persona ilusa. Sin embargo, si eres pesimista parece que te rodea un aura de profundidad, eres alguien como muy vivido… Ortega decía que la decadencia era la palabra favorita de aquellas profesiones en decadencia, como los intelectuales. Precisamente, como se sienten en decadencia, dicen que todo lo está: «Occidente está en decadencia, Europa está en decadencia, la gastronomía, el deporte, ya no hay tomates como los de antes, el ciclismo ya no es lo que era, el fútbol es solo mercadotecnia, el cine solo son remakes…». No, no. A lo mejor lo que sucede es que echas de menos tu infancia, y tu infancia no va a volver, pero deja que los demás disfrutemos de este mundo que sigue siendo ancho, diverso, y sigue ofreciendo muchas cosas…

«El humor es una herramienta contra el poder»

¿Y en cuanto al sarcasmo?

En cuanto al sarcasmo déjame decirte que Wodehouse me gusta mucho y creo que hay que recuperarlo porque resulta contracultural su ingenuidad, su inocencia, su humor blanco. A mí hay un autor que me gusta muchísimo, Wenceslao Fernández Flórez, que en su discurso de ingreso en la Real Academia hizo una invectiva contra Quevedo diciendo que en la literatura española no hay humor, solo mal humor. Wenceslao decía que el humor de Quevedo era como una jauría de sarcasmos, como una traílla de perros que muerden, acosan. Fíjate qué feo. O sea, un humor que prácticamente te ataca, que te quiere clavar los dientes y que te quiere despedazar. Y encuentras a Wodehouse, que es un hombre ingenuo, un humor a destiempo, inocente, y resulta contracultural. Tú imagínate en plena Segunda Guerra Mundial a este hombre que se lo llevan a un campo de prisioneros y lo primero que dice es que se siente como un plato de gelatina en medio de un terremoto. Que luego, incluso, cuando comete el error de retransmitir a la radio nazi, esas dos retransmisiones que son clásicos del humor, dice aquello de «sé que estamos en guerra, pero me cuesta mucho albergar sentimientos bélicos: cuando conozco a un par de soldados me voy con ellos y tomo unas copas y al momento ya me caen bien». En realidad es un tío muy simpático, su error fue contar chistes en el lugar equivocado y en el tiempo que no era preciso.

Justamente quería cerrar con Wodehouse, con esto que dices de que «el fascismo se combate con humor». Y te lo quería plantear como pregunta. Con una acotación, porque: ¿qué pasa cuando son el fascismo, el autoritarismo, el populismo, los que usan el humor? Pensaba por ejemplo en el caso de Trump, que muchas veces usa el humor, busca ser gracioso…

El humor yo creo que, por definición, no es solo un arma contra el fascismo, sino que es una herramienta contra el poder. Originalmente, ¿qué son los humores? Son como tónicos. Acuérdate de aquellos tiempos en que se decía que en nuestra constitución había diferentes humores: la bilis negra, que era la melancolía, el mal humor, el buen humor… Entonces, el humor es un disolvente, es un corrosivo, como puede serlo el salfumán. El humor, por definición, corroe las estructuras del poder, es el bufón que se está riendo del rey en sus narices. Lo que no tiene mucho sentido es lo que ahora vemos que son humoristas a favor del poder. O sea, el humor siempre ha sido desestabilizador. Claro, con el caso de Trump nos estamos dando cuenta de que al final se está utilizando el humor y que es precisamente esa burla y ese humor un poco gamberro el que utilizan los trumpistas. Precisamente por esa paradoja que representa Trump, que también es, si lo miramos, un antielitismo capitaneado por las élites, lo cual es muy interesante. ¿Puede una contracultura volverse cultura hegemónica? Bueno, pues precisamente esa es la paradoja que representa Trump. Tú puedes utilizar elementos contraculturales para generar una nueva hegemonía. Yo creo que el que el fascismo se combate con el humor, pero también por una razón retórica. La retórica del fascismo, y de todo militarismo y de toda ideología de esa laya, es épica. Entonces, la épica tiene una kriptonita que es el humor. En cambio, la democracia no es épica, es prosaica, es más aburrida; la democracia no admite emociones fuertes, lleva a una cierta calma chicha, con lo cual, hacer chistes contra la democracia… se pueden hacer, pero la democracia la verdad es que tiene menos gracia.

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